Una tarde tórrida de estos últimos veranos en que El Niño les viene ganando a su hermana La Niña y al resto de la parentela climatológica, un grupo de amigas nos juntamos en un café de San Telmo donde brindaban el mejor de los servicios: dos acondicionadores de aire del tamaño de avionetas puestos en 19 grados sin reparar en el bruto gasto de energía que, después, pudimos confirmar, iba a estar cuotificado en el ticket de la consumisión.
El local estaba repleto, tanto que los mozos hacían contorsiones para caminar entre las mesas. La nuestra era redonda y, a pesar de la facilidad que nos proveía el radio de la circunferencia para escucharnos entre todas, era imposible porque una sola monopolizaba la charla. Cualquier mínimo bocadillo verbal introducido por el resto le daba pie a la amiga narcisista para contar una experiencia personal pretendidamente superadora que a casi nadie interesaba. “Dejá de masajearte el ego que te lo vas a irritar”, dijo una de las muditas a la fuerza. A mí me pareció una frase deliciosa que estimé que haría reír a la Narcisa del grupo, pero la cotorra se ofendió. Se levantó de su silla, nos mandó a la punta del palo mayor del barco y se fue a la calle hirviente. La falta de sentido del humor la cocinó a fuego lento.
De las que quedamos disfrutando del fresco, la mayoría dio por entendido que las humoradas no eran lo suyo y aceptar que nos mandara al carajo era permitirle hacer uso de su libertad de expresión. Solo a un par nos dio pena que no hubiera levantado el guante para responderle con otra ironía a la que le había parado el carro. “¿Qué pretenden?”, dijo la que estaba sentada a mi lado, convencida de que un buen insulto es hoy la mejor fórmula para imponerse.
“Espero que sean republicanos”, les dijo Reagan a los médicos que iban a operarlo tras el intento de asesinato
Y dio varios ejemplos: en campaña, Trump le dijo hombre estúpido, enfermo, débil y patético a Biden, y ganó las elecciones. A Milei se le atropellan los mandriles, econochantas, esbirros, ensobrados, zurdos de mierda y algún que otro HDP y lo consienten con su silencio muchos republicanos otrora adalides en las cortes del buen decir. Luis Caputo le dijo primate a Kicillof y Cristina lo tildó de bobo (a Caputo, no a Axel, al menos en público) mientras que de Milei opinó que es un “idiota”. La cosa viene de lejos, es cierto. Cómo no recordar el día en el que en que el Cuervo Larroque le zampó un “callate atorranta” a Laura Alonso en pleno debate de una comisión de Diputados. Sacando pecho, la legisladora lo azuzó: “Parate cagón, decímelo de vuelta”.
En opinión de Laura Teruel Rodríguez, docente de Periodismo en la Universidad de Málaga, quien analizó muchos de los improperios entre la dirigencia en una nota publicada en 2024 en la Asociación de Comunicación Política (ACOP), el insulto ha pasado a ser percibido como una muestra de que los políticos se indignan, pisan la calle y hablan como la gente corriente. “En España –relató- tenemos un glosario político no menos vergonzante: patético, miserable, gilipollas, botifler, mendrugo, sudaca, etcétera. Todo ello podría parecer el guion de una serie dramática (mala), que adereza la tensión inherente a la política con un vocabulario populista, pero a veces la realidad supera a la ficción. El lenguaje político tiende a volverse extremo y polarizante para ganarse el codiciado interés de la audiencia y los insultos son un recurso para ello”, sostuvo la colega con buena dosis de razón.
Es cierto que muchas veces no se entiende la ironía, no todos la disfrutan y el humor se subestima, pero qué bello cuando se los usa como estilete para cortar sin tajear.
Seguramente, querido lector, usted alguna vez oyó la vieja anécdota de los archienemigos Winston Churchill y Lady Astor. Churchill le dijo a la dama que contar con una mujer en el Parlamento era tan molesto como tener a una extraña fisgonéandole en el baño, a lo que Lady Astor le respondió: “Usted no es tan atractivo como para preocuparse por eso”.
Churchill esperó desquitarse de la primera mujer en ocupar una banca en el Parlamento británico. Un día él le preguntó qué máscara debía usar en un baile de disfraces. Lady Astor le sugirió: “¿Winston, por qué no viene sobrio? Usted siempre está borracho”. Y Churchill, cuando hablar de los cuerpos ajenos no era mal visto, le retrucó: “Usted, señora, es fea. Pero yo, mañana por la mañana, estaré sobrio”. Ni qué hablar cuando ella lo azuzó: “Si usted fuese mi marido, le envenenaría el té”. ¿La respuesta de Churchill?: “Si usted fuera mi esposa, ¡lo bebería gustoso!”.
También al norte, pero de América, un gran irónico fue Ronald Reagan, quien siendo presidente se permitía hacer chistes que más de una vez le valieron un fuerte dolor de cabeza. Por ejemplo, uno de sus preferidos sobre el comunismo. Lo repitió en público numerosas veces: “Se encuentran tres perritos, uno americano, otro polaco y otro ruso. El perrito americano les explica a sus pares cómo funcionan las cosas en su país: “Miren, yo ladro y ladro y, al final, alguien siempre me da un poco de carne”. El perrito polaco pregunta: “¿Qué es carne?” Y el ruso pregunta: “¿Qué es ladrar?”.
Cuando se lo criticaba por su edad avanzada para competir por la presidencia contra el candidato demócrata, Walter Mondale, provocó la risa hasta de su rival durante un debate televisivo: “Quiero que sepan que tampoco haré de la edad un tema de esta campaña. No voy a explotar con fines políticos la juventud e inexperiencia de mi oponente». Y, probablemente, una de sus salidas más ingeniosas haya sido lo que les dijo a los médicos que iban a operarlo después de que un hombre intentara asesinarlo a balazos: “Espero que sean todos republicanos”.
Nosotros tuvimos lo nuestro también. Quizá uno de los presidentes con mayor sentido del humor haya sido Carlos Menem, quien no tenía empacho en contar a quien lo oyera un chiste que no lo dejaba bien parado. “Va un riojano al cielo, entra en el despacho de Dios y ve que hay tres relojes. Cada uno con un nombre: Clinton, Yeltsin y Chirac. El riojano le pregunta a Dios ¿qué significan esos relojes con nombres de presidentes? Dios le responde que cada vez que alguno de ellos hacía una macana, el reloj con su nombre adelantaba una hora. El riojano quiso saber si tenía uno que dijera Menem, a lo que Dios le respondió: ‘Sí, en mi habitación, porque me sirve de ventilador’”.