Cuando un amigo se va

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Apenas elegido papa, Francisco me llamó por teléfono y me dio la dirección del correo electrónico mediante el cual nos mantendríamos comunicados. Desde aquel día de marzo hasta el presente él se dirigía a mí y yo a él, en nuestros intercambios epistolares, mediante las palabras “querido hermano”.

Nuestra amistad, que comenzó en la segunda mitad de la década del 90, se caracterizó por el respeto mutuo que nos profesamos y el diálogo sincero y directo que fuimos forjando desde nuestros primeros encuentros. Nos fuimos revelando el uno al otro lentamente, abriendo cada uno plenamente su corazón.

Construimos un diálogo franco, en el que no en todo coincidíamos y en el que abundaban los silencios. Tuvimos, en múltiples tópicos, miradas distintas, pero eso nunca provocó un desencuentro. Tratamos de desarrollar un diálogo en el sentido más profundo del concepto. Siendo él cardenal arzobispo de Buenos Aires, o bien como papa, nunca se situó en una grada superior a mí cuando estábamos solos en nuestros encuentros en mi comunidad o en su despacho en Buenos Aires, así como en la pequeña sala en la planta baja de Santa Marta.

Francisco o Jorge Mario era para mí el individuo, el amigo, no la autoridad. Cuando teníamos nuestros primeros encuentros, él solía decirme: nosotros estamos parados en el mismo nivel. Compartíamos los sueños de la construcción de un mundo mejor antes de su elección como papa, y me confiaba muchas de sus visiones y acciones luego de haber sido elegido tal.

Para siempre quedará grabada en la memoria de muchos la noche del 11 de octubre de 2012, en la que por primera vez en la historia la Pontificia Universidad Católica Argentina, de la cual Bergoglio era entonces gran canciller, le confería un doctorado honoris causa a un judío, a un rabino. Era uno de los momentos centrales de la celebración del cincuentenario del inicio de las sesiones del Concilio Vaticano II. Cuando me colocó la medalla de la universidad en derredor del cuello, sin micrófono de por medio, me dijo: usted no sabe cuánto soñé este momento. En ese acto quiso Bergoglio dejar marcado a fuego el nuevo rumbo al que debían encaminarse las relaciones judeocatólicas.

Estuvimos juntos en Jerusalén, nos abrazamos frente al muro occidental que rodeaba al Templo, el lugar más sagrado en la tradición judía, en el que predicó Jesús y Mahoma subió a los cielos, de acuerdo con las respectivas tradiciones cristiana y musulmana. Quisimos, junto a nuestro amigo musulmán Omar Abboud, dejar una imagen que pueda inspirar en el futuro a muchos a labrar una senda de paz.

En sus libros autobiográficos cabe hallar la contracara de aquello que escuetamente describo en estas líneas. En el segundo capítulo de Vida. Mi historia a través de la Historia, menciona los relatos que le transmití acerca de la Shoah y en el capítulo 19 de Esperanza. La autobiografía, lo que significó nuestra amistad para él.

Francisco quiso purificar su Iglesia y al mundo. Con errores y con aciertos, buscó con ansiedad construir una senda en la que la presencia de Dios pueda ser más visible en el seno de la humanidad. Alberto Cortez, cantautor argentino, escribió en su composición “Cuando un amigo se va” lo siguiente: “Cuando un amigo se va/ Queda un tizón encendido/Que no se puede apagar/Ni con las aguas de un río”.

Su cariño, humildad y sensibilidad superlativa para con los pobres y débiles, los necesitados e indigentes seguirán refulgiendo del tizón de la memoria que ha legado para todos.

Georgetown University, Washington, D.C.

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