PARÍS (Enviado especial).- Se está por derramar la medianoche en la ciudad; son las últimas diapositivas de un día plomizo y con lloviznas, incluso algo desabrido en los courts de Roland Garros si no fuera por la rica historia de Lois Boisson, la francesa que entró en el torneo siendo 361° del ranking y se clasificó para las semifinales. Se diluye el miércoles, pero, en la cancha central, Novak Djokovic, agitado, atrapa bocanadas de aire, como pez fuera del agua. Acaba de ganar un intercambio de más de 40 impactos. Queda exhausto; se le infla y se le contrae el pecho. Pero advierte de inmediato lo que provocó en el público tras la jugada: una emoción que se eleva fuera de lo normal. Levanta el mentón, mira hacia las tribunas y disfruta de una ovación -verdaderamente- perpetua.
El grito de: “¡No-vak! ¡No-vak! ¡No-vak!”, es ensordecedor. A Nole parece estar por escapársele una lágrima; hace un gran esfuerzo por no quebrarse. Se toca la nariz y gira hacia la toalla, fatigado. Se va dando pasitos cortos y revoleando los pies, como un chico que patea chapitas en la calle, como lo hacía él mismo en las canchitas del modesto barrio de Banjica, al sur de Belgrado. Los espectadores, de pie, enloquecen. Una chica en la primera fila, junto al cajoncito donde se dejan las toallas, lo aplaude con efusividad y se le leen los labios: “It’s amazing (Es asombroso)”. El serbio mira sin mirar, no quiere que la emoción lo traicione; toma el lienzo blanco de algodón, se lo pasa por el rostro y, todavía fatigado, vira hacia el alcanzapelotas para recibir las esferas amarillas y regresar a la batalla frente a Alexander Zverev, tres del mundo y diez años menor (38 del balcánico contra 28 del alemán).
Una ovación inolvidable
Djokovic terminará la noche parisina imponiéndose en cuatro sets en el Philippe-Chatrier, para avanzar a las semifinales de un Grand Slam por 51° vez (el viernes, en un choque soñado, se medirá con el N° 1, Jannik Sinner). Sin embargo, hace tiempo que ganó la batalla y no sólo la de los grandes trofeos y las estadísticas. Nole, seis años menor que Roger Federer y con uno menos que Rafael Nadal, construyó su legendaria carrera en medio de una era dorada, con el suizo y el español como superhéroes. No parecía haber lugar para un tercer protagonista, mucho menos si ese nuevo era atrevido y disruptivo. Cuando surgió en el tour sentenció que quería ser el mejor de todos los tiempos y muchos tomaron esa declaración con antipatía. Luego, sus imperfecciones dentro y fuera de la cancha, potenciadas por su popularidad, terminaron de moldear la imagen del villano perfecto. Toleró embestidas y señalamientos, como cuando era chico y en Europa lo observaban de reojo por su nacionalidad.
“Las rivalidades son extremadamente importantes para el deporte, cualquiera sea. A la gente le gusta esa dualidad. Aunque no es mi filosofía de vida, entiendo que hay gente a la que le gusta: ‘Boca-River, izquierda-derecha’. Era Roger-Rafa, y de mí decían: ‘Novak, ¿qué vas a hacer ahí? ¿Quién es este tipo? No hay espacio para un tercero’. Pero después creamos el trío más maravilloso que haya dado el tenis”, le describió Djokovic a LA NACION, en Belgrado, en octubre pasado. Por más que siempre aseguró que los silbidos y los desprecios durante sus clásicos contra Roger y Rafa actuaban como combustible premium para su maquinaria, los desaires lo mortificaron, lo incomodaron. La pasó mal. Sin embargo, con la misma fortaleza que en 1999 aguantaba los bombardeos de la OTAN en un sótano, salió adelante. No sólo eso: ganó su propia batalla. El tiempo colocó todo en su sitio. Y Nole dio vuelta la historia. Retirados Federer y Nadal, Djokovic es el último pétalo de una era romántica que, melancólicamente, ya no volverá. Hoy se vive otra época en el tenis, más vertiginosa, con músculo y atropellada (salvo excepciones que obsequia Carlos Alcaraz). Aunque quede un último eslabón que se resiste a romperse, aquello que se disfrutó durante dos décadas es parte de una obra de ciencia ficción.
Djokovic jugó por primera vez en Roland Garros hace veinte años. Desde entonces, pasó por todo. ¿Cuánto tiempo más lo disfrutará el deporte? Difícil saberlo; su apetito lo moviliza, aunque los magullones del cuerpo y la edad hacen mella. Pero esta noche de cuartos de final en el Bois de Boulogne, con un auditorio aplaudiéndolo de pie como al mejor tenor, deberá quedar marcada a fuego para siempre, como el mejor ejemplo de la redención de Djokovic.