Todos los jueves a la noche, Florencia Sichel se sube al escenario de la sala Orsai del Paseo La Plaza para presentar su show, Todas las exigencias del mundo. Basado en su libro homónimo, se trata de un formato de charla performática que mezcla stand up con preguntas filosóficas.
Ella, filósofa y divulgadora, autora de cuatro libros e influencer, enumera entonces algunos mandatos contemporáneos con los que cualquiera puede identificarse: ya no se trata de tener un trabajo estable, formar una familia tipo y poder comprar un auto o una casa. A todo eso, dice Flor, hay que sumarle la presión de estar feliz, ser productivo, contar con una marca personal, entrenar, tomar jugos verdes y escribir tu diario de agradecimientos. Varias de estas cuestiones aparecen también en sus reels de Instagram, donde cruza escenas de su vida cotidiana con alguna reflexión teórica. Y si bien sus primeros contenidos fueron sobre maternidad y filosofía, hoy Sichel dice que se anima a ir más allá y explorar la adultez, los vínculos y el individualismo.
– ¿Qué te gusta generar en los lectores y el público?
–A mí lo que me interesa, y tiene que ver también con mi profesión, que es la filosofía, es compartir esas preguntas que yo me hago y que se hacen muchas otras personas. Le escapo a un fenómeno de esta época que tiene que ver con sacar un consejo, una fórmula o un resultado de todo. Me importa el hecho de poder detenerse, hacerse una pregunta.
–¿Qué rol tienen las redes sociales en estas “recetas mágicas” y en la obsesión con la felicidad?
–Muchas veces son un infierno: por un lado, vuelven a la felicidad casi un objeto más de consumo. Porque uno en las redes ve un recorte, un microsegundo de la vida de otras personas, y a partir de eso nos solemos armar una fantasía que muchas veces ni siquiera tiene correlato con la realidad. Por otro lado, hay una idea de poder traducir una emoción como es la felicidad a una serie de pasos a seguir, tipo receta. Como si vos, haciendo una serie de rituales, pudieras conseguirla. Ojo, en principio están bien: está buenísimo que te vayas a escribir unas páginas de agradecimiento o te tomes un jugo verde saludable. El problema está en creer que eso es universalizable. Las redes sociales universalizan las experiencias: lo que a vos te funciona, lo compartís y se vuelve un imperativo. Se divulgan consejos –que muchas veces se contradicen– de cómo tener una vida feliz. Y de alguna manera, eso produce el efecto contrario, que es mucho agobio. Lejos de sentirnos más felices, yo creo que nos sentimos más desconectados de nuestros propios deseos.
–En el libro, en el show, en tu newsletter y en tu Instagram, contás escenas de tu vida cotidiana. ¿Cómo te sentís exponiendo tus emociones más íntimas y también a tu familia, a tus hijas y a tu marido?
–Yo sé que parece que uno muestra todo, porque es un síntoma de esta época: lo que aparece en redes sociales pareciera ser la verdad, pero en lo personal yo soy muy cuidadosa, quizás no es lo que se ve. Yo hablo de cosas con las que me siento segura, las verdaderas cosas que me angustian no las comparto en el momento, son temas que he tenido que procesar. En el libro me animé a hablar de la variable económica, o la cuestión de la vivienda, pero aún así trato de hacerlo de una manera cuidadosa, no es que me interesa exponer a cualquier costo, no me interesa tampoco ser una influencer en ese sentido, de andar mostrando mi vida porque sí. Trato de pensar qué es lo que muestro y para qué. No me interesa contribuir a este fenómeno de hoy en día en donde todos ventilamos 80.000 emociones, porque no creo que aporte tanto.
–Tu libro es un ensayo sobre la adultez. ¿Qué conclusiones fuiste sacando a medida que escribías?
–La adultez que me interesa a mí es la que no está acabada. Yo crecí con una idea de la adultez como más rígida, más seria, que sabía dónde quería ir. Hoy, en cambio, me encuentro transitando esa adultez pero entendiendo que estoy lejos de tener todas esas certezas y con un deseo que va mutando. Uno puede ser adulto e ir tomando decisiones sobre la marcha, ir pidiendo ayuda, algo de la idea de la interdependencia: no podemos prescindir de los otros, de las normas, de las leyes. Pienso que necesitamos de todo eso para gestar adulteces más amorosas.
–Repasando las exigencias que enumerás en el libro, hay un capítulo importante sobre el trabajo y contás que tu papá te dijo una vez algo como: “¿Y qué tiene que ver el trabajo con ser feliz?”. ¿Qué pensás hoy de esa frase?
–Bueno, mi trabajo me hace feliz, pero eso no quiere decir que sea una felicidad optimista. Me hace feliz con todas las contradicciones y con un montón de angustias y miedos, también. Nos ha hecho mucho daño esta idea de que ser feliz de la forma que sea implica no hacerlo con todas las ambivalencias del mundo. Es una construcción que tiene un montón de complejidades y privilegios al mismo tiempo, porque hoy en día el trabajo cambió un montón respecto al de las generaciones anteriores. Hoy ya ni siquiera alcanza con tener un trabajo, la mayoría de los profesionales que conozco, y me incluyo, tenemos que tener más de un trabajo para sostenernos. Aun así me siento privilegiada, por supuesto, de poder trabajar de lo que me gusta, con todas las comillas que existen: es una época de mucha precarización, de multiempleo, donde cada vez más parece que uno tiene que tener más trabajo para llegar a fin de mes. En alguna época el trabajo te servía para concretar un proyecto a largo plazo, como podía ser el acceso a la vivienda. Hoy no es así. Y nos cargan un poco a los de nuestra generación. Como varios memes que dicen: “Tu papá a tu edad se había comprado la casa; vos con la leche de almendras y los cafés de especialidad”.
–Entonces, si tuviéramos que definir la felicidad según Flor Sichel, ¿sería siempre de la mano de la ambivalencia?
–Yo no sé por qué nos obsesionamos tanto con la felicidad, como si fuera el único objetivo. Hay otros que a mí me interesan más, que tienen que ver con volver a pensarnos en comunidad y en la relación que tenemos con los otros y con valores más ligados a la igualdad. Hay algo de esta época de poner a la felicidad en términos muy individuales, que incluso llegando a una definición ni siquiera sé si me interesa tanto. Porque esta felicidad que habitamos hoy en día es muy individualista y está muy direccionada. Si tengo que pensar ahora, yo diría que pienso en una felicidad con cierto grado de aceptación más relativa a esto que vos decís de la ambivalencia, una felicidad más honesta en alguna medida, más compasiva en el sentido de poder reconocer que hay un montón de cosas que por más lindas que sean y por más felicidad que nos traigan, también vienen aparejadas de otras cosas.
–¿Hay poca tolerancia a esas “otras cosas”?
–Sí, hoy no se toleran la angustia, la frustración. Muchas veces, para poder llegar a momentos felices, tenemos que poder habitar otro tipo de emociones y sentires que nos cuestan un montón. En la medida en que solo asociamos la felicidad a algo exageradamente optimista, nos estamos castigando con crueldad, como dice la Lauren Berlant, con su idea del “optimismo cruel”: finalmente, tanto optimismo termina siendo de un nivel de crueldad demasiado alto.