Los gatos saltaron sobre la cómoda de nuestro cuarto y derribaron el enorme (y pesadísimo) espejo que estaba apoyado precariamente contra la pared desde que nos mudamos. Para cuando me asomo desde el vestidor, después del estruendo que causó contra el piso, solo llego a ver una cola que se escapa a toda velocidad hacia abajo (creo que se trataba de Mimicha porque era una cola peluda) y a Emilio completamente erizado escondido detrás de la cortina. Los ojos más grandes que nunca, más abiertos que nunca. Con el latido de mi corazón resonando adentro de mi cabeza levanto aterrada el pesado marco de madera para comprobar que no haya un gato debajo. Veo que estalló en mil pedazos y entre los mil, unas estacas peligrosas de las que será trabajoso deshacerse. Cuando me acerco veo mi propia cara de terror fragmentada por rayos que apuntan en todas las direcciones. No le pasó nada a ninguno de los gatos, pero mi corazón sigue golpeándome el pecho y me veo tan descolocada como me siento.
Decido cubrir el crimen con una manta grande para evitar más accidentes, y por las dudas agrego una segunda manta por encima. Pasa un rato antes de que Lili suba disimuladamente la escalera: tercer gato a salvo. No puedo asegurar que con su pequeño tamaño sea la responsable. A los pocos minutos, Emilio duerme hecho un bollito sobre las mantas. Dicen que siempre se regresa a la escena del crimen.
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El director de cine documental Victor Kossakovsky decidió quitar todos los espejos de su casa y cubrió también todas las superficies brillantes que fuesen capaces de generar un reflejo. Construyó, básicamente, un pequeño mundo sin espejos mientras acompañaba el crecimiento de su pequeño hijo Svyato (así se llama también su documental). Cuando el niño rondaba los dos años montó un enorme espejo contra una pared y con tres cámaras que colocó (y ocultó) estratégicamente, registró el momento en que Svyato veía reflejada su imagen por primera vez.

Lo vemos con su largo pelo rubio jugar con unos juguetes al final de un pasillo: toma brebajes imaginarios de tacitas en miniatura y habla solo, entretenido. Camina hacia cámara (o eso creemos) hasta que nos damos cuenta que estamos mirando una escena que se refleja en el espejo. Svyato está frente a su propia imagen por primera vez y nosotros somos testigos. Lo que sigue es un suspiro de asombro con una boca bien abierta en forma de O, manotazos para tocar a ese otro niño, gestos que son reproducidos a la perfección, narices contra narices, intentos infructuosos de cruzar del otro lado, berrinches, enojos, y Svyato dándole con una escobita de juguete a ese irritante niño que hay del otro lado. La furia se vuelve visceral. No lo sabe aún, pero le llevará toda una vida preguntarse ¿quién soy? También hay risas, bailes, besos, monerías y una curiosidad que nunca se termina. El director se sienta junto su hijo. ¿Dónde está Svyato?, le pregunta. Ahí, señala a su propia imagen en el espejo con un dedo diminuto. Soy yo, dice en su media lengua.
Hubo un momento en la historia del hombre en el que no existieron los espejos. Así como Narciso, la única oportunidad de encontrarse con la propia imagen era viéndola reflejada en una superficie de agua mansa. Esta podía ser una superficie natural como un estanque o creada simplemente colocando agua en un cuenco y teniéndolo a mano cuando uno quisiese verse. Los primeros espejos de obsidiana hallados en Turquía fueron fechados en el 7000 a.C. Pulidos con arena fina y grasa animal hasta lograr un brillo negro azulado, devolvían una imagen apagada, un reflejo espectral más parecido a una sombra. Eran espejos oscuros, casi mágicos. China y Mesopotamia los tuvieron de bronce. Mesoamérica de pirita y hematita, los romanos de plata.
La imagen que devolvían era turbia e imprecisa y hubo que esperar a que comenzaran a fabricarse espejos de vidrio más claro, con una amalgama de plata y mercurio. Para el siglo XII, los artesanos ya afinaban su oficio, pero sería en el Renacimiento, en Venecia, donde los maestros de Murano perfeccionaron el arte de aplicar una fina capa de mercurio y estaño detrás del vidrio. Así nació el espejo moderno: brillante, preciso, capaz de multiplicar el mundo. Las cortes europeas se fascinaron con sus reflejos, y todo aquel que podía permitírselo deseaba tener uno. Junto con el encaje, la fabricación de espejos convirtió a Venecia en el gran exportador de Europa. Ya no se temía que atraparan el alma ni revelaran al demonio, pero su fórmula seguía siendo un secreto tan valioso que los miembros del gremio juraron protegerlo incluso con la vida.
Es imposible listar a los artistas que incluyeron espejos en sus obras o se obsesionaron con ellos. Velázquez, Tiziano, Van Eyck, los hermanos Grimm, Dalí, Picasso, Yayoi Kusama, Orson Welles… Como descubrió Alicia al atravesar el espejo de Lewis Carroll —y temió Borges en sus páginas—, todo reflejo guarda un peligro: el de duplicar el mundo.
Con el tiempo, el mercurio fue reemplazado por aluminio o plata, y el espejo se volvió objeto cotidiano: del baño al ascensor, del probador al retrovisor del auto. Hoy seguimos buscándonos en él, repitiendo un antiguo gesto de asombro: comprobar que ahí estamos.
