La anarquía mileísta

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La llegada de Javier Milei a la Casa Rosada estuvo precedida por promesas de una revolución anarcocapitalista, un desmantelamiento del Estado que potencie definitivamente la libertad individual y la consagración del mercado irrestricto. Sin embargo, la realidad política y económica argentina ha demostrado ser más que resistente a estos embates, mucho más de lo que cualquier observador agudo hubiera podido anticipar. Así, lejos de haber derrumbado el statu quo, Milei parece haber adaptado su discurso y sus políticas a las estructuras de poder existentes, dejando incólumes sus cimientos. La “sed de anarquía mileísta”, que prometía una transformación radical, se ha visto moderada por las dinámicas del poder, encorsetada entre los telones de la política.

Paradójicamente, esa misma anarquía, pregonera de la libertad a ultranza, ha encontrado su principal campo de batalla en el mundo de la información y los medios de prensa, canalizando la violencia radical que prometía transformar el Estado en una estrategia de demolición de un adversario mayor: el periodismo. No se trata del periodismo de barricada, ni tampoco aquel que dio en llamarse “militante”, renunciando –en ese mismo acto de bautismo herético– a la objetividad propia e inherente a su primer nombre. Y tampoco se trata del periodismo algorítmico, aquel que busca saciar con su pobre inmediatez las urgencias de la grieta. Se trata del otro periodismo, el auténtico, aquel capaz de desenmascarar las ambiciones de los gobernantes y los poderosos, de destacar sus aciertos y marcar sus errores, de poner en debate y con honestidad intelectual los dilemas de la época, alertando la conciencia ciudadana frente a los abusos de quienes, gritando desaforadamente por la libertad, atentan en realidad contra las instituciones republicanas y los derechos individuales, sea desde un cargo público o la prepotencia del poderío tecnológico.

La alianza silenciosa entre los gigantes de internet (con su aversión a las regulaciones) y los gobiernos que pregonan el fin del Estado, no es casual: la fragmentación política y social, funcional a los intereses de los partidos radicalizados, es amplificada por los algoritmos opacos de las plataformas tecnológicas, alimentados a fuerza de clics. Esta división extrema segmenta a la sociedad en bandos irreconciliables, transformando el debate en una contienda salvaje. En este clima de confrontación constante, las redes sociales, nacidas bajo la promesa de “democratizar la información”, se han transformado en enormes hogueras atizadas por el insulto y la agresión, donde la verdad es sacrificada a diario entre likes y reposteos de artificio que no reparan en la agonía de la víctima.

El asunto empeora aún más con el uso de herramientas de manipulación digital, como los deep fakes, que atentan contra la integridad del proceso democrático al distorsionar la realidad y generar desconfianza en la población. Un burdo video fake, como el de Mauricio Macri pidiendo el voto para Manuel Adorni previo a las elecciones en CABA, pronto dejará de ser llamativo y pasará a ser natural. El contenido siempre será creíble: todo político argentino ha sido capaz de decir una cosa y luego la contraria. Incluso el presidente.

Por todo eso, podemos afirmar que no es casual el ataque feroz y sincronizado que, desde los sectores apuntados, reciben la prensa y el periodismo profesional. Pero fragilizar la confiabilidad en los medios de comunicación profesionales, como estrategia de supervivencia, o como alimento para la bestia anarquista, resultará ser, más pronto que tarde, el talón de Aquiles de esta administración. Porque, en la era de la sobreinformación, el acceso ilimitado a datos y noticias ha creado un embudo invertido donde un torrente incesante de noticias falsas, rumores, propaganda y opiniones sin fundamento se mezcla con información valiosa y análisis profundos. Este caos informativo no solo nos inunda a diario, sino que también confunde, desorienta y manipula a la opinión pública. Las grandes plataformas claro está, autorreguladas, se han adelantado al paraíso del anarcocapitalismo. En este contexto, los medios de comunicación serios y comprometidos reivindican su rol democrático y social y se convierten en filtros esenciales: separan el grano de la paja, verifican datos y contrastan fuentes para ofrecernos una visión clara y precisa de la realidad. Su labor va más allá de la mera transmisión de noticias; nos ayudan a comprender el mundo en que vivimos.

Por todo eso resulta crucial defender el periodismo de calidad y promover una cultura de responsabilidad en el uso de la información. La sociedad y las instituciones deben condenar enérgicamente las prácticas de desinformación y manipulación, exigiendo la defensa irrestricta de un debate de ideas honesto y respetuoso. En un mundo plagado de información falsa y manipulada, los medios de comunicación confiables y responsables son más necesarios que nunca para echar luz sobre la oscuridad, proteger la integridad del sistema democrático y fomentar una convivencia educada y civilizada. De lo contrario, el futuro que hoy vibra esperanzado, retornará a la desilusión y al desencanto, dejando a la sociedad a merced del autoritarismo, que siempre acecha.

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