El sol cae sobre la 9 de Julio y la humedad envuelve cada paso. En la entrada del Obelisco, del lado exterior de las rejas, un grupo de cuatro personas espera su turno para subir. Se abanicaban con las entradas y hablaban entre risas, mientras miraban hacia arriba, donde la punta blanca del monumento se recorta sobre el cielo. “Somos de Colombia, vinimos de vacaciones y vimos que hoy abría el mirador. No podíamos perdérnoslo”, cuenta Juliana Restrepo a LA NACION. “Uno lo ve en fotos, en películas, pero estar acá y saber que se puede subir es distinto. Es como pararse en el corazón de la ciudad”.
A su alrededor, el movimiento es constante, aunque sin amontonamientos. Los visitantes llegan según el horario que eligieron y se detienen junto a las rejas, desde donde se ve a los que bajan por la pequeña puerta lateral. Cada grupo espera con paciencia su momento de ingreso. “Yo soy de acá, pero tenía curiosidad —dice Martín, vecino del barrio porteño de Chacarita—. Es una manera distinta de conocer Buenos Aires, de mirarla con otros ojos. Desde abajo uno la camina todos los días, pero desde arriba debe ser otra cosa”.
El Obelisco, inaugurado el 23 de mayo de 1936, fue diseñado por el arquitecto Alberto Prebisch. Desde entonces fue testigo de festejos, protestas, filmaciones y celebraciones, pero durante casi nueve décadas nunca había estado abierto de manera regular al público. En mayo de este año, durante el fin de semana largo por el Día del Trabajador, la Ciudad había habilitado un acceso excepcional que permitió a unos pocos vecinos conocer el mirador. Aquella experiencia funcionó como anticipo de lo que ahora se consolida de forma permanente: desde este sábado 1° de noviembre, la Experiencia Obelisco permite acceder a 67,5 metros de altura y contemplar Buenos Aires desde una vista de 360°.
El acceso cuesta $18.000 para residentes argentinos y $36.000 para visitantes extranjeros. Las entradas pueden adquirirse en el acceso al monumento o a través del sitio oficial, aunque el sistema online todavía hoy no está habilitado. La atracción funciona todos los días, de 9 a 17, y cada grupo puede permanecer unos 20 minutos en el interior.
Entre quienes esperan, la mezcla de curiosidad y entusiasmo es visible. “Siempre quise ver cómo era por dentro”, dice Silvia Gutiérrez, que llegó con su hija adolescente. “Nunca pensé que se pudiera subir. Es algo histórico, y además está todo tan cuidado que emociona”. Detrás de ellas, una pareja de turistas estadounidenses intenta registrar el momento con una cámara. “Queríamos hacerlo apenas llegamos. Es una forma de empezar a conocer la ciudad desde su símbolo más famoso”, explica Michael Turner mientras muestra el ticket de ingreso.
El recorrido comienza al subir ocho escalones hasta el ascensor, un cubículo vidriado diseñado para no alterar la estructura original. En apenas un minuto, el elevador asciende hasta el nivel 55. Desde allí, una escalera caracol de 35 peldaños conduce al mirador. En la cima, cuatro ventanas estratégicamente orientadas hacia los puntos cardinales revelan una panorámica que hasta ahora solo era posible tras subir los 206 escalones de una angosta escalera marinera.
Otros íconos desde la cúpula
A través de los cristales se distinguen los íconos más reconocibles de Buenos Aires: la Avenida 9 de Julio, el Teatro Colón, las cúpulas históricas del centro y, en los días más despejados, la línea azul del Río de la Plata. “Desde arriba se ve todo, y todo parece más cerca”, cuenta Ana Morales, una turista de Rosario que baja con la cámara colgada al cuello. “Uno reconoce los lugares, las calles, pero al mismo tiempo parecen otros. Es como ver una maqueta viva”.

El interior del mirador ofrece una narración con datos históricos y culturales mientras el viento se filtra por las pequeñas rendijas. Los visitantes se turnan para mirar por las ventanas y tomar fotos. “Se siente una energía especial ahí arriba —dice Francisco, de Mendoza—. Pensé que me iba a dar vértigo, pero no. Es tranquilo, y además te das cuenta de lo que significa este lugar para todos”.
Afuera, los que ya bajaron comparten sus impresiones con los curiosos que se acercan. “No sabía que por dentro era tan angosto, ni que el ascensor tenía una parte transparente”, señala Carla Ruiz, una estudiante de 22 años. “Cuando se empieza a mover, se ven las paredes por dentro y parece que estás viajando en el tiempo”.
Otros se detienen sin saber que la experiencia empezó ese mismo día. “Vi gente entrando y pensé que era algún evento. No tenía idea de que se podía subir”, comenta Enrique Vega, que pasa por la zona rumbo al trabajo. “Voy a venir en la semana. Subir al Obelisco tiene algo simbólico”.
La experiencia dura unos 20 minutos, pero la expectativa que genera se extiende mucho más. “Nos contaron que se puede ver el río si el día está despejado. Es algo que nadie se imagina cuando pasa por acá”, agrega Juliana, la turista colombiana, al salir. “Es lindo poder llevarnos este recuerdo”. Detrás de su grupo, otra familia se prepara para ingresar mientras el personal organiza la entrada.
Por primera vez, el monumento más emblemático de Buenos Aires no solo se mira: también se habita. Lo que durante décadas fue un punto de encuentro o un símbolo lejano ahora se convierte en una ventana. “Es muy corto, pero lo vale —dice Silvia Gutiérrez antes de irse—. Es como subir un poquito al cielo de Buenos Aires”.

En las veredas cercanas, peatones se detienen a mirar. Algunos se sacan fotos, otros filman con el celular el ingreso y la salida de los visitantes. Vendedores de café ambulantes aprovechan la sombra de los árboles. “Hay movimiento, hay turistas, hay vida —observa Francisco, el mendocino—. El Obelisco siempre fue un símbolo, pero ahora también es una experiencia”.
Desde arriba, se ve la ciudad en toda su extensión: los autos diminutos, las avenidas como líneas rectas, los edificios y el horizonte apenas velado por la bruma. Casi nueve décadas después de su inauguración, el Obelisco vuelve a ser noticia. El monumento que acompañó protestas, festejos y vigilias, que se iluminó de todos los colores y fue testigo de la historia argentina, ahora abre su interior al público de manera permanente.
