El sismo de magnitud 6.1 que remeció esta mañana las costas del Callao dejó al menos una persona fallecida, decenas de viviendas afectadas y provocó desprendimientos de tierra en varios sectores, según reportes preliminares. El movimiento telúrico, que se sintió con fuerza en más de 40 distritos de Lima y Callao, generó escenas de pánico, cortes de energía y daños estructurales en diferentes puntos de la capital. Este nuevo evento reaviva el temor de miles de limeños que viven bajo la amenaza constante de un gran terremoto, como el que marcó a toda una generación hace más de ocho décadas.
Precisamente, hace 85 años, Lima estuvo a punto de desaparecer. Un terremoto colosal, de magnitud 8.2, sacudió la costa central del Perú con una fuerza tan brutal que transformó la ciudad en una nube de polvo, gritos y escombros. A las 11:35 de la mañana del 24 de mayo de 1940, el suelo bajo Huacho, Lima, el Callao y muchas otras ciudades del país se quebró sin aviso, dejando un saldo trágico y una marca imborrable en la historia nacional. El sismo, que se sintió desde Guayaquil hasta Arica, fue más que un fenómeno geológico: fue un ‘parteaguas’ entre la Lima de ayer y la que, desde los escombros, tuvo que aprender a reconstruirse.
En Lima, la violencia del sismo echó abajo viviendas de adobe y quincha, destrozó fábricas, templos y hasta modernos edificios que, hasta entonces, se creían firmes. Callao y Chorrillos, edificados en terrenos blandos y aluviales, sufrieron los peores daños. Allí, no solo tembló el suelo: también el mar se retiró bruscamente antes de lanzar una ola de dos metros sobre el malecón. En Ancón, la imagen fue más aterradora aún: el océano retrocedió 150 metros, dejando a la vista el fondo marino antes de irrumpir con fuerza. La ciudad se llenó de gritos, polvo, escombros y una incertidumbre que lo cubría todo.
Aquella mañana terminó con un país herido: 179 muertos, 3.500 heridos, miles de viviendas destruidas, templos desplomados y hospitales desbordados. Pero más allá de las cifras, lo que quedó fue una lección brutal: la tierra peruana, de historia milenaria y belleza imponente, también guarda en su interior una violencia capaz de borrar lo construido en cuestión de segundos. El terremoto de 1940 no solo sacudió estructuras físicas. También quebró certezas y marcó un punto de inflexión en cómo se debía reconstruir —y reimaginar— la ciudad.
El caos y la reacción
Aquella mañana del 24 de mayo de 1940, las aceras y avenidas de Lima se llenaron de familias en estado de pánico. Muchos salieron a la calle con lo puesto, buscando espacios abiertos que no prometieran más que cielo. En pocos minutos, los parques y jardines se convirtieron en campamentos improvisados donde se mezclaban la espera, el miedo y la oración. La ciudad, aún aturdida, comenzó a entender la magnitud de la tragedia.
La capital no estaba sola. En los Andes se reportaron derrumbes, y en el litoral, un pequeño tsunami golpeó con fuerza inusitada. El Callao, en particular, sufrió un impacto doble: primero por la intensidad del movimiento y luego por el avance del mar. En muchas zonas, el colapso de estructuras dejó a cientos atrapados o heridos. Edificaciones modernas como la Escuela Nacional de Agricultura, símbolo de un país que quería avanzar, también sufrieron daños graves, desnudando fallas en los diseños estructurales.
Solidaridad en medio del desastre
El Estado reaccionó ese mismo día. El presidente Manuel Prado recorrió las zonas más afectadas a las pocas horas del sismo, mientras la primera dama, Enriqueta Garland, visitó hospitales para conocer de cerca la situación de los heridos. Se suspendieron las funciones de cine, las carreras de caballos y los actos sociales. Las autoridades, junto a organizaciones civiles, activaron campañas de recolección de víveres, abrigo y dinero para los damnificados.
Se crearon comités de emergencia —algunos presididos por mujeres de la alta sociedad— que coordinaron la distribución de ayuda en hospitales, refugios improvisados y parroquias. Diarios como El Comercio informaron sobre los fallecidos y heridos, pero también sobre los esfuerzos solidarios, los partidos de fútbol a beneficio y los anuncios de empresas listas para reparar viviendas.
Incluso en medio del horror, hubo espacio para lo humano: los clasificados se llenaron de mensajes en busca de mascotas perdidas durante el sismo. “¿Dónde estarás, mi Bobby querido?”, se leía entre avisos de reconstrucción. La vida, golpeada, pero obstinada, intentaba seguir adelante.
Reconstrucción y transformación
Más allá de los escombros, el terremoto dejó enseñanzas profundas. Muchas de las estructuras que se desplomaron eran de adobe, quincha o piedra sin refuerzo. Pero también cayeron edificaciones nuevas, lo que obligó a repensar la arquitectura urbana. Los restos del antiguo malecón de Chorrillos, visibles bajo la malla metálica de la bajada de Baños, son testigos mudos de aquel día.
Desde aquel 24 de mayo se tomó conciencia del riesgo sísmico y surgió una nueva tendencia: el estilo neocolonial, que retomaba lo tradicional en el diseño, pero incorporaba materiales y técnicas modernas que ofrecieran mayor resistencia.
Se ensancharon avenidas, se demolieron edificios inseguros y se planificaron barrios con una lógica distinta. Iglesias emblemáticas, como la de Santa Teresa en la avenida Abancay, desaparecieron o fueron transformadas.
¿Qué pasaría si un terremoto de magnitud 8.2 ocurriera hoy?
A 85 años del desastre de 1940, el fantasma de un nuevo gran sismo sigue presente en la memoria colectiva y en los informes científicos. Lima, una ciudad de más de 10 millones de habitantes, se encuentra sobre una zona sísmica activa, en el borde de la placa de Nasca, donde la energía acumulada por décadas podría liberarse de forma repentina, como ya ha ocurrido en el pasado.
Un evento sísmico de magnitud similar —8.2 en la escala de magnitud momento— tendría hoy consecuencias mucho más complejas. Según proyecciones del Centro Peruano Japonés de Investigaciones Sísmicas y Mitigación de Desastres (CISMID) y el Instituto Geofísico del Perú (IGP), un terremoto de gran magnitud en la costa central podría causar decenas de miles de muertes, más de medio millón de damnificados y daños masivos en infraestructura crítica como hospitales, aeropuertos, puertos y redes eléctricas.
El mayor peligro estaría no solo en la fuerza del sismo, sino en la vulnerabilidad urbana acumulada: miles de viviendas construidas sin normas técnicas, edificios informales, urbanizaciones sobre suelos inestables como rellenos o antiguos humedales, y zonas altamente densificadas donde una evacuación ordenada sería casi imposible.
Además, un sismo de esa magnitud podría generar un tsunami devastador. El Callao, La Punta, Chorrillos, Ancón, Ventanilla y otras zonas costeras quedarían expuestas a olas que, en pocos minutos, alcanzarían los 2 a 6 metros de altura, según escenarios simulados por la Dirección de Hidrografía y Navegación de la Marina. En muchos casos, el tiempo de respuesta sería insuficiente.
Para prevenir las consecuencias de este desastre natural, existen protocolos del Indeci, campañas de simulacro, centros de operaciones de emergencia (COEN), mapas de riesgo y sistemas de alerta temprana. Sin embargo, especialistas advierten que el nivel de preparación aún es desigual, y muchas familias desconocen sus rutas de evacuación, puntos de reunión o cómo actuar en una emergencia real.
La pregunta, por tanto, no es si Lima volverá a experimentar un sismo de gran magnitud, sino cuándo. Y si estaremos preparados. Porque, como lo enseñó 1940, la tierra no avisa. Y cuando ruge, exige memoria, prevención y resiliencia.