En los tiempos tecnológicos que corren, y con los avances de las distintas plataformas de lectura, estoy entre los que todavía leen libros de papel. No los cambio por nada. Pero en medio del placentero discurrir entre las hojas suelo encontrarme con un inconveniente no menor: no tengo señaladores. Los pierdo. Entonces termino marcando la página por la que voy con lo primero que encuentro: un ticket del supermercado, una boleta del Quini, una tarjeta personal. Lo que sea. El caso es que, en el último libro que leí usé como mojón de mi lectura nada menos que un billete de un Austral.
Sí. Allí estaba ese papel rectangular con predominio del verde (no creo que verde esperanza) con el rostro adusto de Bernardino Rivadavia en su centro y del otro lado la imagen de una República Argentina con una antorcha en la mano. Un simple papelito ya sin valor, pero con el enorme poder de transportarnos al pasado y de hacer que recordemos que todo es efímero y que, si apelamos a términos bíblicos, “todo verdor perecerá”.
Por si hay algún lector desprevenido, demasiado joven, o que opta por el olvido –muy comprensible- el austral fue la moneda oficial de nuestro país entre los años 1985 y 1991. Implementada como parte de un plan para derrotar la inflación durante el gobierno de Raúl Alfonsín, esta simpática moneda que se representaba con una A con dos rayitas horizontales terminó, paradójicamente, devorada por un tremendo pico inflacionario.

Pero el billete que tengo yo sobrevivió a esa vorágine y apareció, como el fantasma de las navidades pasadas de Dickens, para recordarme algunas cosas de antaño. En primer lugar me viene a la mente mi viaje de egresados a Bariloche. Era 1989. Hiperinflación galopante. El austral se diluía hora a hora. Llegamos a la ciudad austral (valga la redundancia) el 8 de julio, día en que Carlos Menem asumía anticipadamente la presidencia de la Argentina. La crisis le pegó de lleno a la empresa que habíamos contratado y nos cortaron varias excursiones. El colmo fue que el colectivo que nos llevaba por el circuito chico se quedó sin nafta y tuvimos que volver al hotel caminando. Nosotros éramos jóvenes, casi inconscientes y disfrutábamos igual de la experiencia, pero la compañía, una de esas que finalizaba con la palabra Tour, terminó quebrada. Y no fue la única de aquella Argentina.
Otro de los lugares del pasado donde me transporta este austral transformado en señalador tiene que ver con el sitio donde lo encontré. Fue en la casa de mis viejos, en La Plata. Resulta que allí se conserva una máquina registradora de la década del ’20. Una de esas grandotas, metálicas, panzonas, con una manija al costado que se gira para que salga el cajón de cobro con la fuerza de una trompada. El artefacto había sido de mi abuelo paterno, Carlos, a quien le decían el Gallego, que había sido comerciante en la capital de la provincia. Con la máquina ya retirada, con el paso de los años la familia fue depositando allí distintos billetes y monedas ya sin uso. De ahí fue de donde saqué el austral, aunque no me acuerdo si pedí permiso.

Ahora bien, ya que menciono a mi querido abuelo venido de España, él supo tener un negocio importante en el centro de La Plata, el Bazar El Día que, según se recuerda, andaba muy bien. Bueno, sucede que la leyenda familiar señala que este hombre apostó por el peso, y que enterró en el jardín familiar un frasco enorme lleno de estos billetes. Tiempo después, como era de esperarse, toda esa millonada se había trocado en simples papelitos de colores.
Carlos murió en 1984. Un año antes de que se lanzara el Plan Austral. Sin embargo, también fue víctima del fenómeno que padecieron nuestras monedas casi desde los primeros tiempos: su pérdida de valor.
Como sea, me da por pensar que mi billete de un austral, otrora manoseado impunemente y encima para transacciones menores, disfruta más su rol de señalador. En especial, si el libro donde señala no es de economía argentina.