Miro por la ventanilla del auto: arbustos bajos y pastizales salpicados sobre una llanura seca y uniforme. Apoyo la mirada en el horizonte –inmóvil a pesar de la velocidad– mientras pienso en las ganas que tengo de ver ballenas en este viaje. De pronto una especie de tajos, como estrías, interrumpen la monotonía del paisaje. Son las bardas típicamente patagónicas, que me recuerdan que, aunque el océano esté cerca, estoy a una altura considerable sobre el nivel del mar.
Avanzo por la llamada Ruta Azul, que en Chubut es la que une Comodoro Rivadavia con Rawson (también hay un tramo en Santa Cruz). Mi destino es el Parque Patagonia Azul, un territorio donde la estepa se funde con el mar, dando lugar a paisajes inesperados. Lejos de la cordillera con sus picos nevados y glaciares, de los bosques nativos y los lagos de postal, esta otra Patagonia tiene el carácter del viento, de las rocas y del océano profundo.
La fundación Rewilding puso su mirada en esta región desértica y salvaje –pero de asombrosa diversidad biológica–, y comenzó un trabajo de revalorización de sus paisajes y ambientes. Su proyecto busca ampliar la protección de los ecosistemas marinos y desarrollar un turismo de naturaleza mediante la creación de cuatro portales de acceso público, desde los cuales es posible llegar a este mar rico en fauna y flora silvestre. Uno de ellos es vecino de Bahía Bustamante Lodge, el ex dominio alguero de los Soriano. Por su parte, el Parque Interjurisdiccional Marino Costero Patagonia Austral (PIMCPA), creado en 2007, tiene su sede administrativa en Camarones y es el primero en proteger las costas y sus islas.
Portal Bahía Bustamante
Ingreso al litoral marino costero por el portal Bahía Bustamante, a dos horas y media al norte de Comodoro Rivadavia. Allí, donde antes funcionaba el casco de la estancia La Ibérica, fundada en 1928, hoy se encuentra el Centro de Interpretación Casa de Piedra. Josi, anfitriona del lugar –que también cuenta con una sala de té–, me guía por las salas que una turista extranjera llamó “the happy and sad room”.
En la primera descubro la gran variedad de fauna que habita esta costa: petreles, cormoranes, gaviotas, delfines australes, toninas overas, lobos marinos, pingüinos y –espero tener suerte– cuatro especies de ballenas: jorobada, franca austral, sei y minke. Pero la riqueza no termina ahí; el fondo marino también está lleno de vida, aunque amenazado por la pesca de arrastre para extraer langostinos, una práctica devastadora que arrasa con todo a su paso. En la “sala triste”, una red de tamaño real ilustra con crudeza cómo esta técnica desmantela todo: algas, corales y hasta tiburones y lobos marinos, la llamada “pesca de sobra” que muere en los barcos. Uno de los objetivos de la fundación es promover áreas de reserva marina no extractivas. Mientras camino hacia el refugio costero donde pasaré la noche, pienso en lo desconocido que me resulta este mundo, más allá de la superficie del mar. Siento curiosidad y ganas de entenderlo mejor.
Llego a Marisma Camps. Sobre una loma suave y alta veo seis casitas construidas en chapa y madera desperdigadas ante un horizonte que, por la geografía curva de la costa, es muy abierto. No hay cómo no ver desde la altura este mar azul intenso que recuerda el color del Caribe, pero con otro carácter.
Aunque ninguno de los participantes de la expedición del capitán Malaspina, financiada por la Corona española en el siglo XVIII, pisó esta tierra chubutense, las casitas llevan sus nombres: Pineda, Ezquerra, Bustamante, Viana y Ulloa, donde me alojaré dos noches. Desde mi deck contemplo el horizonte calmo y me dejo acunar por el susurro del mar: paso un largo rato mirándolo, disfrutando este primer encuentro íntimo con su inmensidad. La casita más cercana está a 40 metros.
Es hora de cenar, pero sigue siendo de día. En la Patagonia, el verano es de días extensos con luz hasta después de las 21. La estadía en los camps es con pensión completa, y en El Golfo –la casa común–, hay un hermoso espacio de estar con una larga mesa donde todos los huéspedes comemos juntos. Pronto nos convertiremos en compañeros de viaje.
El menú anuncia manjares con productos locales: de entrada, mbeju relleno de escabeche de algas y ceviche de pez gallo; como principal, escalope de escrófalo rebozado con algas wakame con arroz con tomate y pesto de salicornia; de postre, brownie de poroto negro con chocolate.
Las expectativas crecen al saber que en la cocina está Carola Puracchio, quien obtuvo el segundo premio en la edición 2024 del prestigioso Prix Baron B por su propuesta basada en algas marinas y productos de mar. Carola es bajita, lleva su negrísimo pelo recogido en un rodete alto y siempre sonríe. Cada día recolecta a mano las algas y la sal marina a metros de su cocina. Es de Camarones, lleva 22 años en gastronomía, y hace tres que empezó con las algas, cuando la bióloga Carolina Pantano le transmitió esa pasión que ahora también es suya. Me cuenta que cuando cocina piensa en ayudar al océano y que esta cena es un pequeño aporte, ya que comeremos undaria, un alga exótica llegada en barcos desde Europa que crece sin control, impide el paso de la luz y amenaza la diversidad marina. Además del gesto ecológico, la comida es deliciosa y deja en mí la sensación de compromiso. Para esta próxima temporada, Carola intentará retomar alguna iniciativa propia. La buena noticia es que no planea ir muy lejos. Habrá que preguntar por ella (su proyecto se llama @amar.algas).
Por la noche el cielo se desploma y el sonido de las olas se confunde con el de la lluvia: estoy definitivamente rodeada de agua. No obstante, unos tibios rayos de sol me despiertan al amanecer. Dejé las cortinas abiertas y esta tibieza matinal resulta una grata sorpresa. Al salir de la casa, el paisaje es otro: el mar se alejó y en su lugar emergió una extensa superficie pedregosa con manchas verde fluorescente. Son algas. La marea sube y baja entre cuatro y seis metros dos veces al día, de modo que crea una zona costera que se inunda y drena cíclicamente: la “marisma”. Estos movimientos son muy importantes para organizar las actividades del día; por eso Mermena, mi guía asignada, me busca para ir a caminar al intermareal –que así se llama– y cruzar a una playita que en otro momento estará inaccesible. Merme dice que el mar no es solamente para mirar, sino para experimentar. Caminamos entre las piedras con cuidado de no pisar algas, que son muy resbaladizas, y entre las rocas aparece la undaria, la misma que anoche formó parte de la cena.
Aunque a simple vista no podemos ver lo que sucede dentro del agua, en este espacio “anfibio”, el mar nos muestra muchas cosas: bichitos sobre las piedras, caracoles, cangrejos y variedades de algas. Su color también da información: las verdes hacen fotosíntesis al estar parte del día expuestas al sol; las pardas crecen sumergidas y las rojas crecen en la oscuridad del fondo del mar. Una vez que se aprende a observar y leer el suelo, es difícil levantar la vista. Pero al hacerlo, el espectáculo continúa con las aves que aprovechan la marea baja para alimentarse. Los playeritos de rabadilla blanca son chiquitos, pasan en bandada de a cientos y generan un nubarrón blanco y gris. En otra escala, están los petreles, las aves más grandes de la zona, con sus casi dos metros de ancho y un metro de envergadura.
Otra manera de recorrer la zona es en bicicleta por el camino vehicular o a caballo rumbo al arroyo Marea. Este arroyo desemboca en el mar, y el agua salada al penetrar su cauce forma una ría, que se ensancha, se angosta y cambia de dirección al ritmo de las mareas.
A orillas del arroyo está el Camping Arroyo Marea, con sitios para acampe, fogones, baños secos y refugio. Es el mejor lugar para ver los playones de salicornia, una planta marina popularmente conocida como “espárrago de mar”, que es utilizada en la gastronomía. También junto a la ría, en la zona de Marisma Camps, está la matera: una estructura semicerrada de madera que propone un espacio de reunión. Allí, al calor de un fogón bajo las estrellas y junto al mar, concluye mi segundo día en Patagonia Azul.
Portal Isla Leones
Vuelvo al ruedo. Tomo la RP 1 en dirección norte y llego al portal Isla Leones, donde hay dos campings gratuitos –Cañadón y Bahía Arredondo–, que están abiertos todo el año, e Isla Leones Camps, donde me voy a instalar. Me sorprende cómo tan sólo con dos horas de viaje el paisaje y hasta el mar cambiaron tanto. Aquí, las seis casitas están alineadas frente a la costa, al ras del suelo y rodeadas de guanacos, una escena que me resulta extrañísima. Está ventoso y los pocos metros que separan mi habitación del mar me hacen sentir expuesta. Aquí hay que poner el cuerpo.
Martina, mi nueva guía, me lleva de caminata por la estepa costera. Entramos a distintas playitas, unas minicaletas en las que la meseta se encuentra con el mar, por lo que crea desniveles. Subimos a unas rocas con cuidado y nos sentamos para no salir volando: el viento sopla a 34 nudos, unos 63 km/h. En esta región, el clima es protagónico; arma y desarma la agenda y te pinta un cuadro marino distinto cada día: un mar calmo como una pileta o un mar batido lleno de pintitas blancas con espuma en el aire que proviene de las rompientes de las olas. Estoy ansiosa por la navegación que haremos cuando el clima lo permita. Ya lo dije, pero mis ansias de ver ballenas aumentan.
Cuando el viento ya es insoportable nos vamos a refugiar a la “conchera”, una zona protegida entre médanos donde los pueblos originarios se juntaban a comer caracoles y por eso el suelo está lleno de valvas. Actualmente se está investigando si el área también fue un cementerio tehuelche, un chenque. Es la primera vez que escucho algo sobre los pueblos originarios de la zona. Se sabe –o se habla– poco de su historia.
Por la tarde hacemos snorkel: cada vez estoy un poco más dentro del mar. Pero como hubo muchísimo viento, el agua está turbia y apenas se ve algo de los increíbles bosques submarinos de cachiyuyo, otras algas gigantes que pueden llegar hasta los 40 metros de largo. El agua está helada, pero con el traje de neoprene no siento nada, salvo los pies, que los tengo congelados. Martina me cuenta que las rocas están cubiertas de vida: lapas, vieiras, estrellas de mar, cangrejos y langostinos. Hoy no vimos nada, pero, como dicen, siempre hay que dejar un pendiente como excusa para volver a los lugares.
Por la noche, en la cena, junto a los demás huéspedes, nos contamos los paseos que hicimos y cruzamos los dedos para que el clima mejore pronto y podamos salir a navegar mar adentro.
Un nuevo amanecer. Ahora sin viento, pero nubladísimo. Aun así salimos a las 5.45 hacia el mirador Del Puma, antiguo punto de caza de los puesteros cuando esta zona pertenecía a una estancia lanera. A pesar de los reclamos de las ONG ecologistas, los gobiernos de Chubut y Santa Cruz todavía habilitan temporadas de caza para zorros y pumas como una manera de proteger a los estancieros y su ganado. Por suerte, donde estamos, esa lógica no es la que manda.
Desde la altura, el paisaje se despliega y pueden verse los cabos, las caletas y los islotes que forman esta costa geográficamente accidentada.
Durante el desayuno mis deseos empiezan a tomar forma: a través del gran ventanal, en el horizonte se ven unos soplidos sobre el mar. Son ballenas jorobadas que se acercan a la costa. La navegación por la tarde es casi un hecho. ¡Qué felicidad!
Antes vamos a recorrer el sendero Del Cañadón, al que se accede a través del camping libre Bahía Arredondo. Son ocho kilómetros de una caminata de dificultad baja, desde la que se ven hermosas vistas de la bahía Arredondo y sus playas. La bahía es un semicírculo perfecto, por lo que la mayor parte de los viajeros piensan que se llama “Redondo”, pero su nombre no hace referencia a su forma, sino al nombre del general argentino que participó en las batallas de Caseros, Cepeda, Pavón y en la guerra del Paraguay.
Finalmente llega el momento esperado: desde el puerto natural de la bahía, partirá la navegación. Lucas, el capitán de nuestra lancha, nos advierte que podemos ver mucho o nada. Pero a los cinco minutos vemos el soplido de una ballena y entonces la esperanza y la ansiedad crecen. El color del agua es traslúcido, color frío pureza. La primera parte es tranquila, pero a medida que nos adentramos en el mar, las olas crecen. Voy en la proa y cada salto que pega la lancha es más alto, divertido y adrenalínico. En el camino vemos nidos de cormorán blanco y petreles, conocidos como “cóndores del mar” por ser carroñeros y limpiar el océano.
Al pasar por la lobería de la Bahía de los Franceses, los lobitos se nos acercan, curiosos y simpáticos, a pocos metros de la lancha, y nos saludamos en un avistaje recíproco. Desembarcamos en Isla Leones. Por las condiciones del tiempo, no podemos subir hasta el legendario faro de 1917, declarado Monumento Histórico Nacional. Demoraríamos demasiado y podría complicarse el regreso si el viento aumenta. Desde la costa se ve su particular forma, con sus 11 caras y el estado de abandono en el que quedó tras su reemplazo, en 1968, por el faro San Gregorio, hecho en el continente y con mejor acceso.
Durante el regreso pasamos por Caleta Hornos, sitio reparado del viento con un paisaje majestuoso que, además, tiene valor histórico. Aquí se produjo la primera fundación de un asentamiento español en las tierras de la actual República Argentina, en 1535, cuando Simón de Alcazaba fundó el Puerto de los Leones, un año antes de que se estableciera lo que hoy es Buenos Aires. Tomamos unos mates al abrigo de la calera y encaramos el tramo final de la navegación. Y entonces, en la última chance, sucede: un soplido cerca de la lancha nos hace apagar el motor. Nos quedamos a la espera hasta que un segundo soplido aparece aún más cerca… De pronto, no uno, sino dos lomos oscuros salen del agua y muestran sus aletas dorsales en forma de hoz con una mancha clara. Es una pareja de ballenas sei. La emoción en la lancha es total. Cada vez que las sei emergen, suena un suspiro colectivo: “Aaaaahhh”. Es la primera vez que veo una ballena, el mayor mamífero del misterioso mundo marino. Ya nos sentíamos más que satisfechos cuando el mar nos entrega un regalo extra: como flechas, un conjunto de cinco veloces toninas nos pasa por delante y por debajo. Saltan, como celebrando con nosotros el final de una jornada inolvidable.
Camarones
Este es mi último tramo hacia el norte, rumbo al pueblo de Camarones, donde concluye mi viaje. Hace días que casi no veo humanos y me acostumbré a caminar entre piedras y en silencio. Este cambio será una transición suave hacia la civilización: es la hora de la siesta en un hermoso pueblo con calles, autos y casas, pero casi sin gente a la vista.
Me alojo en las afueras, en una zona todavía más tranquila, en la Casona Islas Blancas. Allí me recibe cálidamente Marcela Bartels, anfitriona y dueña de casa, cuyo proyecto nació del deseo de revalorizar un lugar cargado de historia personal. La casona, que fue de su familia, es amplia, con habitaciones y espacios comunes generosos, tanto dentro como al aire libre. Su nombre proviene de las islas que se ven enfrente, cubiertas de guano y por eso “blancas”.
A orillas del mar, Camarones es la población más antigua de Chubut. Desde 2017 posee la distinción de “pueblo auténtico” por conservar rasgos de identidad únicos que resistieron el paso del tiempo. Todavía hay una veintena de casas originales en pie, con una arquitectura particular de chapa acanalada y madera. Como en un principio era un puerto frecuentado por barcos ingleses, muchas viviendas fueron construidas con ese estilo británico. Entre ellas está la emblemática Casa Rabal, de 1901, que comenzó como almacén de ramos generales y aún funciona con sus antiguos mostradores y una caja registradora centenaria. Su nombre se remonta a 1940 cuando uno de sus empleados, Antonio Rabal, compró el local. Hoy, los propietarios conservan entre sus recuerdos remitos y facturas de compras de la época en que la familia Perón vivía aquí: un capítulo significativo en la historia local que se narra en la casa-museo de Perón.
En realidad, la casa-museo es una réplica de la vivienda original, destruida por un incendio. Allí, a través de objetos y fotografías, se cuenta la historia de “Perón antes de Perón”, en los años de su infancia patagónica, entre 1900 y 1904, durante el tiempo que su padre fue Juez de Paz, y de paso estuvo a cargo de algunas estancias ovinas. Aunque luego se fue a estudiar a Buenos Aires, Juan Domingo volvía cada verano y forjó un vínculo profundo con esta tierra. Así lo demuestra una reproducción de la carta que Perón le envió a Evita desde la isla Martín García, en la que le confesaba su deseo de retirarse y estar tranquilo junto a ella en Chubut.
Además del museo, en la locación funciona la oficina de Turismo y Cultura, que se ensambla con una construcción moderna a la réplica de la casita de chapa y madera. Otra arquitectura típica, esta vez de la década del 50, son las construcciones de toba volcánica con arcos de medio punto que albergan varios de los edificios institucionales del pueblo, como la iglesia, la comisaría y la escuela.
Son las seis de la tarde y, poco a poco, los primeros habitantes comienzan a aparecer en bicicleta, caminando, haciendo las compras. En la playa, algunas familias toman mate mientras los chicos se lanzan una y otra vez al mar desde las rocas. El atardecer baña de luz cálida al pueblo y al profundo océano azul. De pronto, estepa adentro, una extraña neblina empieza a formarse.
Media hora más tarde, como si supieran lo que está por suceder, todos se retiran. Las calles quedan vacías y el viento se desata con violencia. En cuestión de minutos, una tormenta seca envuelve Camarones. Es un nubarrón de polvo que vaya uno a saber cuántos kilómetros ha recorrido para salir al encuentro con el mar. Y allí, en medio de un abrazo salvaje, este pueblo –cruza del océano y la estepa– desaparece bajo una cortina blanca.