Son las 9 de la mañana en Granada, España. El termómetro ya marca 35 grados y el sol azota con una intensidad desmedida para la hora. El aroma a café se entrelaza con el canto de los pájaros en el Carmen de la Victoria, una residencia universitaria andaluza suspendida en el tiempo. La vista desde allí parece sacada de un cuento de leyendas moriscas y jardines encantados. A escasos metros fluye el Darro, un río que alguna vez fue caudaloso, pero hoy serpentea tímidamente entre las piedras, testigo de siglos de historia y de una sequía persistente que muchos ya no ven como excepcional. El desayuno se sirve con vista directa a la Alhambra: esa joya arquitectónica que sobrevivió a imperios y terremotos, recordando cómo las civilizaciones pueden florecer o caer según su relación con el entorno.
En ese marco comienza un congreso titulado “Cambio Climático, Comunicación de la Ciencia y Opinión Pública”, que reúne a estudiantes y profesores de distintos países. El evento fue organizado por FiloLab, una unidad de excelencia de la Universidad de Granada que aplica herramientas filosóficas a debates públicos contemporáneos, indagando en conceptos como “verdad” y “racionalidad”, cada vez más complejos y disputados.
El anfitrión es Neftalí Villanueva, director de FiloLab y especialista en la intersección entre filosofía del lenguaje y problemas socioculturales como la polarización política o el cambio climático. Bajo su coordinación, el congreso busca tender puentes entre disciplinas que a menudo se mantienen en compartimentos estancos. Físicos, ingenieros, neurocientíficos, psicólogos, geógrafos y filósofos discuten cómo comunicar mejor la ciencia, promover conductas sostenibles y enfrentar los desafíos de la crisis climática.
Entre los oradores destacados estuvo Ophelia Deroy, profesora de Filosofía de la Mente en la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich. En su charla inaugural, advirtió sobre el creciente escepticismo hacia la ciencia en contextos donde los científicos, las instituciones científicas y el método científico son percibidos como políticamente cargados. “¿Qué pasa cuando quienes comunican evidencia son vistos como actores ideológicos?”, se preguntó. Y fue más allá: si quienes informan sobre la crisis climática son percibidos como parte interesada, ¿pueden orientar la acción sin agravar la desconfianza?
La tensión entre ciencia y política reapareció en varias discusiones. Eduard Nedelciu, investigador del Departamento de Geografía de la Universidad de Bergen, presentó su trabajo sobre minería en aguas profundas. Enfatizó que menos del 0,001% de esos ecosistemas ha sido explorado, y sin embargo ya se debate su explotación. En su universidad, relató, el Departamento de Biología se opone por el daño potencial sobre especies desconocidas. El Departamento de Geología la impulsa con entusiasmo: sostienen que minerales como el litio podrían catalizar una revolución en energías renovables.
Pero Nedelciu agregó una capa crucial al conflicto: mientras los biólogos dependen del financiamiento estatal, cada vez más escaso, los geólogos reciben apoyo directo de empresas mineras. Así, detrás del desacuerdo académico también hay incentivos económicos desiguales. Y entonces la pregunta vuelve a aparecer: ¿cuánto de lo que se presenta como ciencia neutral está ya moldeado por intereses previos?
Todo lo que sucede en el ejemplo de la minería sugiere que el impacto de la actividad humana sobre el planeta difícilmente pueda modificarse apelando únicamente a cambios en la conducta individual. ¿De qué sirve ir en bicicleta al trabajo si, al mismo tiempo, se devastan ecosistemas enteros —a veces aún inexplorados— en nombre del desarrollo sostenible? ¿Hasta qué punto tiene sentido enfocarnos en lo individual cuando muchos problemas son estructurales?
Esta tensión también atraviesa el debate sobre el rol de las ciencias del comportamiento en el diseño de políticas públicas. En 2023, Nick Chater y George Loewenstein publicaron el artículo “El marco individual y el marco estructural”, donde revisan críticamente la evolución del campo. Durante años —confiesan— muchos investigadores, ellos incluidos, creyeron que bastaban pequeños empujones (nudges) para resolver de manera barata y efectiva desafíos sociales complejos. Y no es que aquel entusiasmo fuera infundado: los nudges demostraron impacto en recaudación impositiva, vacunación, donación de órganos y asistencia escolar, avances que contribuyeron a que Richard Thaler recibiera el Premio Nobel de Economía en 2017.
Pero, advierten, esa mirada resulta hoy insuficiente: centrar el foco en cambios individuales desvía la atención de políticas estructurales —regulaciones, reformas fiscales— indispensables para encarar problemas como la crisis climática. Peor aún: este énfasis en lo personal ha sido aprovechado por intereses corporativos para resistir medidas sistémicas que amenazarían su modelo de negocios. El llamado es claro: las ciencias del comportamiento no deben abandonar el estudio del individuo, pero sí ampliar su ambición y colaborar en la construcción de soluciones estructurales, donde se juegan hoy las decisiones verdaderamente determinantes.
Volviendo a Granada, la última ponencia del congreso estuvo a cargo de Alex Madva, profesor de Filosofía en la California State Polytechnic University at Pomona y director del California Center for Ethics & Policy. Madva es además coautor del libro “Alguien debería hacer algo: cómo cualquiera puede ayudar a crear un cambio social”, que será publicado próximamente por MIT Press. Fue precisamente él quien articuló con mayor claridad la conexión entre las problemáticas planteadas por los oradores anteriores y la tensión entre marcos individuales y estructurales desarrollada por Chater y Loewenstein.
Sin embargo, advierte que enfocarse exclusivamente en lo estructural puede resultar paralizante. Si nos limitamos a esperar que los grandes cambios lleguen por sí solos, corremos el riesgo de perder motivación… o de que nunca lleguen. Como sugiere su libro, cualquiera puede empujar transformaciones sociales. El marco individual no se opone al estructural: lo sostiene. Porque detrás de toda política pública hay personas que la diseñan, la implementan, la exigen. Y sin esos individuos, el cambio sistémico no ocurre.
Al día siguiente, mientras los últimos asistentes del congreso dejaban sus habitaciones, el sol volvía a caer con fuerza sobre los jardines del Carmen de la Victoria. Desde la galería del comedor, la Alhambra asomaba majestuosa, igual que el primer día. Pero verla ahora invitaba a pensar distinto. Si esa fortaleza pudo sobrevivir a siglos de transformaciones, quizás no sea tan ingenuo imaginar que nuestra generación también pueda dejar algo duradero. Tal vez el desafío no sea elegir entre lo individual y lo estructural, sino entender que todo cambio colectivo empieza, tarde o temprano, en alguna conversación al borde de un río flaco pero lleno de historia.
* El autor es director del Laboratorio de Neurociencia y profesor en la Escuela de Negocios de la Universidad Torcuato Di Tella