Ecocrítica literaria, una nueva forma de leer la naturaleza en los libros

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Bienvenido al desierto de lo real: el lente de la ecocrítica (Imagen generada con IA)

Así como se puede estudiar la literatura desde un punto de vista feminista, poscolonial o materialista, existe la mirada ecocrítica, que es aquélla que intenta dar cuenta de la relación entre la literatura y el medio ambiente. No debe confundirse este estudio con la escritura explícita de textos que hablen de ciertos temas que están en boga.

Esos textos escritos ad hoc muy pocas veces pueden ser considerados literarios, ya que en su mayoría son encargados con una agenda editorial que busca captar la atención de los lectores hacia esos temas. Podemos encontrar en estos tiempos muchos textos acerca de la diversidad sexual, las nuevas (no tan nuevas) configuraciones familiares, la multiculturalidad o el bullying. Debido a su funcionalidad informativa o persuasiva, esos textos son sólo encargados para un fin didáctico y rara vez pueden ser considerados literatura.

En ese sentido, la ecocrítica no es la excepción a la regla de la academia y aborda lecturas que difícilmente se hayan percibido como ecológicas en su época. El gran ejemplo de estudio pormenorizado de la ecocrítica es el ensayo Walden, la vida en los bosques escrito en 1854 por Henry David Thoreau.

“Walden, la vida en los bosques”, escrito en 1854 por Henry David Thoreau

¿Cómo nacen los estudios ecocríticos?

En 1978, el académico norteamericano William Rueckert acuña el término “Ecocrítica” en un ensayo que titula Literatura y ecología: un experimento de ecocrítica. En este texto fundacional se sientan las bases de lo que luego dará forma a este campo de estudios. Desde sus comienzos este lente buscó dar cuenta de la relación entre la literatura y la ecología, en el sentido de que la literatura puede pensarse como un sistema de transferencias e interacciones, tal como sucede en los ecosistemas naturales.

Entonces, Rueckert plantea un análisis de la literatura que se haga desde la aplicación de principios ecológicos. Términos como “energía” o “sustentabilidad” pueden aplicarse al estudio literario, como también la perspectiva ecológica desde aquéllos textos que representan la naturaleza y se relacionan con las preocupaciones ecológicas.

En 1989 se creó ASLE (Association for the Study of Literature and Environment) y así se institucionalizaron los estudios ecocríticos. En 1995, Lawrence Buell publicó The Environmental Imagination, texto fundamental hasta el día de hoy.

Ya para finales de los 90, la ecocrítica pasó a integrar los departamentos de estudios culturales de las universidades más importantes del mundo bajo la misma ala que los estudios coloniales, poscoloniales, feminismo, estudios queer, etc. Siempre, y desde ya, formando parte de los estudios periféricos de los grandes temas de las Humanidades.

En su libro Nunca fuimos modernos (1991), Bruno Latour sostiene que la modernidad separa falsamente la naturaleza de la cultura, cuando en realidad están profundamente entrelazadas. El ecocriticismo, especialmente en su segunda oleada, se alineó con esta idea al enfatizar que la literatura no debe reforzar una división estricta entre los humanos y el medio ambiente, sino más bien explorar sus interconexiones.

El ecocriticismo influenciado por Latour a menudo examina cómo la literatura imagina las relaciones políticas y éticas entre los humanos y el mundo más que humano. Y, sobre todo, plantea la necesidad de que la literatura retrate el cambio climático no solo como el telón de fondo para contar y narrar historias humanas sino para presentar a la naturaleza como un actor, un personaje con presencia activa que moldea de manera diferente la literatura y el pensamiento. En este sentido, principalmente la ciencia ficción y la ficción especulativa se analizan a menudo a través de una lente latouriana para explorar futuros ecológicos alternativos.

Un gran salto para los estudios ecocríticos fue también la publicación del ensayo El clima de la historia en una era planetaria de Dipesh Chakrabarty en 2009. Podremos decir que, junto con los trabajos de Bruno Latour, brindó un marco teórico fundamental en el desarrollo de la idea del Antropoceno. En su ensayo seminal, Chakrabarty explora el cruce entre la historia, el cambio climático y el Antropoceno y urge a repensar las perspectivas desde las que observamos la historia centradas en el humano para enfocarnos en una mirada planetaria.

De la misma manera que Latour, Chakrabarty ancla su hipótesis en la modernidad y la Ilustración y presenta algunas hipótesis clave que desafían los marcos históricos y políticos tradicionales a la luz del cambio climático, y para eso se detiene en “la era del antropoceno” y desde ese lugar enmarca su tesis: el antropoceno no es un período histórico sino una forma diferente de ver las eras geológicas, una ruptura en las formas que tenemos de concebir la historia.

La historia tradicional se centra en los humanos, en las civilizaciones, las guerras, las economías. Sin embargo, la mirada desde el antropoceno nos obliga a considerar la humanidad como una fuerza geológica que impacta en nuestro sistema terrestre y entonces requiere que los pensadores e historiadores vayan más allá de las narrativas centradas en el humano para poder pensar en una escala planetaria. Aquí es, en cierto sentido, donde une sus ideas con Bruno Latour, ya que ambos encuentran los orígenes de la disociación entre naturaleza y humanidad en la era moderna.

“Nunca fuimos modernos” (1991), de Bruno Latour

Chakrabarty se detiene en analizar cómo la modernidad entendió la forma de contar la historia al separar a los humanos de los museos de historia natural, y distingue entre la historia humana (registrada a través de la cultura y la civilización) y la historia planetaria (las transformaciones geológicas de la Tierra). De esta manera, la historia natural se disocia de las narrativas de la historia de la humanidad.

Parte de las consecuencias de esta separación se ven reflejadas en el cambio climático ya que, según se plantea desde la ecocrítica, nuestra mirada del planeta (al que llamamos mayormente “mundo”) se separa del resto de la naturaleza para observarla, analizarla, estudiarla y sobre todo explotarla para el beneficio de los humanos. Basta recorrer cualquier museo de ciencias naturales, muchos de los cuales se fundaron durante la época colonial, para entender a primera vista cómo reflejan a menudo una visión del mundo occidentalista y en muchos casos nacionalista.

Chakrabarty sugiere que los museos deberían ir más allá de los marcos nacionales para abordar el cambio climático global, el colapso ecológico y los futuros planetarios compartidos para evitar presentar la naturaleza como algo separado de la historia humana. Los sistemas políticos modernos, basados en los Estados-nación, están mal equipados para abordar crisis planetarias como el cambio climático, ya que todas las estructuras, derechos, leyes y factibilidad de gobernación están centrados en el ser humano y no contemplan la gestión del clima de la Tierra. Se necesitan acuerdos que trasciendan los intereses nacionales e incorporen las realidades ecológicas. Y este cambio es posible solo si repensamos la historia, la política, la filosofía más allá de los marcos centrados solamente en el ser humano.

“The Great Derangement

Uno de los libros más apasionantes para discutir la mirada ecológica de la literatura es The Great Derangement (El gran desvarío, mi traducción del título) de Amitav Ghosh. Es fascinante. Ghosh se pregunta por qué, si el cambio climático es tan acuciante, la literatura no está dando cuenta de ello. De esta manera, explora cómo las novelas modernas muy pocas veces incorporan catástrofes climáticas y en su lugar se centran cada vez más en narrativas personales.

Claro que podemos pensar en la ciencia ficción como la gran abanderada de las catástrofes climáticas y su interacción con los humanos, dice Ghosh. Pero la ciencia ficción rara vez ocupa las páginas de reseñas de los suplementos “serios” de los diarios que marcan la tendencia en las lecturas. Si lo pensamos, casi toda la literatura de ciencia ficción o de anticipación sucede en medio de cambios climáticos y catástrofes naturales mayormente provocadas por los humanos.

En un giro original y esclarecedor, Ghosh plantea que la literatura contemporánea ha ignorado en gran medida el cambio climático porque su extrañeza y ominosidad impiden el gesto de la ficción. En otras palabras, lo ominoso, lo extraño no se encuentra más dentro de la seguridad de las páginas de un libro sino, por el contrario, se encuentra afuera, en la realidad, al cerrar el libro. Y por eso, Ghosh se pregunta qué pasará en el futuro cuando los críticos analicen la literatura de principios del siglo XXI para encontrar que el cambio climático no fue abordado sino desde géneros muy específicos, y entonces llamarán a esta época “el gran desvarío”.

Ghosh hace una salvedad interesante sobre la literatura poscolonial, particularmente india (él es de origen bangladesí). Su tesis es que ya que los países en desarrollo basan su economía en la explotación de la tierra, son los que paradójicamente están sufriendo en mayor medida los cambios climáticos. Atrapados en esa economía de materia prima, no encuentran más salida que la explotación abusiva de la tierra con la consecuente destrucción de los ecosistemas.

Siempre el desborde de la literatura se hace desde el centro hacia las periferias, y seguramente ni Latour, ni Ghosh ni Chakrabarty hayan leído textos de este lado del continente, donde el tema del cambio climático asociado a la economía y la explotación excesiva de la tierra aparece con todas las características de la ecoliteratura. Aquí, los cuentos del libro Ustedes brillan en lo oscuro de la escritora boliviana Liliana Colanzi, o las novelas Distancia de rescate de Samanta Schweblin y Hay que volver a las casas de Ezequiel Pérez, o la Trilogía del agua de Claudia Aboaf —para nombrar solo algunos— son ejemplos claros en los que la naturaleza no es solo un telón de fondo, sino que es una fuerza con agencia: la injerencia de los humanos crea los cambios que luego nos afectan, y los paisajes tienen roles activos, y se imponen ya sea de manera benigna, amenazante o indiferente, pero presente.

Para el caso, Horacio Quiroga en Cuentos de amor, de locura y de muerte o Sin rumbo de Eugenio Cambaceres son otras de las tantas ficciones que aceptan con gran caudal de representación la lectura ecocrítica.

Seguramente a estas alturas ustedes estén pensando en Cormac McCarthy, Philip K. Dick, Ray Bradbury, Mary Shelley, Las uvas de la ira de John Steinbeck o Fogwill en su grandiosa Los pichiciegos, solo para nombrar algunas de las grandes obras que hoy pueden ser resignificadas desde una lectura ecocrítica que les dé nuevas alas y vuelva a traerlas al centro de nuestras lecturas contemporáneas.

En palabras teóricas de William Rueckert: “¿Cómo podemos hacer algo más que reciclar PALABRAS? Dejemos que la crítica experimental se enfrente a este dilema. ¿Cómo podemos pasar de la comunidad de la literatura a la comunidad biosférica más amplia a la que, según nos dice la ecología (correctamente, creo), pertenecemos, incluso cuando la estamos destruyendo?”

O, en las palabras de la poeta australiana Judith Wright, en el final de su poema Australia, 1970:

Alabo la sequía puntual, las tormentas de polvo,

el arroyo seco, el animal furioso,

que todavía se nos oponen;

que nos arruina aquéllo que matamos.

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