Se conocieron en el club donde sus hijos jugaban al fútbol y crearon la cantina más querida de Palermo

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Para entrar a la cantina hay que ingresar al club Palermo. Un lugar centenario que se mantiene estoico en medio de una calle Fitz Roy cada vez más tomada por emprendimientos gastronómicos e inmobiliarios. Las paredes del salón están forradas de liturgia futbolera y fotos que no son solo de celebridades: también se ven familias y equipos de chicos con la camiseta palermitana. Los comensales ocupan las mesas apenas comienza el turno. El público es heterogéneo: compañeros de trabajo, familias, parejas jóvenes y también turistas que buscan una experiencia popular y comida casera, bien porteña.

La historia del restaurante comenzó en las gradas de una de las canchitas. Lo fundaron tres amigos, padres de chicos que jugaban al fútbol en ese club que, en aquel entonces, funcionaba como un segundo hogar para ellos.

Juan Pablo Garófalo, uno de los socios, saluda desde su mesa de siempre a todos los que entran y recuerda cómo empezó todo, hace diez años. Cerca está su hijo Gian, que tira datos, completa las anécdotas y hace chistes. “Antes de 2014 esto era solo un buffet”, dicen. Hoy, con casi 150 cubiertos, platos abundantes y una clientela que se renueva sin dejar de ser fiel, la cantina parece haber encontrado su mejor forma.

Las porciones son siempre abundantes

–Juan Pablo, ¿cómo nació Cantina Palermo?

–Éramos tres padres que nos conocimos porque nuestros hijos jugaban al fútbol en el club. Nos veíamos todos los fines de semana. Ellos arrancaron a los seis años y nosotros desde entonces estamos acá, pasando mucho tiempo en el club, acompañándolos. Así empezó una amistad que ya lleva más de 20 años. Un día, Juan Manuel –Tarzia, otra parte del tridente de socios que completa Marcelo Ferrari– me llamó y me dijo: “Che, hay una posibilidad con el espacio del club, ¿hacemos algo?”. Y ahí nos largamos. Nos unía la comida, el fútbol y la idea de armar un lugar propio, pero también un lugar que tuviera ese espíritu de encuentro, de familia. Ninguno tenía experiencia gastronómica, pero era una forma de seguir siendo parte del club.

–¿Con qué se encontraron?

–Era un buffet. Uno sencillo, como hay en todos los clubes, donde te tomás una gaseosa y te comés un pebete. No había nada: ni salón como el de ahora, ni decoración. Todo lo fuimos haciendo con el tiempo. Y con mucho laburo. Nosotros venimos de otros rubros, pero teníamos claro que esto había que pensarlo en equipo. Hoy ya pasaron diez años y seguimos los tres, aunque cada uno con sus tiempos y responsabilidades.

–¿Los condiciona estar adentro de un club?

–Muchísimo. Te cambia la lógica. Porque no es solo un restaurante, es parte de una comunidad. Estás rodeado de familias, de chicos que vienen a entrenar, de padres que se quedan a comer algo. Por eso la cantina tenía que tener un estilo muy claro: comida abundante, precios accesibles, ambiente relajado, gaseosa de litro, sifón, vino en pingüino. Que venga uno y diga: “Te traje esto para la mesa”, como se hacía antes.

Las banderas de los diversos países del mundo, un infaltable del salón

–¿Y cómo fueron armando el concepto?

–Nosotros siempre dijimos que este lugar tenía que mezclar tres cosas: fútbol, familia y amigos. Eso lo teníamos claro desde el primer día. Después, cada uno trajo lo suyo. Juan Manuel, por ejemplo, que es muy creativo, se ocupó del diseño del salón. Tenemos muchos amigos futbolistas, eso ayudó a decorar con camisetas que tienen su propia historia. Algunas son de Primera, otras del ascenso, otras del extranjero. Las trajeron conocidos o clientes. Un día vino un jugador de la Selección, otro día pasó uno del ascenso que dejó la suya con una dedicatoria. Hoy por suerte las paredes de la cantina hablan solas.

Una camiseta de Diego Armando Maradona, enmarcada de una de las paredes

Herencia cantinera

Cuando cerró la tradicional Cantina de Arnoldo (que funcionó durante casi seis décadas en Bulnes y Cabrera), muchos de sus trabajadores se quedaron sin rumbo. La noticia pasó casi desapercibida fuera del círculo gastronómico, pero no para Juan Pablo y sus socios. Ellos conocían ese equipo, su oficio, su forma de trabajar. “Nos pareció lógico hacerlos parte –dice Juan Pablo–. Estábamos empezando el proyecto y ellos eran gente de experiencia, de confianza, con el espíritu que nosotros queríamos. Nos contactamos y se sumaron en bloque”. Hoy, algunos siguen siendo parte del corazón operativo de Cantina Palermo. Saben lo que es servir sin apuro, mirar las mesas, detectar lo que falta sin necesidad de que alguien lo pida. “Esa gente nos enseñó mucho”, reconoce Juan Pablo. “A veces, los proyectos se consolidan cuando uno tiene la humildad de escuchar a los que vienen de antes”.

La fachada del club, en Palermo

–¿Y la comida? ¿Cuál es la especialidad?

–El fuerte son los pollos. El pollo al spiedo, el portugués, el calabrés, el de verdeo y huevo… Salen mucho. Después, las milanesas gigantes, para compartir. Tenés la suiza, la napolitana, la de jamón crudo y rúcula. También pastas: fideos al cartucho, sorrentinos, lasañas. Y algunas carnes como la entraña o el vacío. Todo casero, abundante. Como en las casas de antes.

Milanesas con fideos, como se comía

–¿Cómo es el equipo de trabajo?

–Algunos están desde el principio. Con los años sumamos gente, pero la base se mantuvo. Hay una cocina sólida, mozos que conocen a los clientes y chicos jóvenes que fueron entrando. Nosotros nos apoyamos mucho en ellos: les damos lugar para que propongan cosas, el menú lo arman en conjunto. Obviamente, la decisión final la tomamos nosotros, pero hay mucha participación. Y eso se nota, la gente lo valora.

–¿Tienen identificados a los clientes?

–Sí. Hay señores grandes que vienen siempre el mismo día, a la misma mesa. Hay familias que se conocieron acá. Hay chicos que jugaban al fútbol y ahora vienen con sus novias. También turistas, sobre todo cuando hay partidos internacionales: Libertadores, Sudamericana, por ejemplo. Vienen hinchadas de Chile, Colombia, Brasil. Pero el fuerte sigue siendo la gente del barrio. Y eso para nosotros vale oro.

Muchos amigos futbolistas ayudaron a conseguir las camisetas que decoran el lugar

–¿Qué es lo más gratificante de este proyecto? ¿Y qué es lo que resulta más difícil? No es fácil la gastronomía, especialmente para quienes vienen de otros rubros.

–Lo más lindo es que es algo que siempre soñamos y lo pudimos hacer. Y que nuestros hijos también lo vivan. Hoy tienen entre 21 y 26 años, vienen, se juntan con amigos, arman planes acá. A veces me dicen: “Pa, ¿le puedo reservar una mesa a un amigo?”. Y yo, feliz. Porque esto es para eso. Para encontrarse. Para estar. ¿Lo difícil? Toco madera, pero llevamos diez años de trabajo muy fluido, era un lugar que se necesitaba, popular, accesible. El proyecto tiene sus días, como cualquier laburo. Pero a mí me gusta estar acá. Me gusta que esto sea real, que no sea una pose. Me gusta cuando alguien viene y dice: “Comí bien, me sentí cómodo, voy a volver”. Con eso, estamos. Incluso notamos que los vaivenes económicos no nos afectan tanto como a otros locales. Lo que suele pasar es que se renueva la clientela y nos empieza a conocer gente que quizás era habitué de lugares más sofisticados y exclusivos a los que ya no tienen acceso tan asiduamente. Acá, las puertas están siempre abiertas para todos y sostener la relación precio-calidad es muy importante.

Entre las copas y trofeos, una réplica de la Copa Libertadores

Juan Pablo lo dice con claridad y sin vueltas: no quieren crecer por crecer. La idea de abrir otra sede o replicar el modelo aparece de vez en cuando en alguna charla, pero siempre se queda en eso: en una posibilidad que no termina de convencer. “Lo hablamos mil veces –admite–, pero esto funciona. Está vivo, tiene alma. Y cuando algo funciona así, hay que cuidarlo. Vale más que cualquier franquicia. Parece una frase muy trillada, pero acá aplica perfectamente: equipo que gana, no se toca”, concluye.●

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