ROMA.- “¡O quam luces Roma!» (¡Cómo luces, Roma!) ¡Cómo resplandeces desde aquí, en panorama espléndido, con tantos monumentos maravillosos de antigüedad! Pero tu joya más noble y más pura es el Vicario de Cristo, del que eres la única ciudad que te glorías”.
Esta bellísima inscripción en latín que un santo hizo colocar en el lugar más alto de su residencia romana es una síntesis de a lo que tantos peregrinos motiva viajar a la ciudad eterna. A lo largo de los siglos la peregrinación videre Petrum (para ver a Pedro) ha sido un rito tradicional del pueblo cristiano, ahora potenciado por conocer al nuevo titular del ministerio petrino, el “siervo de los siervos de Dios”, en una elocuente caracterización clásica del pontificado.
Todos los caminos conducen a Roma, pero hoy también todas las miradas confluyen en la urbe. Roma fue la capital del imperio y después lo ha sido, durante toda su historia, de la cristiandad. Pero no es un dato revelado que ella deba ser la sede de los papas, y seguramente ello obedeció a una decisión estratégica de la Iglesia primitiva.
Al asumir el papa Francisco, subrayó su condición de obispo de Roma, pero su pontificado fue un ejemplo de la universalidad del cristianismo. No es una nota esencial de la Iglesia ser romana, como sí lo es ser una, santa, católica y apostólica. Pero en ella la romanidad se amalgama con la catolicidad.
Como la Meca y como Jerusalén, Roma ha sido considerada durante siglos una ciudad sagrada, pero también un lugar mítico. Mientras voy trasegando sus calles alborotadas, sus obras de arte monumentales, su historia a flor de piel, una indefinible fascinación me envuelve hasta las entrañas. Cuando el sol va cayendo blandamente sobre la ciudad, los tonos ocres se tornasolan en dorados, y desde el Gianicolo la vista sobre la ciudad adquiere una significancia mágica. Es un momento único de ensueño.
El mito de Roma como axis mundi (eje del mundo) se trasladó a Constantinopla, la Segunda Roma, y posteriormente a Moscú, la Tercera Roma, donde reina el Zar, equivalente al César. Como Trump y su America First, el mesianismo autocrático y patriótico de Putin ha encarnado en el último cuarto de siglo la representación de la expansión política de un nuevo imperio que hereda la tradición mítica de la primera Roma. Según aconteció con sus antecesores, tampoco Francisco pudo visitar Rusia.
Hoy Roma vuelve a estar en la mira, no sólo del mundo cristiano, sino de todo el orbe. Las expectativas se centran en el nuevo papa. Cada elección pontificia es una caja de sorpresas. ¿Seguirá el camino renovador de Bergoglio o exhibirá un talante más tradicional? ¿Qué le conviene a la Iglesia? A menudo los intereses se centran en cuestiones más bien anexas a la fe: si los divorciados vueltos a casar civilmente podrán comulgar, si las mujeres serán ordenadas, o si el nuevo jefe de los católicos apoyará a los colectivos del género para que sean reconocidos en sus pretendidos derechos.
A veces la atención desciende a perspectivas prácticas como si el futuro papa va a continuar viviendo en Santa Marta o usará una limusina, que pueden parecer detalles irrelevantes pero que también suelen traducir actitudes interiores más importantes de lo que parecen.
El estilo disruptivo del papa Francisco ha generado una nueva mirada de los fieles sobre su propia fe que en ocasiones ha provocado movimientos convulsivos de tipo reactivo. Es natural que ello ocurra; cuando se mueve el piso todos temblamos. Pero sus reformas son más profundas que las de una nueva conformación de la curia, una persecución al clero corrupto o una designación femenina en un organismo eclesiástico.
En un reciente libro, la jurista norteamericana Mary Ann Glendon reflexiona sobre que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI gozaron de una gran claridad y consistencia en su magisterio, mientras que muchos mensajes de Francisco presentan un enfoque que es interpretado como ambiguo.
Me parece percibir en esta actitud un método pastoral que prefiere incoar procesos y después respetar su propio desarrollo y que juega incluso con el desconcierto. Se trata de un estilo que busca mostrar algunas realidades más profundas y complejas que las simplificaciones a las que suelen ser sometidas por el tratamiento mediático o incluso el pueblo fiel.
La personalidad de Bergoglio -apunta Glendon, una gran conocedora de la Santa Sede y de sus últimos titulares- es polifacética y a menudo difícil de interpretar, y concluye que probablemente pasará algún tiempo antes de que conozcamos lo suficiente como para hacer una evaluación justa del papa que acaba de fallecer.
Algunas personalidades han proferido ácidos improperios contra Francisco que evidencian una animadversión de contenido injurioso. No faltaron tampoco voces tan respetadas como la del periodista José Ignacio López que han expresado una actitud doliente sobre la forma en la que tantas opiniones superficiales se han referido al Pontífice.
Conocedor como pocos de la vida de la Iglesia en el último medio siglo, López se lamenta de que hayamos tardado tantos años en darnos cuenta de ante quién la providencia nos situó en una circunstancia privilegiada de la historia.
Todavía frescos en el recuerdo los homenajes de los principales líderes del mundo al Papa difunto, me entristece el leve pensamiento de que una vez más se reitera esa ley por la que los argentinos debemos esperar la aprobación de los de afuera antes de reconocer la grandeza de los nuestros.
Los tornasoles romanos antes iridiscentes se agrisan ahora en tonos cada vez más opacos mientras anochece. Camino distraídamente por la Vía della Conciliazione en dirección a Castel Sant’Angelo. A mis espaldas quedan las miradas del mundo sobre la Basílica de San Pedro en un momento estelar de la humanidad.
Como una caricia del alma, Roma se gloría con su joya más pura y más noble. La ciudad dorada resplandece ante mi vista en el alumbramiento de un nuevo Vicario de Cristo. En mi corazón resuena un nuevo, silencioso fulgor que se conjuga con el jubileo de la esperanza. ¡Habemus papam!
El autor es profesor emérito de la Universidad Austral