“Malvinas es lo único que une a los argentinos” es un cliché que escuchamos en boca de taxistas y de embajadores. En tiempos de grietas, parece que solo podemos lograr la unidad cultivando la “causa Malvinas”. Queremos estar unidos para recuperar Malvinas. Como propuesta de identidad para los argentinos, nos resulta pobre. Solíamos pensar que la unión nos permitiría una vida en común plural, sin horror al disenso, porque respetar la pluralidad hace mejores nuestras vidas y es más útil para la patria. Pero en lugar de sustentar nuestra unión en algo que tenga un valor intrínseco, que haga posible la vida en común, la prosperidad, el pluralismo, estamos fundando nuestra identidad en una causa encarnada en un enemigo.
La línea diplomática canónica sobre Malvinas es inútil para alcanzar objetivos
Se dice que la historia nos impone un destino. Que a diferencia de los brasileños, los chilenos o los uruguayos, la historia nos puso Malvinas en el camino. Para la ortodoxia “malvinera” tenemos un pasado: prohibido olvidar; un presente: Malvinas nos une; y un futuro: volveremos. Pero la historia no impone un destino. “Causa Malvinas” no es destino, es opción, es un “plebiscito cotidiano”. Podemos apartarnos, votando en contra en ese plebiscito. En contra de la creencia estéril de que la “causa Malvinas” y la nación son una sola cosa. Hemos puesto nuestra identidad en manos de otro, del Reino Unido; Malvinas nos ha hecho más “dependientes” que nunca.
Sin embargo, el 2 de abril pasado se hizo patente, con ribetes pintorescos, que Malvinas ya no nos une tanto. El unanimismo entró en crisis, no por convicción sino porque es insostenible. Su crisis nos ofrece la posibilidad de que el pluralismo nos una, pero no para pensar uniformemente, sino porque el pluralismo hace posible la diversidad y el disenso. El abordaje crítico de la cuestión Malvinas debe contribuir en el arduo tránsito de nuestra cultura política desde la unanimidad a la diversidad. La emergencia del disenso franco y constructivo debería florecer en estas discusiones.
Sobre Malvinas hablamos mucho del archipiélago, de un diferendo territorial-diplomático, de una guerra, de una “causa nacional”. Pero dominan los silencios, cubiertos por un manto de aparente consenso: los tópicos, las verdades autoevidentes. Se excluyen las discrepancias, no se toman con seriedad las posiciones disidentes y se prefiere ignorarlas. Pero Malvinas no es un bloque. Engloba un conjunto de discusiones diferentes, que deben ser distinguidas. Veámoslas una a una.
Callejón sin salida. La guerra abrió una herida política y cultural que nos martiriza. El problema no es con Gran Bretaña, sino con nosotros, que nos hemos colocado en un callejón sin salida. Prácticamente, en lo que toca a Malvinas, no tenemos política, y la evidencia al respecto es la reiteración: la reiteración ritual en lo diplomático y en la exaltación autorreferencial de nuestro derecho. Enfilados ya en ese callejón antes de la guerra, luego fuimos a la guerra, lo festejamos banalmente y el callejón se profundizó. Estropeamos nuestras oportunidades en el contexto internacional, que aunque no era favorable, tenía puntos prometedores, como la resolución 2065 (1965) de la ONU. Arruinamos todo: de los isleños, ni qué hablar; Gran Bretaña dejó drásticamente de lado sus vacilaciones; los países amigos están entre cansados y hartos; en los organismos internacionales perdimos mucho terreno, pero nos felicitamos a nosotros mismos por la Resolución 37/9 (11-1982) que confirma la 2065. Internamente nos hipermalvinizamos, en mil expresiones, culturales y educativas, políticas y constitucionales. Incorporamos nuevos actores, como los veteranos. La guerra ha dejado, además de dolor por los caídos, un legado maldito: sacralizó la tierra; la sangre derramada puede más que cualquier argumento. Negociando territorio ya no se traiciona solo a la patria; se traiciona a los muertos.
En cuarenta años nos creamos nuevas dificultades político-diplomáticas y aumentamos el poder de veto de los ortodoxos. Ahí está, a la vista, la Cláusula Transitoria de la Constitución de 1994. Y los parámetros diplomáticos fijados desde 1983, que consisten, básicamente, en que el Reino Unido debe avenirse a negociar… la transferencia de soberanía; es decir, una negociación con un resultado predeterminado. Sin que los malvinenses puedan decir esta boca es mía.
Se avanzó mucho en un rumbo equivocado, pero podemos recortar las pérdidas y crear condiciones para elegir, desde donde estamos, un camino posible y mejor.
Miremos cara a cara, así las dificultades como las promesas, que la sociedad argentina haga su duelo. No solo el duelo en relación a la guerra, que no se hizo, sino el duelo sobre la “pérdida” de las islas, que no debería ser negada. Vivimos Malvinas como pérdida, pero no hay duelo; figurativamente, siempre velamos las armas para su recuperación. Si llegáramos a recuperar las islas, ya no sabríamos quienes somos.
Nuestra identidad nacional se construyó unanimista, territorialista, esencialista. “Malvinas causa nacional” refuerza todo esto. Remar contra esa propuesta de identidad vigente, en favor de valores republicanos, democráticos y liberales que hagan posible sustituir el unanimismo por la diversidad, es remar contra la corriente. En el mandato de la sangre derramada se fusionaron guerra y causa: la fusión prohíbe olvidar no solamente la guerra sino también la causa.
La opinión pública argentina está asombrosamente mal informada sobre la situación jurídico política del archipiélago y también del escenario geográfico-político del Atlántico Sur, incluyendo la Antártida. Despertar de esta inocencia, que muchos arrullan con fruición, será delicado.
Diplomacia, política y causa. La línea diplomática canónica sobre Malvinas es inútil para lograr objetivos alcanzables. Es rígida: procura obsesivamente llevar a los británicos a la mesa de negociaciones, pero con el único propósito de que nos sea transferida la soberanía. Desconoce con la mayor obcecación a los malvinenses como grupo que tenga arte y parte. Es monotemática: supedita su agenda a la cuestión de la soberanía. Se niega a reconocer que la guerra tiene efectos políticos irreversibles e insiste en su agenda histórica como si nada hubiera pasado. Carece de alguna aproximación a los isleños basada en una introspección crítica; reiteradamente les complica la vida con la ilusión de que recapaciten y aflojen. Es bipolar: agita las aguas diplomáticas internacionales con el mantra del cumplimiento de la resolución 2065, pero se abstiene de llevar el diferendo a la Asamblea General de ONU o a proponer su tratamiento por la Corte Internacional de Justicia. La abstención es totalmente sensata porque los argentinos estamos tan flojos de papeles como los británicos. Pero se mantiene a la sociedad en su complaciente ignorancia de estas dificultades.
Revisar esta orientación implicaría una reedición de la línea diplomática del “paraguas de soberanía”. Con este, si las partes llevaran adelante negociaciones o cooperaran en cualquier materia, no verían afectadas sus posiciones jurídico territoriales. Permitiría además trazar una línea de continuidad enhebrada entre tres gobiernos, de diferentes orientaciones pero con vocación de redefinir la inserción argentina en el mundo: el de Menem, el de Macri y el actual. El “paraguas” permitiría encauzar objetivos políticos y económicos en el Atlántico Sur y en Malvinas. Un curso diplomático que, contrapesando la línea tradicional, tan abrumadoramente dominante como contraproducente, podría anudar la renovación a la continuidad. Prácticas estables generan confianza mutua y mejoran las percepciones recíprocas.
Mirar a los malvinenses con simpatía. Debemos reconsiderar el estatus de los isleños. Dejemos atrás el lugar común de que los malvinenses “tienen intereses, pero no deseos”. Considerar los intereses tanto como los deseos expone, frente a la línea conservadora, un flanco super sensible de las iniciativas innovadoras. Pero, peligro por peligro, la audacia puede plasmarse en una fórmula como esta: “Políticamente, los isleños tienen tanto intereses como deseos, pero esto no significa que los británicos tengan derechos de soberanía. Tampoco se trata de autodeterminación. Significa que los malvinenses son una parte en las negociaciones y deberán ser consultados”. Se trata de un paso prudente, aunque expuesto a riesgos, como el escándalo público. Pero necesitamos respetar a los isleños, como británicos y malvinenses, ciudadanos de una gran comunidad política y sujetos de una diminuta identidad colectiva. Hoy hacemos todo lo contrario.
Curiosamente, hay ortodoxos que lo dicen y lo niegan a la vez: “Cuando la Argentina vuelva a ser un país atractivo, los isleños van a querer que Malvinas se reincorpore a la Argentina”. La argumentación es capciosa. Si admitimos los deseos de los isleños en el futuro, no podemos desestimar qué es lo que desean ahora.
Hay mucha gente ocupándose de Malvinas. Identificar los actores relevantes es crucial. En el caso argentino no hay misterios: la opinión pública, por cierto heterogénea, el gobierno, actores políticos, cuerpos representativos, burocracias públicas. Pero hay nuevos actores, principalmente los veteranos de la guerra. Pronto tendremos a los influencers. En lo que se refiere a los británicos, la orientación consagrada en nuestro país los considera como una sola contraparte. Si bien los isleños son un actor con intereses muy próximos a los del gobierno británico, es errado hacer de cuenta de que no hay diferencias. Las hubo siempre. Y ellos han ganado reconocimiento, acceso e influencia, principalmente gracias a la guerra.
Simplificando, del “lado” británico ha crecido el poder de los malvinenses y del “lado” argentino el de los excombatientes. Respetamos muchísimo a ambos, pero es indispensable convertir estas novedades, inquietantes hijas de la guerra, en oportunidades.
El siglo XXI aporta sus novedades. La relevancia que han adquirido los veteranos trajo de la mano una involuntaria, deplorable pero comprensible fusión entre la cuestión Malvinas y la guerra pasada. De hecho, “Malvinas” es sinónimo coloquial de “guerra de las Malvinas”. La adopción estética y doctrinal de la causa Malvinas por parte de las hinchadas futboleras y de los núcleos más activos de los clubes no es nueva, pero impresiona. Y conlleva un enraizamiento generacional. Pasiones de raigambre popular tienen un notorio aire de familia; el cántico, la calle, el “tablón”, los graffiti, los murales, el aguante, la lealtad incondicional.
No obstante, ¿estamos ante una discontinuidad generacional en la memoria o un desplazamiento cultural? ¿El vigor militante o pasional de la causa se ha reducido y se va traduciendo en una observancia? No lo sabemos. El ánimo colectivo del reclamo popular “volveremos”, en la calle o en redes sociales, parece vigente, a veces en latencia, y puede despertar, resurgir.
No celebramos esta perseverancia, que si bien dignifica a quienes la sostienen, nos empuja más y más adentro del callejón sin salida.
Volver a cooperar. Es mejor observar la geografía del Atlántico Sur y la Antártida como un escenario deseado de cooperación, organizado según regulaciones compartidas y diferenciadas, que comprendan los campos logístico, económico, científico, ambiental. Una presencia argentina activa integra una política de afianzamiento en la región, una modernización del concepto de soberanía, mayor calidad de la inserción en el mundo y desarrollo de lazos de confianza y de mantenimiento de la paz.
El área sur-atlántica podría llegar a sufrir una mutación geopolítica importante, cuyos perfiles no se dejan ver aún. La extensísima región es una de las más atípicas en términos de su geografía política. Las opciones de cooperación, tanto con Gran Bretaña en el Atlántico Sur y Malvinas como con Chile y la misma Gran Bretaña en la Antártida, entre otras posibilidades, parecen las más inteligentes.
Qué se puede hacer, mientras tanto. Hay iniciativas de orden simbólico que solo podrían materializarse si un consentimiento público pudiera contrarrestar el activismo nacionalista ortodoxo. Damos apenas dos ejemplos. Uno: restablecer el nombre histórico de la capital, Puerto Stanley. El otro: remover el feriado del 2 de abril y fijar una fecha única de conmemoración por duelo. Podría ser el 14 de junio, recordando así a todos los caídos, argentinos, británicos y malvinenses, y manteniendo sin duda el homenaje a los veteranos.
¿Nosotros tenemos razón? ¿Ellos también? No está claro que los argumentos históricos y jurídicos que la Argentina esgrime en favor de su reclamo de soberanía sean categóricamente superiores a los que presenta el Reino Unido. De acuerdo con el estereotipo local, los británicos son piratas imperialistas y su presencia en las islas se apoya en la pura fuerza. Entre nosotros es muy fuerte la creencia de que los derechos argentinos son incontrastables, una convicción abrazada, como artículo de fe, por académicos, periodistas, políticos y publicistas. A muchísimos argentinos les sorprendería conocer la existencia de estudios histórico-jurídicos británicos, de no inferior calidad a los nuestros, que sostienen lo contrario.
Existen procesos que afectan la solidez de la posición argentina, pero cuya relevancia nuestros gobiernos por lo común niegan con displicencia. En primer término, el impacto político de la decisión de invadir las islas en 1982, violando el derecho internacional, en medio de una negociación bilateral, y a la vez el impacto político del resultado militar. Por otra parte, los cambios en las corrientes doctrinarias internacionales, en las que los encuadres jurídico-territorialistas han sido significativamente desplazados por orientaciones que realzan el derecho a la autodeterminación de los pueblos. El valor político y eventualmente jurídico de la resolución 2065 se ha visto menoscabado.
Es igualmente significativo el rechazo de los malvinenses a la Argentina, que ha crecido enormemente desde 1982, junto con el aumento de su fuerza relativa en el frente anglosajón. Luego de 1982 el Foreign Office ha enfatizado el principio de autodeterminación y los malvinenses han adquirido ciudadanía británica y parcial autonomía gubernativa, casi alcanzado un derecho informal de veto.
Por fin, los malvinenses han afirmado su identidad y autoconfianza, dejando atrás el tradicional estancamiento económico-social y el consabido decaimiento anímico. Desde los años 80, han conocido una excepcional prosperidad –por regalías pesqueras y turismo, sobre todo– que revirtió la tendencia demográfica de largo plazo, y ha surgido una comunidad multicultural de futuro incierto. Es improbable que sus incentivos los lleven a reconsiderar las exigencias argentinas. La animadversión malvinense contra nosotros es profunda y prácticamente unánime. Lo peor que los argentinos podemos hacer es mostrar ansiedad, o pretender decidir nosotros cuándo es tiempo de que nos consideren confiables. Pero para no mostrar ansiedad, se precisa no tenerla.