PARÍS.– En abril pasado ocurrió algo inimaginable. Por primera vez en la historia moderna, la comunidad internacional juzgó a China más capaz de ejercer una influencia positiva en los asuntos mundiales que Estados Unidos, considerado una amenaza para las democracias.
Después de una década de seguimiento de las actitudes mundiales, el instituto de sondeos IPSOS registró ese momento en que el soft power estadounidense cedió el lugar a Pekín: China 49%, Estados Unidos 46%. Esas cifras dejan al descubierto que, contrariamente a lo que muchos afirman, lo que está en juego entre Pekín y Washington va mucho más allá de la economía.
Pero empecemos precisamente por la economía, obsesión del presidente norteamericano. Porque, si bien la economía china sigue desacelerándose, resiste —por el momento—, la onda expansiva comercial provocada por Donald Trump: en el segundo trimestre, el PBI de la segunda economía mundial creció un 5,2 % anualizado, según las cifras oficiales publicadas el martes.
Las cifras del segundo trimestre eran especialmente esperadas, ya que abarcan todo el período de guerra comercial desde la ofensiva de Trump durante el “Día de la Liberación” del 2 de abril, cuando había anunciado derechos arancelarios adicionales del 34% contra China, que estallaron hasta el 145% después de semanas de represalias entre ambos países.
A mediados de mayo, un acuerdo temporal firmado en Suiza permitió reducir esos derechos al 30%, pero por una duración de 90 días, es decir, hasta el 12 de agosto.
“Al acercarse la fecha límite, los exportadores chinos se apresuraron a enviar sus mercancías para beneficiarse de esta tasa más ventajosa, lo que impulsó el crecimiento chino. En junio, las exportaciones chinas aumentaron un 5,8%, frente al 4,8% en mayo. Además, ante el cierre del mercado estadounidense, China se apresuró a encontrar nuevos mercados para sus productos, especialmente en el sudeste asiático y en Europa. Esto condujo a un superávit comercial récord de casi 115.000 millones de dólares en junio”, explica el economista Philippe Desertine.
Más tarde, el 11 de junio, ambos países anunciaron la firma de un acuerdo comercial, que incluiría el suministro de tierras raras a Estados Unidos a cambio de la acogida de estudiantes chinos en las universidades estadounidenses.
Pero Trump no es el único a quien obsesiona la relación de su país con China. En ese sentido, todas las presidencias estadounidenses se suceden y se parecen. Demócratas y republicanos la comparten, viendo en el ascenso del Imperio del Medio la causa de todos los males y justificando así una política comprometida, a veces agresiva. De Obama a Trump pasando por Biden, todos los últimos presidentes estadounidenses ven en Pekín un rival.
Cuando Trump entró en la Casa Blanca en 2017, su política china se articuló alrededor de la necesidad de restablecer un balance comercial muy deficitario, y en constante aumento desde el inicio del milenio. Para 2016, este déficit fue de cerca de 347.000 millones de dólares.
“El ocupante de la Casa Blanca ha acostumbrado al mundo a sus cambios de rumbo, y no puede evitarlos en el caso de China. Así, ha multiplicado las declaraciones positivas hacia su homólogo chino, consciente de que la oposición frontal no le aportará nada. El acuerdo del 11 de junio no es en absoluto una victoria y augura futuras negociaciones que se parecerán mucho a las que conoció su primera administración: Pekín aceptará aumentar el volumen de importaciones estadounidenses, pero eso no se traducirá en una reducción significativa del déficit de la balanza comercial”, señala Pierre-Antoine Donnet, editor de la revista Asia Magazine.
La competencia, por lo tanto, se traslada a otros terrenos, y China ya tomó la delantera. La reactivación de las “nuevas rutas de la seda”, la ampliación de los Brics y el fortalecimiento de sus vínculos con el Sur global muestran cómo Pekín consolida su liderazgo, mientras la imagen de Estados Unidos se deteriora y su hegemonía es cada vez más cuestionada.
Los anuncios de aumentos arancelarios han debilitado aún más el vínculo transatlántico, ya fragilizado por el abandono estadounidense de Ucrania. Pekín aprovecha esa brecha para presentarse como defensor del liberalismo económico, en contraste con un Estados Unidos cada vez más volcado al proteccionismo, una postura que inquieta incluso a sus aliados tradicionales.
En todo caso, la rivalidad Pekín-Washington es multidimensional. Porque si bien el ascenso del poder chino es económico, también es militar y diplomático: tres ámbitos en los que Estados Unidos sigue en posición de fuerza, aunque —excepto Donald Trump y su equipo de gobierno— la mayoría de sus dirigentes son conscientes del derrumbe de su credibilidad.
“La gestión de la guerra en Ucrania y la connivencia con el gobierno israelí sobre Gaza son las caras más visibles, pero los signos son múltiples: la elección de Lee Jae-myung en Corea del Sur anuncia un reequilibrio favorable a Pekín, y la prohibición de viaje impuesta a países de manera muy azarosa refuerza el sentimiento de amargura hacia el gigante estadounidense”, analiza Donnet.
“Lamentablemente, el presidente estadounidense sigue creyendo que su país hace soñar. Más que China, tal vez. Pero el sueño parece pesar cada vez menos frente a los nuevos equilibrios económicos y geopolíticos. Pekín y Washington han negociado, pero China está cada vez en una posición más favorable y las gesticulaciones del presidente estadounidense no cambiarán eso”, agrega.
Según la encuesta de IPSOS, Estados Unidos experimentó, en efecto, una caída significativa en su popularidad mundial, pasando del 66% en 2015 al 46% en 2025. Un descenso que refleja las preocupaciones suscitadas por la incoherencia de Trump desde su regreso a la Casa Blanca el 20 de enero y la polarización política cada vez más profunda en Estados Unidos.
Por su parte, la imagen de China registra una mejora constante, pasando del 47% en 2015 al 49% en 2025 debido a una percepción global coherente, probable consecuencia de los compromisos estratégicos internacionales de Pekín.
La opinión mundial sobre Estados Unidos cae a un ritmo abismal porque buena parte del planeta ya no lo considera capaz de dirigir los asuntos del mundo. La trayectoria de China es radicalmente diferente: debido a una paciencia estratégica, la popularidad de Pekín en el mundo ha oscilado alrededor del 47-54% durante la mayor parte de la década, con una breve caída durante el Covid (36%) antes de volver a subir regularmente
Pekín obedece a reglas psicológicas diferentes a las de las democracias occidentales. Mientras que los políticos estadounidenses apuntan al corto plazo, los estrategas chinos piensan en términos de décadas. Así, la iniciativa de las Nuevas Rutas de la Seda, lanzada en 2013 con promesas de desarrollo de infraestructuras en 70 países, suscitó críticas occidentales que la calificaron de neocolonialismo destinado al fracaso. Doce años después, China recoge los frutos.
Si bien Occidente prefiere la libertad al autoritarismo, sus opiniones sugieren lo contrario. Cuestionada sobre los valores democráticos en el índice de percepción de la democracia, China obtiene solo un 29% en “confianza democrática”, frente al 38% de Estados Unidos. Sin embargo, China lo supera por tres puntos en cuanto a “influencia positiva”.
Esta contradicción pone de manifiesto una verdad intrigante: los seres humanos parecen privilegiar la estabilidad y la mejora material sobre la coherencia ideológica. Esta jerarquía de preferencias explica por qué China supera a Estados Unidos en los rankings de influencia IPSOS.
“La obsesión ciega del señor Trump por soluciones a corto plazo como los aranceles, mientras socava activamente lo que hace fuerte a su país, solo acelerará la llegada de un mundo dominado por China», opina Kyle Chan, investigador de la Universidad de Princeton.
“El punto de vista occidental tradicional sostiene que las personas se organizan primero en función de sus valores: la libertad ante todo. Sin embargo, los datos sobre el sentimiento global sugieren que las personas se organizan primero en función de sus intereses: estabilidad, prosperidad y luego libertad”, agrega.
En los años 1990, Samuel Huntington explicó que la democracia liberal no gana los corazones por el simple hecho de existir. Debe aportar mejoras tangibles a la vida cotidiana. Cuando falla en esta prueba básica, cuando las calles se vuelven violentas, las instituciones se degradan y los políticos se comportan como señores de la guerra, la gente busca en otro lugar modelos de gobernanza.
Sin embargo, esta caída de Estados Unidos no era inevitable. Tampoco lo era el ascenso de China. Estos cambios reflejan millones de pequeñas decisiones en materia de gobernanza, diplomacia y prioridades. Cada nación escribe su propia reputación a través de elecciones diarias que se acumulan durante décadas.
Las respuestas del índice de percepción de la democracia respecto a los países que “la amenazan en el exterior” son aún más reveladoras. En 2025, el 52% de los encuestados identificaron a Estados Unidos como una amenaza para la democracia mundial, más que China (48%) o Rusia (46%). Se trata de una crisis existencial para la política exterior estadounidense: el defensor autoproclamado de la democracia es ahora considerado su mayor amenaza.
Hoy, muchos observadores o expertos opinan que China podría convertirse en la potencia dominante frente a un Estados Unidos desacreditado. A juicio de Chan, por efecto dominó, “otros factores parecen acelerar ese derrumbe. Por citar solo dos ejemplos: la situación en Gaza y la incapacidad de Donald Trump para poner fin a la guerra en Ucrania, mientras que China ha conseguido aparecer como el posible árbitro de todos los conflictos actuales”.