El Gobierno empieza a palpitar que el triunfo en las cruciales elecciones bonaerense es cada vez más probable. Sobre todo, después de la rendición casi incondicional de Mauricio Macri a los pies de Javier y Karina Milei, tras la estrepitosa derrota de Pro en las elecciones porteñas, que terminaron con un invicto electoral de 20 años.
La sensación cobra espesura con la guerra fratricida que se desarrolla en el interior del kirchnerismo bonaerense y los pronósticos agoreros para su espacio, que la propia Cristina Kirchner admite y alimenta después de que libertarios y macristas avanzaran hacia la concreción de una oferta unificada.
Ante ese horizonte, la pregunta más relevante que tiene ante sí la política es cuál será la consecuencia si esas previsiones se plasmaran en la realidad.
En busca de una respuesta, para el peronismo, aunque también para el oficialismo y sus aliados, hay dos referencias ineludibles de elecciones intermedias.
La incógnita es si estos comicios provinciales y sus efectos se parecerán a los de 1997 o a los de 2017, terminado ya cualquier paralelismo posible con los de 2005, por obra y gracia de la debacle amarilla y la claudicación de su jefe. En este caso hoy Javier Milei es Néstor Kirchner y Mauricio Macri, Eduardo Duhalde.
El electorado que va de la centroderecha a la derecha radical y adhiere al rumbo del gobierno nacional (sin espantarse por las formas y algo más) tendrá mayoritariamente una sola oferta dominante, aunque pueda haber alguna boleta que busque disputar el electorado moderado y republicano. Facundo Manes se ilusiona con llevarse lo que pueda quedar. Aunque nadie sabe con certeza a quién podría restarle votos.
La gran duda, que la diputa interna potencia, es si para el peronismo será un revival de las elecciones de 1997, en las que fue derrotado en la provincia de Buenos Aires y terminaron por hundir a un menemismo que había perdido el brillo de sus años dorados, para abrir paso a una traumática renovación, que solo llegó tras la catástrofe de 2001. O si, en realidad, serán como las de 2017, en las que el oficialismo cambiemita les ganó, pero no logró hacer pie económicamente y el peronismo volvió a imponerse dos años después.
Uno y otro escenario encierran proyecciones antitéticas para la política y para la economía. Así como la reminiscencia dispara grandes prevenciones. Y el Gobierno necesita despejar incógnitas para afrontar la segunda parte de su mandato, capaces de darles certezas a los inversores y soporte social. Solo un triunfo arrollador en octubre acompañado de la consolidación de los logros económicos podría proveerle certidumbres.
Por estas horas, esas dudas jaquean más al peronismo y, más aun, al kirchnerismo, que a un oficialismo que solo ve en su parabrisas un horizonte y una ruta suficientemente despejados, como para desdeñar algunas advertencias socioeconómicas que le hacen voces autorizadas ubicados muy cerca de su perspectiva.
Los llamados de atención son tanto sobre el impacto en la economía real del tipo de cambio, como por los efectos socioeconómicos que tendrá la brecha de tiempo y velocidad que habrá entre la ruptura del viejo orden y los frutos del nuevo. Lo acaba de señalar Ricardo Arriazu, uno de los economistas más respetados por el Gobierno y por el “círculo rojo”.
De todas maneras, es lógico que el preocupado sea el perokirchnerismo. Sus urgencias son más que las que puedan amenazar al oficialismo y sus aliados (nuevos y viejos).
En las primeras seis elecciones del año el peronismo solo tuvo retrocesos y las perspectivas económicas para lo que falta hasta los comicios bonaerense y nacional ofrecen más signos negativos para su posicionamiento que ventanas de oportunidad. Salvo la llegada de cisnes negros antes de octubre. Pero, por naturaleza, su aparición es impredecible.
Eso parece explicar el grado de agresión verbal que se dedican cristicamporistas y kicillofistas a través de algunos pocos intermediarios que todavía subsisten y ante interlocutores frente a los que hasta hace muy poco se volvían mudos cuando se les preguntaba por alguna diferencia interna. La ausencia de comunicación entre las primeras líneas de cada sector es total. El monolítico y hermético kirchnerismo ya no existe.
Derrota huérfana de madre
“Con el desdoblamiento electoral, Axel va a terminar haciendo que lo que hoy es una posibilidad, termine siendo un hecho y perdamos en la provincia de Buenos Aires”, auguran (o temen) bien al lado de “la jefa”.
“Hace 16 años que perdemos elecciones intermedias y hemos perdido cinco de las últimas seis. Lo que están buscando es cubrirse para tener a quien echarle la culpa si se pierde. El desdoblamiento no se modifica”, retrucan las voces más autorizadas del kicillofismo. Para ellos, Cristina y Máximo Kirchner y La Cámpora quieren que, en caso de producirse, la derrota no tenga madre, pero si un padre, cuyas iniciales son AK.
Aunque también van más allá. En el entorno del gobernador devuelven con fiereza la instalación de la sospecha por parte del cristicamporismo de que Kicillof puede estar pensando en que tal vez le convenga una derrota para desatar, aunque sea por la vía traumática, un cambio de mando que no logran concretar.
“Nosotros jugamos a ganar. La Cámpora parece jugar a conservar lo que tiene y dañar a Axel. Adhieren a lo que dijo [Sergio] Berni en Salta: ‘Prefiero tener un partido de siete puntos y que represente realmente los intereses del peronismo’. En su caso serían los intereses del camporismo”, afirma una de las pocas voces autorizadas a hablar por Kicillof.
En ambos campamentos la perspectiva de una ruptura es cada vez más potente, aunque ninguno cierra la puerta a la posibilidad de un arreglo, amparados en la vieja tradición peronista de que el temor al desierto siempre supera las diferencias.
No deberían olvidarse que en 1999, dos años después de perder en las elecciones intermedias, Carlos Menem prefirió la derrota de Duhalde antes que anticipar su jubilación. Otro hito al que mirar.
Parados en aquella rendija de esperanza unificadora, muchos intendentes (salvo los de La Cámpora) adoptan una postura algo más optimista sobre un posible acuerdo. Son los alcaldes bonaerenses que hace mucho vienen siendo el salame del sandwich kirchnerista y ahora se ven obligados a alinearse, aunque no les sobra el entusiasmo por ninguno de los líderes en conflicto.
“Están tensando para arreglar porque entramos en la cuenta regresiva. El 9 de julio es la fecha que todos miramos porque hay que presentar las alianzas para la elección provincial, así que tenemos por delante 20 días de chisporroteo intenso. Ahí tendrán que definir si rompen o arreglan”; dice un barón de esa fortaleza peronista que es la tercera sección electoral, enrolado en el kicillofismo. Lo mismo piensa o cree la mayoría que está en ese espacio. También, los peronistas no camporistas que siguen respondiendo al dedo cristinista.
El acuerdo registrado este miércoles para aprobar los pliegos de un centenar de jueces bonaerenses que estaban demorados en la Legislatura abrió una luz de ilusión en los que esperan un acercamiento. Pero rápidamente se apagó.
“No tiene ninguna relación con la interna. Se apuró porque, a causa de la dilación, se le estaba pudriendo a [Juan Martín] Mena la relación con la familia judicial”, explican en la gobernación con cierto tono de sorna. Mena es uno de los ministros cristinistas que tiene Kicillof y está a cargo de la cartera de Justicia.
La traba que empieza a cristalizarse para que un acuerdo pueda darse es que a la disputa por el poder interno, alimentada por rencores y despechos personales que se han profundizado, se le suma una desconfianza creciente y, al mismo, tiempo una diferencia de propuestas y narrativas que hace todo más difícil de cicatrizar y de amalgamar. Sin ser un “rejunte”, término que el camporismo le reprocha al ministro de Gobierno, Carlos Bianco, uno de las dos funcionarios más cercanos personal y políticamente a Kicillof. No es casualidad que el camporismo lo retrate como “el malo”, que habla por el gobernador.
Maldad y maldades son, llamativamente, términos que se arrojan de un lado al otro. Los kicillofistas dicen ser víctimas frecuentes de ella, que no son solo políticas sino que hasta afectan la gestión, contra la autopercepción cristicamporista de ser “demasiado colaborativos”.
La reaparición de Cristina Kirchner el domingo pasado con un discurso que fue lo más parecido a una autocrítica que ella puede hacer y en el que planteó algún tipo de renovación política y conceptual reforzó las diferencias con Kicillof.
El llamado cristinista a no hacer críticas de cliché, por ejemplo, respecto del blanqueo de los dólares del colchón, y a dejar atrás la consigna del “Estado presente” para reciclarla en la del “Estado eficiente” contrastó demasiado con el anuncio del gobierno bonaerense, hecho menos de 24 horas después, de que mantendría los controles ante el uso de esas divisas no declaradas.
“Cristina vampiriza a sus opositores. Ella rejuvenece envejeciéndolos”, señaló un agudo observador. Aprovecha la ventaja de ser inmune a las contradicciones. Ella misma y sus fieles la absuelven. Sus críticos internos, que no se animan a enfrentar las consecuencias de una ruptura, no gozan de ese privilegio. Unos temen que cualquier renovación de la doctrina y la praxis kirchnerista, sin aval superior, pueda condenarlos. Y otros sencillamente creen en el viejo catecismo que la jefa se anima modificar cuando lo cree conveniente para mantener su vigencia. Un dilema hasta ahora irresoluble.
El acto del nuevo espacio kicillofista (Derecho al futuro), que se hará este sábado será un test y, tal vez, el punto de quiebre del actual statu quo. La fractura o un acuerdo van a ser evaluados en ese escenario y a la luz de lo que ahí pase y se diga.
“Hasta ahora Axel ha mostrado más solicitadas que músculo”, desafía una fuente que suele verbalizar lo que piensan Cristina y Máximo. Al lado del gobernador responden que ya han hecho actos multitudinarios, y que el sábado habrá “40 intendentes, la dirigencia de las tres centrales obreras y todas las corrientes internas, salvo La Cámpora”.
El Gobierno celebra y potencia en la medida que puede esa interna. Los aceitados vínculos que el superasesor Santiago Caputo mantiene y alimenta con el camporista Eduardo de Pedro abonan en el kicillofismo muchas sospechas sobre el trato que recibe la administración provincial del gobierno nacional. También, sobre los vaivenes en el Senado respecto de la integración de la Corte.
Así de complicadas tiene las cosas el peronismo para sostener su bastión. Mientras, el oficialismo avanza para consolidar una amplia oferta polarizadora, a la que con el auxilio del bicolor Cristian Ritondo se proponen sumar al radicalismo de la mano de Maximiliano Abad. Todavía esa conversación está en pañales y los radicales tienen más poder territorial que los macristas para poner condiciones.
Mucho dependerá de lo que estén dispuestos a ceder Javier y Karina Milei para tratar de que, con los logros en materia económica y los errores que pueda evitar cometer, el peronismo se parezca al de 1997 y no al de 2017.
En el horizonte, los libertarios ya avizoran 2027. Su sueño es repetir, entonces, lo que hizo el kirchnerismo en 2007. Todo puede rimar. O ser cacofónico.