El violento plan pistola de grupos armados ya deja más policías asesinados que en los años 90 con Pablo Escobar

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Fundación Pares reporta aumento preocupante en asesinatos de policías en Colombia - crédito Colprensa

La Fundación Paz y Reconciliación (Pares) encendió las alarmas tras publicar un nuevo informe que documenta un preocupante repunte en el asesinato de policías y soldados en Colombia, un fenómeno que evoca los días más oscuros del conflicto interno.

Entre el 15 y el 26 de abril de 2025, al menos 18 policías y cuatro soldados fueron asesinados, en medio de una ofensiva que no solo proviene del Clan del Golfo, sino que también cuenta con la participación activa de disidencias de las Farc y del ELN.

El informe de Pares señala que esta estrategia de atacar directamente a miembros de la fuerza pública no es nueva. Ya desde 2012, tras el asesinato de su hermano alias Geovanny, el entonces líder del Clan del Golfo, alias Otoniel, impulsó una práctica heredada del narcoterrorismo, ofrecer recompensas por asesinar policías. Este método, conocido como plan pistola, recuerda al que instauró Pablo Escobar a finales de los años ochenta.

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Clan del Golfo y disidencias de las Farc adoptan recompensas criminales - crédito Colprensa

“Desde entonces cada cierto tiempo aparecen cifras escalofriantes”, apunta el documento. En efecto, “Iván Mordisco”, líder de una facción disidente de las Farc, llegó en 2023 a ofrecer hasta cuatro millones de pesos por cada policía asesinado, siguiendo el patrón que en su momento impuso Escobar, que llegó a pagar cinco millones de pesos de la época.

En noviembre de 1992, 12 policías fueron asesinados en un solo mes, reviviendo el horror de una violencia sistemática que Colombia ya había vivido. Aquella cifra, estremecedora por sí sola, fue solo una parte de una estrategia aún más amplia y sangrienta que tuvo su punto álgido entre 1989 y 1992, cuando 498 uniformados fueron ejecutados como parte del plan pistola ideado por Pablo Escobar.

El objetivo era claro, sembrar el terror y presionar al Estado para evitar la extradición de narcotraficantes a Estados Unidos. En 1989, un año trágico incluso para los estándares de Colombia, Escobar desató su ofensiva más despiadada. En ese año hizo estallar un avión de Avianca en pleno vuelo, voló el edificio del DAS y mandó asesinar al entonces candidato presidencial Luis Carlos Galán.

Más de 12 policías y 4 soldados asesinados entre abril de 2025 - crédito Policía Nacional

La mecánica del plan pistola era brutal y efectiva, los sicarios debían presentar pruebas del crimen —una placa, la cédula del policía o la dirección exacta del atentado— para recibir el pago. No hacía falta ser parte del Cartel de Medellín; bastaba con desear dinero rápido. Muchos jóvenes vieron en ese sistema una oportunidad económica sin importar el costo humano. En Medellín, por miedo a los atentados, los civiles evitaban conducir cerca de patrullas policiales.

Detrás de esa maquinaria criminal estaba alias La Quica, encargado de coordinar varios de los asesinatos, incluido el atentado al avión. La violencia se contuvo solo temporalmente cuando Escobar se entregó en 1991, recluyéndose en su lujosa cárcel a medida, La Catedral. Pero su fuga en 1992 desató una nueva ola de sangre

Hoy, más de tres décadas después, los datos que presenta Pares revelan que Colombia podría estar entrando de nuevo en una etapa similar. “La preocupación debe ser absoluta”, concluye el informe, que advierte sobre la posibilidad de superar las cifras registradas durante el auge del Cartel de Medellín.

Comparan crisis actual con índices de violencia registrados en 1989 - crédito montaje Infobae

La persistencia del plan pistola y la ofensiva contra la fuerza pública en Colombia no solo representan una amenaza directa a la seguridad del Estado, también revelan una peligrosa fractura social. La violencia sistemática contra policías deslegitima la autoridad institucional y envía un mensaje inquietante, matar agentes del orden puede ser rentable.

Esta lógica perversa, instaurada por Pablo Escobar y replicada por grupos criminales actuales como el Clan del Golfo, demuestra cómo el crimen organizado no solo mata personas, también debilita el tejido social.

El impacto va más allá de los números, las comunidades comienzan a ver a los policías no como protectores, sino como objetivos o estorbos. Esto erosiona la confianza entre ciudadanía e instituciones, alimenta la impunidad y normaliza la violencia como vía de ascenso económico. Además, jóvenes vulnerables se convierten en mano de obra para el sicariato, atrapados en un ciclo de pobreza y criminalidad. Frente a esta realidad, el reto no es solo militar, sino social y cultural: reconstruir la legitimidad del Estado y ofrecer alternativas reales a quienes hoy ven en el crimen su única salida.

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