Cuando en 2017 el entonces ministro (y después secretario) de Ciencia y Tecnología Lino Barañao sugirió en una entrevista discontinuar los estudios medievales en el Conicet, unos mil investigadores de todo el mundo, más la comunidad científica local, reaccionaron y firmaron un documento escrito por un desconocido para la gran mayoría llamado Carlos Astarita.
“Del feudalismo se originaron el modo de producción capitalista, el régimen político moderno, la sociedad civil, el sistema parlamentario, las condiciones del racionalismo, las comunas, las luchas sociales, la forma de familia que hoy se encuentra en crisis, la Iglesia, la religiosidad moderna, la discriminación de las minorías confesionales, el préstamo y los bancos, las primeras configuraciones nacionales y el colonialismo. Prácticamente todas las determinaciones cardinales de nuestro mundo derivan de la Edad Media”, dice, en parte, la respuesta precisa en datos y apasionada en la argumentación que esgrimió el, en aquel momento, integrante del Conicet dedicado a la historia del Medioevo y docente de esa materia en las universidades de Buenos Aires y de La Plata.
Primo de Néstor, el baterista de jazz que murió el año pasado, Carlos Astarita es hoy profesor emérito de la UNLP, donde continúa su actividad al frente de seminarios de doctorado mientras publica artículos de modo regular (tiene más de 70 en revistas especializadas) en ediciones europeas. Pero lo que más lo ocupa y entusiasma es su cuarto libro -del que ya lleva escritas 700 páginas- sobre las distintas interpretaciones (demografista, malthusiana, neoclásica, entre otras) sobre el sistema económico medieval, sin temor a la polémica.
“Me despierto en medio de la noche pensando en lo que escribo, si me falta algo, si lo expliqué mal, todo el día pienso en mi libro”, dice sobre su concentrada pasión, distraída apenas por muy pocas cosas: la camiseta de Independiente (“sigo sin entender porqué Garré, y no Bochini, estuvo en la selección”) y la familia que armó hace tiempo, con cuatro hijos y cinco nietos.
Es que estos libros no se soplan, exigen años de horas silla: el primero, su tesis de doctorado, es Desarrollo desigual en los orígenes del capitalismo (1992); el segundo, Del feudalismo al capitalismo. Cambio social y político en Castilla y Europa occidental, 1250-1520 (2005), es una compilación de sus artículos coeditados por la Universidad de Valencia y de Granada, y traducido al inglés (2020); y el tercero, donde retoma el gran tema de José Luis Romero (ya hablaremos de él), Revolución en el burgo. Movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa (2019), un tomo de 1142 páginas editado por Akal.
La verborragia imparable que tiene frente a estudiantes y colegas en el mundo universitario empalidece en situaciones sociales que requieran exposición y gestos cortesanos. En 2015, la Embajada de Francia lo invitó a un almuerzo con el medievalista Patrick Boucheron, homenajeado por su nombramiento como profesor del Collège de France. Su retraimiento social fue más fuerte y, simplemente, faltó a la cita. Dicen que la Embajada de Francia no volvió a tenerlo en cuenta en agasajos.
“Uno de los fundadores de la revista de los Annales, Lucien Febvre, se refirió a ‘los combates por la historia’. Efectivamente, la historia es un campo de confrontaciones”, dice Astarita, amado y odiado en los claustros de la academia. Del mismo modo que Gramsci decía que se pensaba en oposición, para el medievalista argentino la controversia es imprescindible para el desarrollo del conocimiento. Pero para que esto se cumpla, es necesario no excluir al polemista y asegurar los medios para debatir por carriles civilizados.
Acerca de esta cuestión, cuenta con una anécdota propia: “A principios de los 90, la comisión de Historia del Conicet rechazó mi informe de investigación con el argumento de que había criticado a sus miembros y porque aplicaba, según decían, concepciones arbitrarias en mi trabajo (que en realidad eran concepciones marxistas). En respuesta, un nutrido grupo de catedráticos españoles solicitaron que la Comisión se abstuviera de aplicar criterios burocráticos e ideológicos en sus estimaciones. Finalmente, mi informe fue aprobado. El caso vale como ejemplo, extremo pero también típico, de conflictos académicos conducidos por la intolerancia”.
-¿Por qué eligió a la Historia Medieval como especialidad y no, como le diría Barañao, la argentina?
-Son varias las razones. Ya en la escuela secundaria no me resultaba interesante cómo se enseñaba historia argentina, era un relato positivista, factográfico y lineal, centrado solo en los acontecimientos políticos. Tampoco la alternativa revisionista me atrajo intelectualmente porque eran polémicas sobre si Rosas era bueno o era malo. Todavía no conocía los textos de Tulio Halperín Donghi, porque supongo que eso me habría acercado a la historia argentina. Tampoco me atrajo lo que leía durante la “primavera montonera”, me parecía “política retrospectiva”. Otra de las razones surge en oposición a mi padre, un hombre de izquierda y ateo para quien la Edad Media era el período más funesto de la historia de la humanidad, un auténtico “militante de la leyenda negra”. Pero al entrar a la universidad y conocer autores como Jacques Le Goff, Georges Duby, Rodney Hilton que escribían con maestría sobre una época que no tenía nada de oscurantista, me fascinó el desafío de ese debate.
-¿Los docentes que le tocaron tuvieron algo que ver?
-Sí, esa es otra de las razones. En la facultad de Filosofía y Letras, cuando yo estudié -a principios de los 70- la profesora de Medieval era Nilda Guglielmi, y no me interesaba su planteo. Pero a partir de 1973, así como hubo una disminución en la rigurosidad y una politización mal hecha en las investigaciones, paradójicamente pude conocer a los tres mejores profesores que tuve en toda mi carrera: Reyna Pastor, una gran investigadora que hacía una revisión crítica del siglo XI en adelante y abierta a abordar cuestiones desde distintos puntos de vista; Enrique Tándeter, en Historia de América, y la gramática interpretativa de Abraham Haber (crítico de LA NACION) en Historia del Arte. Pero en 1974, cuando la facultad es tomada por las fuerzas más oscuras, continué estudiando aparte con Pastor, comencé mi tesis hasta que ella tuvo que irse amenazada por la Triple A. Me quedé solo, sin guía, pero aprendí la fascinante experiencia de estar frente a los documentos e investigarlos.
-¿Dónde investigabas y con qué archivos y documentos?
-Después de trabajar en un laburo “ganapan”, me iba todos los días al Instituto de Historia de España, de la UBA, el que formó el historiador español Claudio Sánchez Albornoz (presidente en exilio de la República española, cuya vida y producción historiográfica merece nota aparte) a quien apenas conocí porque ya estaba retirado.
-Sánchez Albornoz había formado discípulos que, a su vez, tenían continuadores, pero usted no estuvo entre sus seguidores
-Fue un gran historiador y destacado docente en la UBA. Como otros positivistas, hacía un riguroso trabajo documentalista para situar con exactitud la fecha de una batalla, muy centrado en la historia institucional, como si los códigos y las normas reflejaran la vida de la gente. Por otro lado, dejaba de lado esa rigurosidad crítica documentalista para hacer elucubraciones sobre el ‘homo hispanicus’ forjado, según él, a partir de la Reconquista: su pregunta era por qué España había perdido el ritmo de la modernidad. Esto lo llevó a grandes polémicas, en especial con Américo Castro, otro español exiliado en los Estados Unidos, sobre qué era el ser español, pregunta sobre el ser nacional que también tuvo la historiografía positivista argentina. Ahora bien, sus discípulas, como Guglielmi, María del Carmen Carlé, Hilda Grassotti continuaron la obra del maestro, pero siguiendo sus ideas, no plantearon preguntas nuevas ni problemáticas a discutir, sin desafío intelectual.
-¿El primer medievalista argentino fue José Luis Romero (padre del historiador Luis Alberto Romero)?
-El primer medievalista que viene a la Argentina fue Clemente Ricci, un italiano que llegó al país a fines del siglo XIX e inaugura el estudio riguroso de los documentos al incorporar la filología. Cuando se jubila, a principios de los cuarenta, es reemplazado por Sánchez Albornoz, que le da lugar a Romero para que publique en los Cuadernos de Historia de España, pero no tuvo ninguna influencia sobre él. En 1948, Romero publica La Edad Media, un libro pequeño y excelente editado por FCE, con un mérito excepcional que va más allá de la Edad Media: inaugura en la Argentina la historia social. Trazó un gran esquema sobre el desarrollo del mundo burgués desde la Alta Media y fines del Imperio Romano occidental. Provocó una renovación total de la historiografía, otra forma de plantear problemas. Además, Romero aportó lecturas nuevas, su cátedra hacía traducciones, se relacionó y estaba en sintonía con la Escuela de los Annales francesa. Organiza la cátedra de Historia Social General donde nuclea a Reyna Pastor, Ernesto Laclau, Tulio Halperín Donghi, Alberto Plá (entre otros a quienes formó e influyó como Roberto Cortés Conde, Ezequiel Gallo y Juan Oddone), era un lujo, toda esa gente en una cátedra, hasta 1966, cuando se terminó.
-¿Qué diría Romero acerca de por qué estudiar Historia Medieval?
-Voy a dar uno de sus argumentos. ¿Cuándo empieza la historia argentina? ¿El 25 de mayo de 1810? No, antes. ¿Con la conquista española? No, antes, porque estaba España y sus instituciones, las que trajeron a América. Entonces, hay que estudiar Europa. Además, gran parte de todo lo que tenemos -salvo el mundo digital- nació en la Edad Media: el capitalismo nace del sistema feudal, los bancos y las universidades, la Iglesia, la estructura de la familia, las ciudades, la génesis del sistema político a diferencia de sistemas despóticos orientales porque la soberanía política estaba fragmentada, el rey no era un déspota, había parlamentos estamentarios. Si se habla del individualismo, la aparición de la firma, ese tipo de cosas que siempre se subrayan con el Renacimiento, empezaron a delinearse también en la Edad Media, que llega hasta casi fines del siglo XV (1492, llegada de Colón a América) y, para otros, hasta 1520 (reforma de Lutero, entre otros hechos).
-Además de Europa, ¿dónde se dio el feudalismo?
-En los dos extremos, en dos márgenes del mundo de entonces, en Europa y en Japón. Por otro lado, debe revisarse la tesis de que el capitalismo surgió en Inglaterra. No solamente, fue en muchos otros lugares de Europa, como en Polonia, donde encontramos industria rural a domicilio, de producción de mercancías para el mercado.
-¿Se puede usar el término feudalismo para otras regiones?
-Pierre Vilar dijo que la conquista española en América fue una extensión del feudalismo. Otro investigador, Immanuel Wallerstein, plantea más o menos lo mismo. Creo que en la explotación española en América hay muchos elementos feudales, lo que no significa que el sistema sea feudal, sino que sean formas mixtas. Hablamos de feudalismo no como una institución de relaciones feudovasalláticas entre un señor superior y un señor inferior, sino que hablamos de una forma de economía rural en la que los campesinos no son propietarios, sino que deben pagar rentas. Y sí, ahí tenemos elementos muy similares al sistema feudal. De todos modos, no soy experto en historia de América.
-Siempre marcó su diferencia con las interpretaciones positivistas centradas solo en lo institucional y las neoclásicas que universalizan, por ejemplo, la noción de mercado. Por otro lado, pone en valor el abordaje de la historia social. ¿Qué lugar ocupa las herramientas del materialismo histórico para el análisis?
-El historiador francés Alain Guerreau dijo que los historiadores marxistas son minoría, pero que su importancia cualitativa es inversamente proporcional a su importancia cuantitativa: hay miles de historiadores de la Revolución Industrial, pero nadie desconoce a Eric Hobsbawm; lo mismo puede decirse sobre la historia del movimiento obrero y Edward P. Thompson, o sobre la Revolución Francesa y Albert Soboul, y puedo seguir. Pero la influencia del materialismo histórico reconoce diversos niveles: notables medievalistas como Romero, Duby o Le Goff recibieron este influjo sin adscribir a este sistema. El marxismo ha proporcionado una serie de conceptos operativos (clases sociales, lucha de clases, modos de producción, etc.) y de problemáticas como la de las transiciones o la de la conciencia de clase en historiadores eclécticos, influenciados por diversos sistemas conceptuales. Hay mucha diversidad, fusiones y tradiciones múltiples que complican los casilleros y el reduccionismo. Entre los historiadores marxistas, nada tienen que ver Perry Anderson y Christopher Hill, o un Gramsci con un Althusser. Importan los sistemas interpretativos, pero también depende de la persona. He conocido historiadores marxistas anodinos y no marxistas que planteaban desafíos. En el ámbito académico -y en muchos otros- hay gente que rechaza la disidencia y otros que aceptan la diversificación y la coexistencia de cátedras distintas: esto es lo que hay que defender hoy, porque la violencia verbal contra la disidencia y la crítica es barbarie.
-¿Cómo nació el lugar común que asocia la Edad Media al oscurantismo?
-Uno de los orígenes de la desvalorización del Medioevo estuvo en la burguesía que luchaba contra los señores feudales, pero no es la explicación total. La clave está en su origen, pensado como un período intermedio entre dos épocas brillantes, la Antigüedad y el Renacimiento. Esta periodización responde a un enfoque de historia cultural porque durante mucho tiempo se supo poco de otros aspectos del Medioevo, de la historia económica o de la historia social, y en historia política no se pasaba del acontecimiento. Cuando se descubrió que de ese período derivan las más importantes determinaciones del mundo actual, se descubrió también la riqueza de esa época que se tenía por oscura o incluso por tenebrosa.
-Además de los estudios académicos de grado y posgrado, ¿qué otros saberes específicos son necesarios para ser un medievalista?
-El latín es imprescindible, porque solo para la Baja Edad Media (desde los siglos XIII y XIV) abundan los textos no latinos, si bien en esos siglos los eclesiásticos seguían escribiendo en latín. A su vez, y si bien los hispanistas tenemos la ventaja de disponer de mucha documentación editada, es necesario entrenarse en paleografía. También se requiere atender cuestiones filológicas y hermenéuticas porque los escribas falsificaron o interpolaron muchos textos. Conviene manejar varios idiomas modernos, porque a diferencia de otras ciencias, el inglés no es el único idioma. Todos estos conocimientos instrumentales pueden adquirirse en la UBA y en la UNLP. Por supuesto, quien se dedique a la historia económica debe conocer cuestiones de la teoría, como los ciclos de ascenso y crisis demográfica y económica; o, si se trabaja en las estructuras de parentesco, es imprescindible conocer a los grandes referentes teóricos: Morgan, Levi–Strauss, Godoy, Bourdieu.
-¿Qué opina del término tecnofeudalismo, adoptado en particular por el economista Yanis Varofakis para explicar el sistema postcapitalista?
-En principio, aclaro que no soy economista ni estudio la sociedad actual. Pero diré que las cualidades básicas de lo que Yanis Varofakis llama tecnofeudalismo no estaban presentes en el feudalismo, ni en el medieval ni en el tardío de la Edad Moderna. En cualquiera de las dos versiones no se caracterizó por la tecnología ni por el cambio constante en las fuerzas productivas. Los cambios en las técnicas, como un nuevo sistema de tiro del caballo, la herradura o el paso de la rotación bienal de los cultivos a la trienal fueron muy lentos y localizados. La mayor inversión fue en trabajo vivo, no en tecnología. El crecimiento era más bien extensivo (ganar nuevas tierras) que intensivo. La base era la producción agraria: entre el 80 y el 90 por ciento de la población era campesina, y alrededor de esa economía rural se formaban las relaciones sociales básicas. Esto no se parece en nada a las sociedades actuales. Tampoco hoy un empresario es propietario de derechos jurisdiccionales que pueda aplicar en supuestos feudos. Afirmar que ahora hay siervos es desconocer que esta categoría designa a una condición de semiesclavitud y semilibertad, inherente a un campesino poseedor de alguna parcela a cambio de rentas, impedido a su movilidad física, sometido a coacciones extraeconómicas y sometido al personalizado dominio político del señor. Esto no es asimilable a la situación del proletariado moderno con libertad para vender por salario su fuerza de trabajo. Es posible que en la actualidad existan algunos controles monopólicos de mercado, en alguna medida, similares a los que existían en la Edad Media, cuando el señor tenía, por ejemplo, el derecho a vender su vino antes que lo vendieran los pequeños campesinos. Esto conduce a pensar en la empresa “precio-formadora” del poskeynesianomarxista Michal Kalecki, teórico de la moderna competencia imperfecta, problema que ya habían visto otros, como Thorstein Veblen o Rudolf Hilferding. No sé si esto es así en la actualidad, pero sí es un rasgo del feudalismo. En cualquier caso, no se puede caracterizar el conjunto de una formación social por una similitud en uno de sus atributos. En síntesis, feudalizar el sistema tecnológico actual es anacrónico.
-Ha dictado seminarios y realizado estadías de investigación en Salamanca, Oxford, en el Consejo Superior de Investigaciones de Barcelona, en L’École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, etc. ¿Cómo reciben los medievalistas europeos a los colegas argentinos?
-Muy bien, siempre fui muy bien recibido, el tratamiento es igualitario. Globalmente, los historiadores franceses valoran la historiografía argentina. Desde José Luis Romero, que era altamente valorado por Le Goff.
-Tal vez a partir del éxito de El señor de los anillos, basada en textos de Tolkien, más Harry Potter, Game Of Thrones, Vikingos, etc.: el consumo masivo de ficciones que aluden al imaginario medieval, a lo caballeresco, a la aldea, se expandió. ¿Tiene alguna teoría al respecto?
-No conozco qué pasa con medios audiovisuales, ni qué se consume sobre la Edad Media, y desconozco sobre modas que se imponen. Me han dicho que vivo fuera del mundo actual y tal vez sea cierto. No uso casi el celular, no veo redes y pienso casi exclusivamente en la actividad que más me entretiene, que es el Medioevo. Puede que las personas busquen en esas películas algo que no se tiene, un deseo de estar menos solos, más en comunidad, añoranza en lo que hemos perdido, una vida más transparente. Pero también hay idealizaciones. En la aldea había controles generalizados, el famoso panóptico era más de la Edad Media que de la actual. No sé si a la gente le gustaría vivir en un panóptico medieval, donde todo estaba a la luz y era visto por todos.
-Si pudiera elegir, ¿viviría en la Edad Medía?
-La historia social muestra que las condiciones generales de vida eran mucho peores que las actuales. Hay algunas comprobaciones contundentes. Palmiro Togliatti, secretario del Partido Comunista italiano, visitó en 1948 la población de Matera y denunció que sus cuevas habitadas por humanos y animales eran la vergogna nazionale. Eran las condiciones degradantes que reveló, en 1945, Carlo Levi en la novela Cristo se detuvo en Eboli. Eran las condiciones que desenmascaró sobre el cortijo español Miguel Delibes en Los santos inocentes. Esa era la vida del campesino medieval. Con respecto a Matera, el gobierno italiano de De Gasperi trasladó a esa población que vivía en cuevas a viviendas populares. Esto es elocuente: la casa del campesino medieval era un habitáculo inhumano para los parámetros del hábitat proletario del siglo XX. Otras evidencias son las hambrunas periódicas (testimonios de canibalismo, necrofagia y panes amasados con harina y tierra) y la alta mortalidad. Recién con el capitalismo la mortalidad dejó de ser el principal microrregulador demográfico. Decididamente, prefiero vivir en el siglo XXI.