Aun fortalecido, el Gobierno sigue siendo frágil

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El voto no mejora al elegido. El día después de las elecciones, aunque se le tribute esa admiración un poco cholula que inspira el ganador, el elegido sigue siendo la misma persona y el mismo político. Puede cambiar, en la medida en que el cambio es una posibilidad abierta para cualquiera, esté donde esté y haga lo que haga. Pero la clave de ese cambio, lejos de ser el resultado numérico de la votación, está en la forma en que el ganador lee el respaldo que le dio el votante.

No podemos meternos en la cabeza de Javier Milei. Pero hay unas pocas certezas. Sabemos que el Presidente tiene que cambiar. Sabemos que no hay cuestión más acuciante que esa, porque en lo inmediato el país depende de eso. Y sospechamos, por lo que hemos visto en los primeros dos años de gobierno libertario, que la cosa será cuesta arriba. Primero, Milei tiene que leer con inteligencia el mensaje del voto. Y después, si lo hace, para que haya un cambio tiene que querer y poder. Son dos pasos más.

El primer paso es difícil. El ganador siempre cree que vence por sus propios méritos y tiende, por reflejo psicológico, a tenerse como el más fuerte. A la luz de lo que pasó en las elecciones del domingo, estos dos presupuestos son muy relativos.

Más allá del núcleo libertario que lo sigue con ojos cerrados, no hay duda de que muchos votaron al Gobierno por sus méritos. El más evidente, como se repite, es el hecho de haber controlado una inflación galopante que pegaba más en los que menos tienen. Pero un caudal muy importante de votos, los que dieron vuelta unas elecciones que pintaban mal para el oficialismo, no son capital propio. Están prestados por gente que desaprueba buena parte de lo que ha sido la experiencia libertaria hasta aquí, pero optó por darle una nueva oportunidad a Milei. La razón es obvia: quisieron evitar el albur de recaer en las manos de aquellos que, por sus antecedentes y prontuarios, no merecen ninguna nueva oportunidad.

Tras el triunfo de Axel Kicillof en las elecciones bonaerenses y el alerta del rescate de Trump, los “ñoños republicanos” eligieron soslayar la vocación hegemónica que los libertarios desplegaron cuando tuvieron viento a favor, acaso porque lo que depararía una hegemonía peronista está a la vista: los feudos cerrados de Gildo Insfrán en Formosa y de Gerardo Zamora en Santiago del Estero, un nuevo latrocinio como el que terminó en la condena de quien todavía tiene la manija del partido o todo eso junto. También están los que decidieron votar a Milei por miedo a que una derrota del Gobierno precipitara una crisis de órdago el lunes.

La gobernabilidad no la da una elección. Es un activo a conquistar a base de diálogo y consensos. Para eso, Milei tiene que cambiar

Para entender lo que la ciudadanía espera de él, Milei debería ser consciente de los millones que lo votaron tapándose la nariz, asustados ante la fragilidad de su gobierno. Esa fragilidad, resultado de una cadena de errores que los propios libertarios enhebraron, sigue vigente, aunque las mieles del triunfo llamen a engaño. Milei está apuntalado por votos que salieron en su ayuda (resignando a candidatos tan valiosos como Ricardo López Murphy, Juan Manuel López o María Eugenia Talerico) para que su gobierno no se desmoronara como una pared torcida que desafía la ley de gravedad. Ahora, al día siguiente, el Presidente puede enderezarse o seguir desafiando esa ley. Si opta por lo segundo, la pared acabará por ceder y el esfuerzo invertido hasta aquí habrá sido en vano. Fragilidad no es lo mismo que debilidad. La que te dan las urnas se puede perder de un día para el otro, pero la fuerza que obtuvo de ellas, bien invertida, le abre una nueva oportunidad después de que desperdiciara la primera.

A primera vista, todo conspira para que Milei no cambie. El mayor obstáculo a vencer, si es que ha leído bien las elecciones y se propone actuar distinto, es su personalidad volcánica y su dogmatismo, que lo llevan a gestos de una intransigencia extrema incompatibles con la tarea de gobernar en una democracia plural. Este hombre que se ufana de su crueldad, que dijo que no se odia lo suficiente al periodismo y que ha repartido insultos a diestra y siniestra, incluso a los que lo han querido ayudar, hoy debe dar una vuelta campana. Ya no se trata de separar o dividir en base a un obsesivo criterio de pureza, sino de integrar lo semejante a partir de coincidencias de fondo a fin de darle a la semilla de esta nueva etapa la energía suficiente para que brote. O gobiernan para ellos, para su guerra santa libertaria, o intentan poner en marcha el país. O se cierran o se abren.

En los días posteriores a la elección hubo señales contradictorias. Por un lado está la reunión del Presidente con los gobernadores en la Casa Rosada, que habla de una apertura. Pero por el otro está la renuncia de Guillermo Francos, el ministro dialoguista, que dejó el cargo ayer a última hora ante el avance de quienes pujan entre ellos por mayores espacios de poder y aportaron lo suyo a la peor cara de la administración. ¿Por qué el Presidente elige prescindir de Francos cuando, por los desafíos de la hora, más lo necesita? También son malas señales la ambigua relación que mantiene con Mauricio Macri, a quien un Milei ingrato le debe mucho, y la cooptación de siete diputados de Pro que ahora, desde ayer, se tiñen por enteros de violeta.

La gobernabilidad no la da una elección. Es un activo a conquistar a base de diálogo y consensos. Para eso, Milei tiene que cambiar. No hay otra. La otra, en todo caso, es la alternativa de aquellos que a falta de sustancia no proponen nada y solo esperan que estalle la bomba de tiempo que dejan sus gobiernos. Ellos vuelven, siempre, sobre los escombros.

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