Hay fechas que son más que una efeméride, más que un feriado en el calendario. Son fechas que no necesitan recordatorios porque viven con nosotros desde chicos, desde la escuela, entre la escarapela y el alfiler.
El 25 de Mayo es una de ellas. No se trata solo de la Revolución. Se trata de un día que, aunque es festivo y amerita celebraciones, también es para meterse un poco adentro, en el sentido literal y metafórico: adentro de las casas, de las familias, de las memorias. Hay algo que nos toca íntimamente, entre la bandera, el folclore y el aroma a comino y pimentón.
Si algo sabemos, a esta altura, es que los argentinos celebramos comiendo. Y no cualquier plato, la lista cambia de acuerdo a la región en la que vivamos, aunque, nobleza obliga, no es una lista tan larga. Por empezar, donde sea, comida de olla siempre hay. Hablo de los platos de cuchara, de esos que no se apuran, los que se hacen con la olla humeante que reclama tiempo y paciencia.
Locro
Es mucho más que un plato: es un compromiso. Te pide planificación, te pide tiempo, te exige entrega. Hay que remojar los granos la noche anterior, cortar la carne con paciencia, pelar la calabaza, tener cuerito si se puede. Cada quien le da su impronta o historia; le imprime su geografía. No es lo mismo un locro salteño que uno mendocino; uno hecho por una abuela santiagueña que el que improvisa un porteño, con cierta incertidumbre y la receta bajada de internet.
Pero todos, eso sí, tienen algo en común: el gesto de compartir. Nadie hace comida de olla para uno solo. La del 25 siempre es grande, siempre está en el centro, siempre se ofrece con más sillas que de costumbre. Porque el 25 es festivo, y sobre todo, es profundamente unificador.
Empanadas
Si hablamos de compartir, nada mejor que las empanadas. De carne cortada a cuchillo; con o sin pasas; fritas o al horno; con o sin azúcar arriba; con papa, aceitunas, huevo… y podemos seguir buscando variantes. Cada provincia, cada familia, cada cocina tiene su receta íntimamente ligada a su lugar. Y está bien que así sea, porque las empanadas no son un plato, son un manifiesto. Hay quienes discuten la historia de del 25 de Mayo y otros que discuten si el repulgue va para adentro o para afuera. En ambos casos, se juega la identidad. Para mí, lo más importante es que esa discusión continúe, que nos siga importando. Lo segundo más importante es probar las empanadas del otro: de otra provincia, de otra casa. La idea no es competir sino conocernos un poco mejor.
Pastelitos
Crocantes, dorados, llenos de membrillo o batata, con el almíbar apenas pegajoso que se queda en los dedos y que nadie se limpia enseguida, porque ahí está lo mejor: te vas a comer otro.
Hasta ahora nadie sabe bien quién los inventó, pero lo cierto es que todas las abuelas los hacían. El dilema del pastelito es el relleno y su relación con el calor. Si son muy chiquitos hay poco relleno, y si queremos poner más el pliegue para cerrarlo se puede abrir, o nos puede quedar mucha más en contacto con el aceite que le saque efecto crocante. Si son muy grandes, además, tenemos poca ala, y el relleno parece lava.
Hay algo patriótico en freír masas mientras afuera el cielo está gris y el himno suena en la tele. Aunque sea torta frita, te toca una fibra.
Humita y más
Y podríamos seguir: la humita, tan suave y amorosa, que para mí es la que más te lleva a la infancia, casi un abrazo. La mazamorra, que en algunas casas solo aparece ese día, como una reliquia dulce (ojo que para muchos la palabra no trae ninguna imagen que la acompañe y eso lo tenemos que solucionar).
Quizás el chocolate caliente, espeso, casi para comer con cuchara, es el que más rápido dejamos en la adultez, aunque no hay una razón clara.
Lo cierto es que la comida del 25 no es moda ni tendencia: es pertenencia. Se trata de contar la historia del país no desde el Cabildo, sino desde la cocina. Es escuchar a los mayores decir: “Esto se hacía así en mi casa”, y ver a los más chicos entusiasmados con el revuelo, con ver que “lo de la escuela” también llega al hogar, al pueblo, a la familia y a la mesa.
Es comunidad, es identidad, y también es una forma de decir “acá estamos y esto somos”, aunque sea en algunas fechas. Porque más allá del relato de la historia, más allá de los próceres y los manuales escolares, está lo cotidiano. La señora que amasa 80 empanadas para su club de barrio. El papá que prueba la receta del locro porque quiere que su hija sepa qué se comía en las fiestas de mayo. Los amigos que se juntan a hacer un guiso de lentejas y a brindar. Las mesas largas, los tuppers que van y nunca vuelven, los fuegos encendidos desde temprano. El 25 de Mayo no se enseña solo en la escuela, se cocina en casa. Se recuerda con el olfato, con el gusto.
Hagamos que la olla, entonces, sea el pretexto para hablar de historia. Que cada plato venga con un poquito de territorio.
Porque si hay algo que tenemos claro es que la patria también es cocina.