Olga Garaventa, la última mujer de Sandro, cuenta cómo fue su historia de amor desde la famosa casa de Banfield

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A cuatro meses de lo que serían los 80 del “Elvis argentino” y en medio de la excitación por el estreno del musical Sandro, el gran show (en el Teatro Coliseo, creado por Ana Sans y Julio Panno; protagonizado por Nacho Pérez Cortés, Alan Madanes, Sofía Val y Malena Rossi, con dirección musical de José Luis Pagán), su viuda, Olga Garaventa, recibió a LA NACION en su casa de Banfield. No es cualquier casa, por supuesto: se trata de la famosa mansión del misterio, aquella soñada por “las nenas”, la que durante décadas permaneció en el imaginario infinito de una multitud que lo amó y lo sigue amando. Todos los 19 de agosto, fecha de su cumpleaños, la leyenda continúa y los rituales regresan, como el grupo de fanáticas que acercan una flor, o algo tangible de su amor.

Olga en la entrada de la mansión que hasta el día de hoy está rodeada de misterio

Olga es la última mujer de Roberto Sánchez, la única que dio el sí ante un juez y ante un cura. Es quien lo cuidó en sus últimos años, la dueña de sus secretos, caprichos, excentricidades. Y también, la protagonista de una historia de amor digna de telenovela. “La verdad es que sí, fue muy atípico lo que nos pasó. Yo no era su fan ni mucho menos. Me había separado, tenía dos hijos y como necesitaba el dinero me postulé para trabajar en El Castillo, donde funcionaban las oficinas de Rober, en Boedo. Soy del barrio, así que me resultaba cómodo. Hacía tareas de limpieza y atendía el teléfono. El lugar era y es –porque sigue funcionando como centro cultural–, algo impactante. Un castillo medieval dibujado y proyectado por Roberto. El compró la propiedad, la hizo demoler y construyó de cero. Como era fanático de la heráldica, hizo su propio cuento con espadas, mesas largas de madera y demás detalles. Lo pensó como el estudio de grabación más grande de Latinoamérica, pero terminó siendo una oficina”, recuerda.

En una de las muestras dedicadas a Sandro

La historia, que empieza a contar a cuentagotas, con una serenidad poco común, es acompañada con café negro que llega en tazas verdes. Todo sucede en la cocina de Sandro: resulta inexorable que la mirada se dispare enloquecida, tratando de captar detalles e imaginar las escenas del Gitano en ese espacio.

La mesa, por ejemplo, también es de un verde inglés. Hoy se protege con un hule estampado, pero en tiempos de Sandro, explica Olga, eso jamás podía suceder. “Era detallista, le gustaba todo lo bueno. Así que siempre mantel de tela impecablemente planchado, platos de sitio, servilleteros”.

El paneo sigue con una puerta que da al jardín, helecho interior, potus, cortinas blancas con volados, araña de bronce, una barra con tres gatos de madera, souvenirs de las fans (como una maceta vestida al crochet), alacena con frascos y frasquitos, una gata real y un perro gigante, Coco. Olga ofrece endulzante líquido y azúcar, que llega en azucarera negra de cerámica. También hay masas secas en un platito.

Los gatos de madera, otros de los objetos que recuerdan la presencia de Sandro en la casa

La charla sucede antes de la recorrida de la casa. Olga, que posa algo tímida con su remera tono coral, boca colorada y pantalones negros, siempre estudia al invitado y lo deja pasar hasta donde quiere. Esta vez, se nota, hubo confianza.

La Virgen de la Medalla Milagrosa, entre dos sillas, da la bienvenida a un pasillo cubierto por la enredadera

– “Tengo un beso encadenado entre mis labios y la llave de ese beso la tenés vos”. ¿Con esta frase empezó la historia?

–Sí. Yo estaba en el trabajo y, la verdad, nunca lo veía porque él casi no iba. Sí convivía mucho con Aldo Aresi, su representante. Pero ese día atendí el teléfono y escuché eso. Por supuesto corté porque pensé que se había equivocado, que había llamado a su mujer. Porque en ese entonces él estaba en pareja. Aquella tarde se estaba yendo a Rosario, recuerdo. Pero de pronto me volvió a llamar. Y fue cuando me dijo: “La frase que escuchaste es para vos”. A partir de ahí empezó a llamarme sin parar, y mantuvimos conversaciones de hasta cuatro horas durante muchos meses.

–Él alguna vez contó que fueron años de verte sin verte, hasta que te vio. Y un beso en la mejilla, que lo cambió todo…

–Sí, fue ese día, cuando se despidió porque viajaba. Yo justo tenía bastante mal humor porque había discutido con Aldo y no quería bajar a saludar. Finalmente lo hice medio obligada, y pasó lo que él siempre contó. El decía que ese beso lo iluminó. Yo también sentí algo diferente, pero pensé que estaba nervioso por el concierto. El decía que la ciudad de Rosario era su novia. Que iba allá, y si veía algo para corregir lo hacía antes de presentarse en Buenos Aires. Jamás hubiera imaginado que al rato me iba a llamar desde el auto con esa frase, semejante declaración.

Durante un homenaje a Sandro en el Teatro San Martín

–¿Cómo siguió?

–Hablando y hablando por teléfono. Fueron como seis meses, pero sin vernos. Primero porque se estaba separando y yo no quería problemas. Segundo, por su estado de salud. Yo siempre fui muy cauta y respetuosa. Pero un día apareció en las oficinas, sin avisar. Yo estaba mirando una novela sentada en el sillón porque ya había hecho todo. De golpe empecé a sentir un ruidito y me asusté. Era el oxígeno que usaba. ¡Dios mío! Me acuerdo que me paré. Estaba todo vestido de negro, con su bolsito. ¡Me puse tan nerviosa! Y ahí, luego de una charla que iba subiendo la intensidad, me dijo que le gustaba, que me quería, que me necesitaba con él, pero que tenía que confesarme que estaba muy grave.

En el castillo que diseñó el propio Sandro en el barrio de Boedo

–¿Y qué le contestaste?

–Yo muda. Me decía que tampoco me quería poner en semejante compromiso. Me preguntó si estaba preparada, ya que la vida que se nos venía no iba a ser precisamente un camino de rosas. Y me ofreció 15 días para que lo piense. Fue una película. A la primera que se lo conté fue a mi hija Manuela, pero me dijo que ella no podía intervenir. Pasó casi un mes y yo nunca llamé. Pero bueno, la historia continúa con una visita que me hizo un 23 de diciembre y luego yo conocí su casa el 31 de ese mes. Me instalé definitivamente el 2 de febrero de 2005.

–¿Cómo fue despertarse de golpe en la casona icónica, estando solo ustedes dos?

–Y, al principio no entendía mucho. A veces miraba a mi alrededor y pensaba en cómo había pasado todo esto, qué hacía en Banfield. Yo no era una fan, pero estaba viviendo con un ídolo. Y lo llevé bien, no me costó nada, ni siquiera al principio. Lo entendía perfectamente. Aprendí lo que le gustaba y lo que no. Era muy estricto en la prolijidad, la comida.

–¿Tuviste que hacer un curso?

–Yo cocino rico, pero comida más tradicional argentina. Y él adoraba lo oriental. Así que sí, fui a aprender a cocinar con más vuelo. Le encantaba el sushi, pero eso se lo encargábamos a alguien especialista. Yo aprendí a hacer pollo a la paprika y la famosa pierna de cordero con ajo y menta, que él adoraba. No era fácil darle de comer. Y al final cenábamos en esta cocina comedor con plato uno, plato dos, gaseosas en jarras de cristal porque ni loco quería ver la botella. Para el agua y el vino usábamos unos pingüinos con tapa de plata. Y siempre flores y velas. Yo me acostumbré rápido, pero no lo hubiera resistido cualquiera. Era Sánchez, pero en esas cosas le salía el Sandro. Así que con mucha educación a veces debía decirle no, no es así.

–¿Cuál fue la reacción de tu familia cuando contaste que te ibas a vivir con Sandro?

–Bueno, yo estaba separada desde los 33 años, que fue cuando empecé a limpiar. Porque hasta ese entonces nunca había trabajado. Pero fui muy clara. En ese entonces el padre de los chicos vivía y bueno, se lo comuniqué serenamente. Es más, él estaba por operarse de la vista y Roberto se preocupó, le buscó un buen lugar. Cuando uno procede bien, siempre hay paz.

–¿Y lo de la boda? ¿Es cierto que no querías casarte?

–Él me lo había dicho en un contexto muy especial. Lo habíamos internado de urgencia un 6 de marzo del 2007. Estaba muy delicado. Cuando se repuso, aún en terapia intensiva, me dijo su deseo de casarse. La frase fue: “Me devolviste a la vida”. Pero yo temía la reacción de las fans, los medios, tanta cosa. Ya en casa siguió insistiendo un tiempo y un día me dijo: “Sacá turno para el 13″, que era su número de la suerte. La cosa es que faltaba poco y no había disponibilidad. Pero hizo una picardía. Le dijo a mi hijo Pablo que fuera al Registro Civil de Lomas con su documento. ¡Y el revuelo! Por supuesto, llegó con la fecha y el permiso.

Una postal de su casamiento con el Gitano

–¿Sentís su presencia en la casa?

– Su presencia no la siento, pero hay personas que sí. La casa está intacta, con cada objeto en el lugar donde él lo dejó o que le gustaba. Los roperos también, incluso los que tienen la ropa de Roberto. Soy la guardiana de su universo, que es enorme. Para lo único que salgo es para visitar a mis hijos y nietos.

-¿Qué es lo primero que hacés cuando llegás?

-Un té, galletitas, un baño, algo de televisión y descanso. Yo estoy feliz acá porque esta casa era el amor de la vida de Rober. Y la cuido. Me esmero para que esté hermosa, con el jardín intacto, la limpieza extrema, que también hago yo. Miro para donde miro y siempre es una película. Las escenas no se van de la cabeza.

-Contanos sobre ese 14 de febrero y el baño bajo la luna…

-Pasado el tiempo todo se ponía más difícil. Él estaba conectado las 24 horas; no podía respirar. No era fácil para un ídolo que siempre todo lo transformó en oro depender de eso. Tener la cocina llena de tanques de oxígeno y privarse de tantas cosas. Pero ese febrero fue fatal, la noche era tremenda del calor y él me pidió ir a la pileta. Al principio me quedé dura. “¿Cómo hago?“, pensé. Pero llevé un tanque de oxígeno hasta el borde del agua. Él tenía una bigotera como de 20 metros, así que pensé que podíamos lograrlo. El tema es que yo no sé nadar y además el agua no era climatizada. Pero insistió.

-¿Y?

-Se puso a nadar. Iba y venía como loco. Yo no lo podía creer. Fui con la bata y le dije que salga porque se quedó más de una hora. Fue la imagen de la felicidad. Y me lo hizo saber. Me dijo cosas muy lindas. Siempre me decía: “Mamita, gracias por todo”. Y me hacía cartitas, que las tengo guardadas.

-¿Te hacía regalos?

-Las sorpresas que me ha hecho. Porque no eran tiempos de delivery. Pero de pronto tocaban el timbre y era rosas para mí. O un anillo. Las alianzas egipcias de platino y oro rojo las diseñó él. Tenía mucha complicidad con mi hijo Pablo y entonces lo ayudaba. Igual él levantaba el teléfono y hacía lo que quería. Era Sandro.

-Para él la noche era día y vos lo seguías, ¿no?

-Arrancaba tarde porque sí, la noche se hacía interminable. Le gustaba. A las 7 y media de la tarde le llevaba el Martini, que al final me lo criticaba porque me decía:“¡Pura agua!» Obviamente yo no podía darle un trago potente, así que se lo dibujaba. A las 8 y media cenábamos y después entre la lectura, la televisión, la música y también mucha charla, se hacían las 3 de la mañana. Y muchas veces, a esa hora, volvía a tener hambre. Así que yo, por las dudas, siempre tenía algo listo guardado en el horno.

-¿No te dormías hasta que él lo hacía?

-Claro. Le tenía terror a la escalera. No podía dejarlo solo. Yo a Roberto lo amé mucho y volvería a hacer todo otra vez. Pero no fue fácil. No por él, sino por la terrible enfermedad.

-¿Usás el famoso anillo del león?

-No, eso es historia y debe ser conservado así. Además, es muy llamativo. Se lo hizo por consejo de una pitonisa que conoció de jovencito en La Cueva, el espacio donde nació el rock nacional. Fue su protección. El león, su signo. Lo gracioso es que yo también soy de Leo, así que un día me dijo: “Usalo”. Pero no. Yo no necesito demostrar nada. Dios ya me dio demasiado.

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