Las mayores empresas tecnológicas de Estados Unidos están combinando la rentabilidad de sus negocios en Silicon Valley con los balances de los del Valle del Ruhr. Los inversores que hace una década compraron acciones de Alphabet, Meta y Microsoft acumulan ocho veces su capital, sin contar los dividendos. El dinero gastado en la construcción de centros de datos implica que esas empresas poseen propiedades y equipos —activos tangibles, en el lenguaje contable— por un valor superior al 60% de su valuación total, frente al 20% que tenían hace una década. Si al gasto de capital de esas tres empresas durante el último año le sumamos el de Amazon y Oracle, otros dos gigantes tecnológicos, el total supera el de todas las empresas industriales que cotizan en bolsa de Estados Unidos juntas.
Jason Thomas, de la firma de inversiones Carlyle, estima que un tercio del crecimiento económico de Estados Unidos durante el último trimestre responde al auge del gasto de las tecnológicas. Este año, las empresas invertirán U$400.000 millones en la infraestructura necesaria para ejecutar modelos de inteligencia artificial (IA). Las predicciones sobre la factura final a pagar son, en general, exorbitantes. Los analistas de Morgan Stanley estiman que para finales de 2028 se habrán invertido U$2,9 billones en centros de datos e infraestructura relacionada la IA, mientras que los consultores de McKinsey lo sitúan en U$6,7 billones para 2030. Como en esas fiestas malas que se hacen en un buen restaurante, nadie está demasiado seguro de quién pagará la cuenta…
Gran parte de la carga recaerá sobre la caja de las grandes tecnológicas. Desde 2023, Alphabet, Meta y Microsoft han dividido unos US$800.000 millones de flujo operativo de caja en partes iguales entre inversión en capital y rentabilidad para los accionistas. Esta asignación ideal del capital, que combina un auge de nuevas construcciones con una visita para extraer dinero del banco, no tiene precedentes, incluso entre otras empresas del mismo rango. Los accionistas de Amazon, por ejemplo, pagan enormes gastos de inversión en capital, pero se han visto privados de su rentabilidad, y los inversores de Apple tuvieron el beneficio de poder hacer grandes recompras de acciones, pero hoy les preocupa que por falta de inversiones Apple se está quedando rezagada en materia de IA.
Sin embargo, la inversión en capital está creciendo más rápido que los flujos de caja. Según cálculos de Morgan Stanley, durante los próximos tres años la brecha de financiación entre ambas será de US$1,5 billones. Y la brecha podría ser mayor si los avances tecnológicos incrementan aún más el gasto o eliminan las actuales fuentes de ingresos de las empresas. Por el contrario, si las empresas tardan más que los consumidores en adoptar la IA, las grandes tecnológicas tendrán dificultades para obtener un retorno rápido de su inversión, y entonces los accionistas podrían exigir el reparto de una mayor proporción de ganancias para compensar esa lentitud del crecimiento.
Aunque no haya demasiada certeza de la magnitud de ese déficit de financiación, de lo que sí hay certeza es el tipo de inversores que buscarán cubrirlo, porque el clímax del auge de la IA se está trasladando de los mercados bursátiles a los mercados de deuda. Esto es sorprendente, ya que la actitud de las mayores empresas tecnológicas hacia la toma de deuda ha sido básicamente “a la alemana”. Están mucho menos en deuda con sus banqueros, por ejemplo, que las empresas de telecomunicaciones a principios de siglo, durante la fiebre de las puntocom. Hoy los balances sólidos son muy apreciados, y las grandes emisiones de bonos han sido superadas por cantidades aún mayores de aportes de dinero en efectivo. (Si las “siete magníficas” gigantes tecnológicas unieran sus activos financieros líquidos y formaran un banco, sería el décimo más grande de Estados Unidos).
Pero de a poco eso está cambiando. Durante el primer semestre de 2025, la financiación con grado de inversión de las empresas tecnológicas fue un 70% superior a la del primer semestre de 2024. En abril de este año, Alphabet emitió bonos por primera vez desde 2020. Microsoft ha reducido su liquidez de caja, pero desde 2023 sus leasings financieros —un tipo de deuda básicamente relacionada con sus centros de datos— casi se han triplicado, hasta alcanzar los US$46.000 millones (y hay otros US$93.000 millones de esos pasivos que todavía no figuran en sus balances). Meta está en conversaciones para obtener unos US$30.000 millones de prestamistas privadas, como Apollo, Brookfield y Carlyle. El mercado de títulos de deuda respaldados por préstamos relacionados con centros de datos, donde los pasivos se agrupan y fraccionan de forma similar a los títulos hipotecarios, fue creciendo de niveles cercanos a cero en 2018 hasta alrededor de US$50.000 millones en la actualidad.
La fiebre por conseguir financiamiento es todavía más intensa entre los rivales de las grandes tecnológicas. CoreWeave, una empresa de IA en la nube, obtuvo generosos préstamos de fondos de crédito privados y de inversores en bonos para comprar chips de la empresa Nvidia. Fluidstack, otra startup de computación en la nube, también se está endeudando fuertemente usando sus chips como garantía de repago, y la japonesa SoftBank está financiando con deuda su participación en una gigantesca alianza con OpenAI, la desarrolladora de ChatGPT. “En realidad no tienen ese dinero”, escribió en enero Elon Musk, cuando se formalizó esa alianza. Tras endeudarse por U$5000 millones a principios de este año, xAI, la startup de inteligencia artificial de Musk, ahora está buscando US$12.000 millones más para la compra de microchips.
Todos esos movimientos significan que la revolución tecnológica se está acercando cada vez más a una revolución financiera. Los más altos ejecutivos de Silicon Valley no son las únicas élites de Occidente que tras décadas subidas a la torre de marfil de las ideas han decidido que su mejor opción es el mundo físico y material. Los fondos de capital privado se están convirtiendo en prestamistas y acreedores de la economía real. Y la consecuente transformación de sus balances ha sido, si es posible, más drástica todavía que la de Silicon Valley. Los centros de datos generan inmensas cantidades de deuda, pero eso encaja fácilmente en los enormes balances que manejan esas empresas, que suelen financiarse con fondos de pólizas de seguro de vida. Al igual que ocurre con la concentración de las grandes tecnológicas, el mercado de fondos privados también está cada vez más concentrado. Las tecnológicas están captando todo el capital que pueden porque están convencidas de que eventualmente las ganancias de la IA se concentrarán en unos pocos actores del mercado. Y los inversores les prestan porque saben que en Wall Street está pasando lo mismo.
Simbiosis favorable
En cierto sentido, esta creciente “simbiosis” es un tributo a la innovación en Estados Unidos: el país no solo tiene los mejores ingenieros de IA del mundo, sino también a los ingenieros financieros más entusiastas. Para algunos, sin embargo, también es una señal de advertencia, porque además de los riesgos a los que están acostumbrados —como el riesgo de que no les paguen y de estar atados a las tasas de interés— los acreedores también podrían estar asumiendo riesgos propios del sector tecnológico. Y también debería preocuparlos el historial de los anteriores ciclos de capital, porque los momentos de auge de las inversiones en capital suelen conducir a un exceso de construcción de capacidad operativa, lo que a su vez desemboca en quiebras cuando bajan los rendimientos. Los inversores en renta variable tienen espalda para sobrellevar una crisis de ese tipo. No así los inversores “apalancados”, como los bancos y las aseguradoras de vida, que poseen deuda de alta calificación a la que consideran segura.
(Traducción de Jaime Arrambide)