Venezuela. La potencia que no fue. Una democracia que confundió consumo con desarrollo y se volvió un páramo

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Ocurrió hace más de diez años, pero no olvidé la escena por lo que me reveló sobre un problema que hoy afecta las vidas de millones de personas: cómo los venezolanos nos vemos a nosotros mismos y cómo creemos que nos ven los demás.

Más de un centenar de pasajeros de un vuelo desde Caracas hacíamos la fila de inmigración en el aeropuerto de Miami. Aún no nos consideraban alienígenas hostiles, pero las manos nos sudaban con el estrés latinoamericano ante la impredecible naturaleza de los centinelas que manoseaban nuestros pasaportes. Entonces la fila empezó a demorarse –y la tensión a subir– por algo que pasaba frente a una de las ventanillas, donde un hombre mayor alzaba la voz.

–¡Soy jubilado de Petróleos de Venezuela! –repetía en español, con la espalda recta y un aire casi desafiante. El guardia no lo comprendía y, harto, llamó a un colega latino, quien habló con el pasajero un par de segundos y le tradujo a su compañero: “Retired”. Allí comprendí: el guardia le había preguntado al hombre cuál era su ocupación y éste, en vez lugar de decir “not working” o “retired”, asumió que ese funcionario estadounidense que no hablaba español debía saber no sólo qué quería decir “jubilado”, sino qué era Petróleos de Venezuela, una empresa pública de un país latinoamericano, como YPF o Petrobras.

Allí lo dejaron pasar y la fila volvió a moverse, pero se me quedó en la cabeza el orgullo con que ese hombre pronunciaba “Petróleos de Venezuela”, como un emblema de privilegio y una señal de identidad. Hablaba de lo que había sido, hasta hacía dos décadas, una de las mayores petroleras del mundo. ¿Cómo era posible, debió pensar, que un estadounidense no la conociera?

Como aquellos ancianos soldados japoneses que seguían ocultos en la selva filipina décadas después de Hiroshima, este hombre no aceptaba que su reino había sucumbido hacía mucho, y que nunca fue tan poderoso como creía.

El petróleo como predestinación. Ese pasajero pertenecía a la generación de mis padres, que fue más afortunada que cualquiera que la precedió y que las que le siguieron. Vio cómo en un país rural brotaban automercados, autopistas y autocines de la noche a la mañana. Cuando era niño lo vacunaron y le dieron una camisa blanca y un vaso de leche para que fuera a la escuela, mientras que a su abuelo y a su padre les pudo haber tocado labrar un campo a esa edad, aunque estuvieran enfermos. Muy probablemente venía de una familia pobre, a la que un empleo bien pagado en el sector público catapultó a una cómoda clase media.

Si prendía la televisión, contemplaba un país orgulloso y optimista de doncellas que ganaban el Miss Mundo y estrellas de las Grandes Ligas, que se ponía del lado de la Argentina en la guerra de Malvinas y ayudaba a resolver conflictos en Centroamérica. Si viajaba a Curazao, Colombia o la misma Florida, notaba que su moneda era fuerte. Si un gobierno era malo, era reemplazado en las siguientes elecciones.

Así como la Argentina fue el granero del mundo, Venezuela fue uno de los países de mayor crecimiento anual del PIB a mediados del siglo XX. Solo la Argentina y Uruguay recibían más inmigrantes europeos en América del Sur que la Venezuela de los años 60. En los 70, cuando nació mi generación, era una democracia con un enorme flujo de caja, vecina de dictaduras que se empobrecían.

Miles de argentinos vivían entre nosotros. Eran ingenieros en las siderúrgicas estatales; gente de la cultura como Tomás Eloy Martínez, Rodolfo Terragno, el director teatral Carlos Giménez o la actriz Juana Sujo; e influyentes ejecutivos de publicidad y televisión. Los llamábamos pedantes sin que se nos pasara por la cabeza pensar lo que podían estar diciendo de nosotros los millones de inmigrantes colombianos, peruanos o ecuatorianos a quienes mirábamos por encima del hombro.

Aquella democracia tan confiada en sí misma confundió consumo con desarrollo, abandonó sus esfuerzos en cobertura educativa y sanitaria, y dejó que sus jóvenes instituciones se ablandaran bajo el torrente de petrodólares. En 1989, un terrible estallido social nos enseñó a los golpes que no éramos la sociedad igualitaria y estable que nos creíamos. En 1992, el intento de golpe de Hugo Chávez nos obligó a reencontrarnos con lo que no habíamos dejado de ser: un país que aún creía en caudillos. En 1998, el militar que prometía poner orden y refundarlo todo derrotó sin esfuerzo en las elecciones a unos candidatos que defendían balbuceando un sistema que ya nadie quería.

La mentira se hizo verdad, los símbolos fueron reemplazados, el pasado fue reescrito y todo se pintó, literalmente, de rojo. En el socialismo del siglo XXI, uno de cuyos lemas era “Venezuela país potencia”, el pueblo redimido usaba los dólares subsidiados para combinar su gorra del Che con unos buenos Nike Air Jordan o una cartera Louis Vuitton. Allá en el cielo, aseguraba Chávez, vuela un satélite que compramos, llamado Simón Bolívar, y en el resto del mundo nos admiran o nos odian porque estamos derrotando al imperialismo por primera vez desde que Colón apareció para esclavizarnos.

Entonces el Comandante murió. Se había gastado lo último que quedaba en hacerse reelegir para mandar por siempre, cuando en realidad estaba condenado. Apenas acabaron sus exequias, la gente se percató de que las fábricas no producían, los campos estaban arrasados y el dinero no valía nada.

–¿Y la potencia? –preguntó la gente.

El heredero de Chávez respondió a los tiros.

El encanto irresistible de la ilusión perdida. A partir de entonces, más de una cuarta parte de la población de Venezuela emprendió la marcha entre las ruinas de la falsa utopía chavista. En los puertos del Orinoco se llenan gabarras con las piezas de las industrias básicas, que hoy se rematan como chatarra. Entre las ciudades industriales de Maracay y Valencia se extiende la estructura elevada de lo que iba a ser una vía férrea: parece el espinazo de un monstruo mitológico a medio desenterrar, que sólo sirve para pintar propaganda o graffiti, y para que los buitres negros se sequen las alas después de un aguacero. En los vestigios, ya tomados por el monte, de centrales azucareras, urbanizaciones y almacenes que nunca se terminaron de construir, niños cuyos padres emigraron intentan capturar loros para venderlos como mascotas en las carreteras.

Se fue tanta gente joven, en edad de trabajar, que perdimos el bono demográfico, esa ventana de oportunidad única en la trayectoria de una nación, justo cuando llegábamos a él. Ahora Venezuela es un país viejo y con las manos vacías, que pasa el tiempo lamentándose de lo que estuvo a punto de lograr, como un delantero que perdió la Copa del Mundo por un mal penal.

Pese a tanta evidencia sobre la magnitud de la catástrofe, el sueño frustrado del Primer Mundo no termina de despejarse. Será porque late en nosotros desde la fundación misma de la república. La idea de la riqueza nacional garantizada, surgida de la aparente fertilidad del suelo cien años antes de que los picos de los geólogos estadounidenses desnudaran el subsuelo, creó curiosas coincidencias entre Venezuela y la Argentina. El primer presidente de la Venezuela independiente tanto de España como de la Gran Colombia, José Antonio Páez, era amigo de Domingo Faustino Sarmiento, y estaba convencido como él de que si se invertía en la tierra, se fomentaba la inmigración calificada y se educaba a la población, nuestro país sería de los más prósperos del globo.

Páez vivió de hecho dos de sus últimos años en Buenos Aires, protegido por Sarmiento; un siglo después, un Perón exiliado en Caracas pensaba como Páez en el momento en que regresaría para realizar el destino nacional. A principios de los 90, ambos países tuvieron presidentes carismáticos que venían de partidos estatistas con una agenda de privatización, los tocayos Carlos Andrés Pérez y Carlos Menem. Más tarde vendrían la estrecha alianza Chávez-Kirchner y la inversión de la historia migratoria: venezolanos yéndose a vivir a la Argentina, y no al revés.

Pasó todo y más, pero no terminamos de digerir el coctel alucinógeno con que nos amamantaron.

Lo expresamos mediante distintos síntomas. Desviamos la responsabilidad de nuestra autodestrucción a Cuba o Estados Unidos. O dirigimos la ira a nosotros mismos, mediante una narrativa, un teatro y un cine que acentúan los defectos nacionales que hacían absurda la quimera primermundista. Antes, esa amarga condena del país real detrás de la hipnosis de los hidrocarburos venía sobre todo de artistas e intelectuales críticos que terminaron como obedientes funcionarios chavistas. Ahora, quienes alegan que Venezuela nunca iba a prosperar sostienen en muchos casos que estábamos demasiado a la izquierda o teníamos la piel demasiado oscura como para dar el salto histórico.

Otro síntoma, no menos grave, es la tenacidad, la resistencia de esa ilusión. La que dice: todavía podemos ser ese gran país, si corregimos ese accidente histórico, si despertamos de esa pesadilla, si cerramos ese paréntesis que ha sido el chavismo. Al fin y al cabo, ahí está el petróleo todavía, bajo tierra. En este momento la líder más influyente de la oposición, María Corina Machado, intenta convencer a Donald Trump de que si la ayuda a tumbar a Nicolás Maduro los inversionistas estadounidenses tendrán acceso privilegiado a un gran hub energético que se levantará apenas retorne la democracia.

Al mismo tiempo, a lo largo de esta diáspora que no deja de crecer y de estirarse, miles de venezolanos que no dicen nada sobre la cacería de migrantes venezolanos en Estados Unidos reaccionan indignados en las redes sociales cuando uno de ellos es víctima de un acto de xenofobia en América Latina o incluso cuando un comediante famoso es silbado por el público en Viña del Mar. Es común escuchar que los “indios” peruanos y ecuatorianos son unos malagradecidos cuando fue el caraqueño Bolívar quien “los liberó”, y que los “negros” de Trinidad o Guyana deberían recordar cuando les dábamos trabajo, como sirvientes, en la Venezuela de los 80. El complejo de superioridad, como todo lo que tiene que ver con petróleo, no es nada fácil de lavar.

Todo indica que Venezuela tardará décadas en volver a la autopista del desarrollo, si es que lo hace alguna vez. Varias de sus conquistas del siglo XX fueron desmanteladas, varias de las enfermedades que se habían controlado regresaron, y hoy es un país donde la mitad de la gente vive en la miseria, sin sistema de salud digno de ese nombre, con déficit de energía y partes del territorio bajo control de actores armados irregulares. El chavismo, que administró la última bonanza petrolera, nos hizo regresar a esa polvareda que había dejado atrás aquel jubilado de Petróleos de Venezuela.

Ojalá que al menos aprendamos que hay sueños colectivos de los que conviene despertar, y que no iremos a ningún lado si no nos miramos con franqueza al espejo, admitimos nuestra responsabilidad en nuestra ruina y hacemos lo que debemos hacer.

Escritor venezolano, basado en Montreal desde 2014; editor jefe de Caracas Chronicles. Su libro más reciente es Venezuela. Memorias de un futuro perdido (Los Libros de la Catarata, 2024).

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