La dictadura del algoritmo me tiene un poco fastidiado, debo confesarlo. ¿Por qué a ese señor se le ocurre que si en algún momento de distracción vi una película absolutamente pasatista me tiene que gustar esa cantidad inmensurable de producciones intrascendentes y aburridas que abundan en las plataformas de streaming como para que me las destaque? Ni hablar de lo que ocurre cuando hacemos alguna búsqueda en la web y, aun cuando ya hayamos encontrado lo que queríamos, nuestras redes sociales y nuestras vidas (gran parte de la vida transcurre en las redes, digamos todo) se ven invadidas por sugerencias o publicidad directa de las cosas más diversas.
Pero no vine aquí para hacer una diatriba de ese instrumento infernal, pero también muy útil. Ya verán. Porque en el fondo hay que reconocer que ese señor, al que nadie conoce, pero todos sabemos de su existencia y su poder, también acierta en una parte importante y resulta muy recomendable. No hablo de heladeras, muebles de cocina o cualquier herramienta que se les ocurra. Hablo de lo importante, al menos para mí.
Aunque en su mayoría descarte aquellas series o films de las que les hablaba, también me recomienda obras que desconocía o me interesaba volver a ver. Ni hablar de la música, que es adonde quería llegar.
Suelo pensar qué cosas me estaría perdiendo (¡muchísimas!) de no ser por su ayuda. Desde lo último grabado por músicos famosos y que, en medio del fragor diario, ni me entero de que está en el aire, hasta pequeñas delicias de artistas casi desconocidos que llegan a mi lista por obra y gracia de esos criterios indescifrables.
Más aun teniendo en cuenta que muchos de esos trabajos son “apenas” canciones únicas, o un puñado de ellas. Hoy, por suerte, no es necesario esperar a tener un “disco” completo para ofrecerle al público (ya sé, soy de otra época).
No quiero aburrirlos, porque supongo que muchos de ustedes no compartirán mis gustos. Solo un par de ejemplos de los que me llegaron últimamente para explicarme mejor.
Tengo etapas, como todos, supongo, en que me concentro en un género y lo recorro lo que más puedo. Sí, adivinaron. El “guía” de los sistemas informáticos decide entonces llevarme por ese camino.
Me gusta particularmente cuando, después de terminar un álbum especialmente elegido por mí, no espera a que yo vuelva a pulsar cualquier botón. No, él decide qué artistas iré escuchando siguiendo su voluntad. Que se supone que es la mía, claro, o la que él supone que es la mía.
Y suele acertar. Estaba escuchando (generalmente mientras conduzco) algunas joyas de nuestro folclore, como el Cuchi Leguizamón (por favor, regálense “Me voy quedando” en la versión que quieran, la de Fabiana Cantilo con Lito Vitale es particularmente bella) y de golpe apareció Ahyre, un cuarteto originario de Salta pero con un repertorio mucho más amplio. Los había escuchado alguna vez, pero no haciendo “Bellasombra”, una canción cuya grabación en vivo junto a Raly Barrionuevo me hizo temblar. Es de 2020, y la versión que escuché es una grabación en vivo en 2024, con lo que el calor del público suele sumar.
Hay algo en la combinación de voces humanas y de las armonías que, incluso más allá de no seguir la letra de la canción, me suele conmover. Alguna vez estudié canto y quise averiguar si esos sonidos podían causar emoción desde lo físico (por ejemplo, en las notas agudas). No supieron explicármelo (o tal vez no lo entendí), pero en todo caso la recomendación fue: quedate con la emoción. Yo, agradecido.
Vuelvo entonces sobre lo importante que puede ser esta tecnología para esos artistas que con un gran esfuerzo graban y tratan de hacerse conocer. Nunca fue fácil, pero tal vez ahora puedan acceder mejor.
La tecnología está aquí para quedarse, aprovechémonos de lo que nos puede servir.