Pavorosos resultados de la inseguridad pública

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El Congreso de la Nación, las legislaturas provinciales, los municipios, y no solo el Poder Ejecutivo Nacional, tienen sobre sí la enorme responsabilidad de disminuir drásticamente las condiciones de inseguridad en que vive la población de grandes centros urbanos y hasta la de pequeñas comarcas rurales.

Es un sofisma inaceptable que algunas medidas de orden preventivo y de fondo penal no deberían adoptarse mientras se esperan cambios sustanciales tanto en la educación pública como en los ingresos, algo restablecidos últimamente, de los sectores más pobres de la sociedad. Se debe avanzar por ambas manos con absoluta eficiencia, y no demorar la aplicación de ninguna regla que aliente la esperanza de recuperar cuanto antes los márgenes mínimos de seguridad que se han perdido.

Chiquilines de 14 o 15 años, a veces estimulados por el propio ámbito familiar, pero en edad de ser conscientes de lo que es el mal y el bien, suelen ser veteranos en el ingreso y la salida inmediata de comisarías después de cometer la enésima violación de las leyes. Lo hacen con una impunidad que espanta. La venganza por los propios afectados de delitos se halla estigmatizada por antiguas normas de las sociedades civilizadas, pero aquella impunidad logra hoy entre nosotros un creciente e infortunado grado de legitimidad ante la sociedad, expuesta sin respiro a la acción de los delincuentes.

Esto se ha vuelto a advertir como consecuencia de la repercusión de un hecho ocurrido días atrás. Un ladrón murió y su cómplice resultó herido al ser atropellados por un hombre que salió a perseguirlos al saber que habían asaltado a su pareja. El motochorro que salvó la vida por milagro fue puesto inmediatamente en libertad; el conductor que, en estado de violencia emocional, mató al cómplice de aquel quedó, en cambio, detenido.

Chiquilines de 14 o 15 años, a veces estimulados por el propio ámbito familiar, pero en edad de ser conscientes de lo que es el mal y el bien, suelen ser veteranos en el ingreso y la salida inmediata de comisarías después de cometer la enésima violación de las leyes

Fue eso el resultado, en parte, de la aplicación de un principio penal básico: producir una muerte por la voluntad deliberada de dañar como respuesta a otro daño, anterior, como el sufrido por la pareja de quien quedó detenido. En cuanto al menor, de 17 años, que fue partícipe del hecho y precipitó la tragedia, cabría preguntarse por qué quedó en libertad inmediata y no fue recluido en un establecimiento a fin de que se estudiara, al menos, detenidamente, su situación.

Los efectos del miedo y el pánico se extienden en la población frente a la inacción de un Estado cuya primera función y razón de ser es, precisamente, la de velar por la seguridad de los habitantes.

Solo en los últimos 16 meses fueron asesinados 29 policías; 28 de esas bajas se produjeron en el Gran Buenos Aires. Entre los caídos, 12 efectivos pertenecían a fuerzas federales. El origen de estos lamentables episodios fue diverso, pero en muchos casos tuvieron en común la osadía de los delincuentes, que antes rehuían la presencia de los agentes de policía o seguridad: hoy, los enfrentan de igual a igual. Uno de esos casos fue el de la muerte de Benjamín Szadura, de 32 años, oficial que participaba de un operativo de saturación contra narcos en la Villa Hidalgo. Al encontrarse frente a frente en uno de sus pasillos fue asesinado por un dealer.

No siempre los agentes han pagado con su vida a raíz de actos de servicio. Han sido asesinados, también, mientras esperaban en algún lugar a un familiar o se desempeñaban, a fin de mejorar sus ingresos, como choferes en horas extras. Sea como fuere, las bajas en tan alto número –sobre todo en el Gran Buenos Aires– de hombres más preparados que los ciudadanos del común para defender la vida es un elocuente ejemplo de lo que sucede. Se trata de un desolador testimonio de que urge una reacción en todos los niveles gubernamentales del país.

Urgen, en efecto, respuestas categóricas frente a una gravísima situación que pone en jaque cada vez más vidas de personas inocentes, alentada por los complejos que procuran introducir los demagogos de toda índole, entre los que tallan ciertos intelectuales como el exjuez Eugenio Zaffaroni. Después de su cuarto de hora de gravitación política y judicial, y de haber sido un magistrado silencioso durante la dictadura militar, este contribuyó como el que más para que se debilitaran las defensas lógicas de la sociedad frente al crimen ordinario, organizado o no.

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