El liderazgo educativo, una clave para mejorar las escuelas

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No existen experiencias escolares exitosas sin un buen liderazgo detrás. Esta realidad, documentada hace dos décadas por Kenneth Leithwood, investigador del OISE (Ontario Institute for Studies in Education) de la Universidad de Toronto, uno de los centros más prestigiosos del mundo sobre el tema, es confirmada cada vez que estudiamos cómo funcionan las buenas escuelas y también cómo logran mejorar las que no lo son. El liderazgo educativo importa y es hoy una prioridad en la política educativa mundial.

La evidencia cobra especial interés en contextos como el argentino, donde de 100 estudiantes que empiezan la primaria, solo 13 terminan la secundaria en el tiempo teórico y con niveles satisfactorios en Matemática y Lengua, y donde la profesionalización del liderazgo directivo no ha logrado posicionarse de manera relevante en las políticas educativas. Nuestras escuelas no están siendo exitosas y se desprecia el potencial de los directivos para conducir su mejora.

Los sistemas educativos de América Latina, organizados a fines del siglo XIX, fuertemente centralizados y basados en estructuras jerárquicas, conformaron liderazgos escolares de sesgo burocrático y jerárquico. Hoy lidian con la tensión entre mantener sus señas de identidad o abrirse al contexto de la sociedad del conocimiento, que requiere liderazgos más horizontales, distribuidos y abiertos a la innovación. Las escuelas carecen de autonomía formal para tomar decisiones y quedan sujetas a marcos normativos poco flexibles y liderazgos “obedientes”, o bien deben transitar por los intersticios de las normas, cuando no fuera de sus límites, operando en la informalidad. Esas formas burocráticas y jerárquicas de la dirección escolar persisten, a la vez que se desarrolla una gestión de la “contingencia” que corre detrás de lo urgente y relega la centralidad pedagógica de su labor, arrasada por las ocupaciones administrativas.

Los directores muchas veces no son conscientes de la importancia de su rol

En la Argentina, las condiciones normativas, laborales y de formación de los directivos evidencian fuertes limitaciones para el desarrollo profesional del rol. Existe una hipertrofia de funciones. Se pueden identificar hasta 65 funciones descriptas en la normativa, que van desde ser el responsable unipersonal por el establecimiento educativo y realizar supervisión y asesoramiento en las prácticas docentes, hasta gestionar el comedor escolar, las políticas sociales y el mantenimiento del edificio. Tienen una reducida autonomía para conformar equipos de trabajo y asignar recursos, y condiciones salariales limitadas, en ocasiones sin diferencias significativas con el salario del docente de aula. En general hay escasa formación previa para acceder al cargo y falta de incentivos para seguir formándose a lo largo de la carrera, ya que, en las instituciones de gestión estatal, que constituyen el 70% del total a nivel país, el cargo titular es por tiempo indefinido. La mayor debilidad formativa se encuentra en el desarrollo de capacidades para ejercer un liderazgo pedagógico, centrado en los aprendizajes de los estudiantes y también en las competencias docentes. En la última evaluación internacional TALIS (OCDE, 2020) de la que participa la ciudad de Buenos Aires, se señala que más del 30% de los directores no ha recibido nunca una formación sobre liderazgo instruccional o pedagógico.

En otros países del mundo la función directiva se valora y se invierte en ella. Y en algunos países de la región, como Chile, la evaluación de desempeño permite delinear una carrera profesional desafiante, donde se alienta la formación de posgrado y las prácticas innovadoras. En nuestro país, en cambio, el mayor peso para la selección está puesto en la antigüedad acumulada como docente de aula. Como si ser un docente por muchos años, incluso sin garantías de haber sido un buen docente, calificara para ser un buen director. Solo algunos casos, como por ejemplo la ciudad de Buenos Aires y Córdoba, registran avances en el tema.

El liderazgo valioso también supone una perspectiva ética

Ser director no es una carrera atractiva. Y esto es un problema no solo por su incidencia en la calidad educativa, sino también por la ya evidente dificultad para cubrir los cargos existentes, debido al envejecimiento de los directores actuales y la gran escasez de candidatos calificados para reemplazarlos después de su jubilación.

Crear incentivos

La tarea que tenemos por delante es la profesionalización del liderazgo educativo, delinear una carrera desafiante y capaz de atraer a los mejores candidatos, formarlos adecuadamente y ofrecer un marco normativo que premie el mérito. Para eso parece necesario previamente desplegar la importancia del liderazgo educativo, volver la mirada sobre el “factor director”, invisibilizado detrás de las retóricas grandilocuentes de las reformas educativas y el reparto de libros y computadoras, más compatibles con la propaganda política.

El liderazgo es la capacidad de establecer una visión de futuro, hacerla compartida, desarrollar las capacidades institucionales para alcanzar metas valiosas y responsabilizarse por los resultados

Un proyecto escolar consistente, una buena escuela, no es la sumatoria de maestros y profesores que trabajan aisladamente, sino que la enseñanza efectiva implica coherencia en una comunidad profesional de prácticas y un clima escolar de trabajo, ordenado y estimulante, que permita desarrollar ese proceso incremental que es el aprendizaje de los estudiantes. Y esto requiere, entre otras cosas, pero de manera relevante, de habilidades específicas de los líderes escolares que la investigación tiene suficientemente identificadas.

El liderazgo es la capacidad de establecer una visión de futuro, hacerla compartida, desarrollar las capacidades institucionales para alcanzar metas valiosas y responsabilizarse por los resultados. En el caso del liderazgo escolar existen al menos tres razones que fundamentan su importancia y que hacen referencia no sólo al liderazgo de los directivos sino también a los liderazgos intermedios y laterales.

La primera razón es que, según las evidencias, el liderazgo directivo se afirma como el segundo factor intraescolar, después de la enseñanza, que más contribuye al logro de aprendizajes de los estudiantes. Su impacto está fundamentalmente ligado al desarrollo de condiciones institucionales que favorezcan un clima escolar adecuado para que los docentes puedan enseñar y los alumnos puedan aprender. Los líderes escolares logran mejorar los logros de aprendizaje de los estudiantes incidiendo indirectamente sobre ellos, alentando la motivación y el compromiso del cuerpo docente, optimizando sus condiciones de trabajo y promoviendo el desarrollo de sus habilidades profesionales. Son también piezas claves en la relación entre la escuela y las familias y con la comunidad local.

Es curioso que, muchas veces, ni los propios directores son conscientes de la potencia que tiene su rol. Cuando en encuentros de formación de directores que realizamos en diversos lugares del país, les preguntamos cuáles son los factores escolares que inciden en el logro de aprendizajes después de la calidad del trabajo docente, señalan otros factores asociados como la infraestructura, la existencia de tecnología, pero nunca mencionan la función directiva. El valor de su trabajo parece ser invisible para ellos mismos, tal es la ajenidad con el tema.

La segunda razón que fundamenta la importancia estratégica del liderazgo directivo para la mejora educativa es que, según muestran las investigaciones, tiene efectos mayores en escuelas que trabajan en contextos vulnerables, y así, se constituye no solo en un factor de calidad de los aprendizajes, sino de inclusión y equidad. Los directivos de escuelas con poblaciones vulnerables que obtienen buenos resultados de aprendizaje, desarrollan estrategias específicas de apoyo a los estudiantes, participación de las familias y distribución de los recursos. Un liderazgo comprometido con la inclusión es sensible y crítico frente a las desigualdades y sabe generar un ecosistema escolar favorable para que se multipliquen las oportunidades de aprendizaje. En contextos de pobreza y desigualdad como América Latina y la Argentina en particular, esta razón resulta fundamental. Porque la calidad de una escuela y de un sistema educativo existe en la medida en que esa calidad esté garantizada para todos los estudiantes y se reduzcan al interior de la escuela las diversas brechas que existen fuera de ella.

Las instituciones educativas son un espacio privilegiado para construir liderazgos

La tercera razón, menos explorada, es que el liderazgo en la escuela se constituye en sí mismo en contenido de aprendizaje. Y vale aquí entonces pensar en el carácter “educativo” del propio liderazgo. La escuela, desde el nivel inicial, es generalmente la primera experiencia de formación ciudadana en la que el liderazgo que allí se ejerce enseña, de manera implícita, que significa gobernar y que significa vivir en una sociedad democrática. El liderazgo directivo es el primer nivel de gobierno del sistema educativo, pero también existe el liderazgo docente en el aula, ambos habilitan la posibilidad de generar una experiencia escolar democrática y para la democracia. El modo en que se gobierna una escuela, una clase, transmite valores. La idea de igualdad frente a la ley, la existencia o no de participación, los modos en que se ejerce la autoridad, la práctica del diálogo, la manera en que se toman las decisiones, la existencia o no de debates fundamentados, la producción de consensos y la tramitación de los disensos, la apertura o no a visiones divergentes, constituyen contenidos de aprendizaje de impacto para la vida en sociedades democráticas. La educación escolar, como laboratorio de prácticas democráticas como la concebía John Dewey, encuentra entonces en los liderazgos escolares una vía regia para la formación ciudadana.

Lo que hay que evitar

En épocas donde en nuestras sociedades proliferan liderazgos negativos, en un arco que va desde las formas pasivas e indolentes hasta los liderazgos destructivos, otros liderazgos necesitan construirse. Y las instituciones educativas son un espacio privilegiado para hacerlo.

Existen formas de liderazgo negativo que seguramente conocemos y padecemos. Formas que provienen tanto de características personales como de culturas institucionales centradas en intereses individuales, que protegen la incompetencia o que toleran niveles de violencia que resultan corrosivos para la propia institución.

La investigación internacional en las últimas décadas avanzó en la descripción del liderazgo destructivo y en el desarrollo de instrumentos para medir el impacto que sus prácticas tienen en la salud y el bienestar de las organizaciones. Recientemente entraron en vigencia nuevos marcos legales de aplicación general en los ámbitos laborales; y algunas instituciones educativas formulan protocolos para identificar, denunciar y tramitar casos de liderazgo destructivo, circunscripto generalmente al acoso laboral o sexual o actos discriminatorios. También se legisla en torno a prácticas de adoctrinamiento. Pero, todavía, hay muy poco trabajo en la prevención. Preservar las instituciones educativas de prácticas de liderazgo destructivas es urgente.

La crisis educativa actual trasciende lo técnico-instrumental. La mejora escolar implica transformar aspectos profundos de la gramática escolar, la cultura institucional y las finalidades educativas. Es decir, se trata de revisar qué, cómo y para qué enseñar, al tiempo que reflexionar acerca de qué valores orientan las acciones humanas. En este escenario, el liderazgo valioso no puede reducirse a mejorar eficacia y eficiencia, sino que debe comprenderse desde un posicionamiento ético. Además de ser un factor de calidad y equidad educativas y promover dinámicas institucionales democráticas, el liderazgo educativo valioso es un liderazgo ético.

El liderazgo ético no constituye una función adicional, sino que es el corazón del trabajo educativo porque produce un elemento esencial para educar, que es la confianza. Mientras un buen liderazgo fortalece la confianza comunitaria, un liderazgo destructivo o negligente erosiona las relaciones internas. En contextos de incertidumbre, la misión escolar incluye educar para la confianza: inspirar confianza institucional, promover confianza entre los miembros, educar estudiantes para que confíen en sí mismos y sean confiables, forjando visiones confiadas en el futuro.

Doctora en Educación; profesora de la Universidad Torcuato Di Tella; autora de Liderazgo educativo (Aique)

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