Los Estudios Ghibli, 40 años de creaciones fantásticas que nadie logró imitar

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No se puede contar el cine contemporáneo sin hablar de los Estudios Ghibli, que acaban de cumplir cuarenta años. Dedicado casi exclusivamente a la animación tradicional, es la casa de Hayao Miyazaki e Isao Takahata, dos de los mayores realizadores de dibujos animados de la historia, y es demasiado sencillo decir que se dedican al animé. Ghibli, quizás el más japonés -por trasfondo, por ideología, por iconografía- de los estudios de cine del archipiélago nipón, es lo menos “animé” que puede existir, si consideramos los lugares comunes del subgénero. Hicieron otra cosa, algo mucho más consciente de su origen y, al mismo tiempo, mucho más original. A lo largo de 25 largometrajes a la fecha, crearon un universo de enorme complejidad y, al mismo tiempo, universalmente accesible. E influyeron en casi todo el cine de animación moderno, sobre todo en la manera de equilibrar el drama y la comedia, lo realista y lo fantástico. No es exagerado decir que sin Ghibli, Pixar (su fundador, John Lasseter, es confeso admirador de Miyazaki y el estudio lo ha homenajeado más de una vez) sería muy diferente. Para el curioso, casi la totalidad del catálogo de Ghibli se encuentra en Netflix. Consejo: ver por ejemplo La princesa Mononoke o La tumba de las luciérnagas y, luego, algún largo japonés animado de otro estudio (por ejemplo la reciente Belle o el clásico Ghost in the Shell, ambas en la plataforma y excelentes) para notar la diferencia.

Una de las obras magnas del cine japonés en general y del alabado director Hayao Miyazaki en particular: La princesa Mononoke

La historia del estudio es el de la amistad entre Miyazaki y Takahata, el segundo mentor y maestro del primero. Ambos trabajaron en tres series televisivas que fueron éxito fuera de Japón: Heidi, Marco y Polyanna, sobre todo la primera, dirigida por Takahata y en la que Miyazaki se encargó del diseño de personajes y la animación (rol que también tendría en las otras). Miyazaki, por su parte, haría luego un manga propio y exitoso, Nausicaa en el valle del viento, que -tras crear la serie Conan, el niño del futuro– sería su segundo largometraje (el primero sería El castillo de Cagliostro, una aventura del muy célebre personaje animado Lupin III). Nausicaa se convierte en un largo animado también exitoso en 1984 y eso lleva a Miyazaki y Takahata a fundar Ghibli (el film luego se distribuiría bajo el sello del estudio) el 15 de junio de 1985.

Mi vecino Totoro

El estilo de la historieta Nausicaa se acerca mucho más a los contemporáneos franceses (con ecos de Moebius, el gran dibujante galo de Metal Hurlant) que al clásico estilo del manga. Lo mismo pasa con la adaptación cinematográfica, Y un detalle que sería clave sobre todo en la obra de Miyazaki: una joven (niña o preadolescente en general) como protagonista. En 1986, Miyazaki haría Laputa: castillo en el cielo, y en 1988 el estudio daría un salto con el estreno casi simultáneo (en varios países fue así) de Mi vecino Totoro, de Miyazaki, y La tumba de las luciérnagas, de Takahata. Totoro, de paso, se convirtió en el ícono de Ghibli.

Las dos películas muestran, en conjunto, las razones de la diferencia de Ghibli (cuyo nombre proviene de un modelo de avión italiano: los aviones son la otra pasión de Miyazaki) con el resto del animé. En ambos hay una pareja de hermanos (varón mayor y niña muy chica en La tumba…; Hermanas de 10 y 4 en Totoro…) que se enfrentan a un evento extraordinario y angustiante (el final de la guerra del Pacífico y la derrota japonesa en un caso, la enfermedad de la madre en el segundo). Pero La tumba… es bien Takahata: retrato de costumbres realista donde la animación despliega su poder para la fantasía solo cuando lo que debe decirse no puede expresarse con palabras. Y Totoro…, bien Miyazaki: la fantasía y la imaginación vienen en auxilio de esas dos nenas cada vez que aparecen la tristeza o la angustia.

Artesanía depurada

En las dos se comunica la experiencia de ser japonés (Totoro, con su gracioso y bondadoso dios kami del alcanforero; el hermano mayor de La tumba… como encarnación un poco necia del discurso suprematista del Japón de preguerra) y de sus taras. Pero para lograr ese efecto, lo que Ghibli hace es optar por la artesanía más depurada a la hora de la animación. Atención al detalle, movimientos fluidos, pequeños gestos capturados en momentos clave, diseño complejo de los personajes. Muchas veces el estilo combina lo más caricaturesco del cartoon cómico con el hiperrealismo (podemos ver esto en películas como Pompoko -o La guerra de los mapaches-, de Takahata, o El viaje de Chihiro, de Miyazaki). Otra cosa diferente: adaptar el estilo dibujado a las necesidades de cada secuencia del relato.

Hay, de todos modos, un “sentimiento Ghibli” que aparece incluso en películas no dirigidas por estos dos grandes realizadores, como Puedo escuchar el mar, de Tomomi Mochizuki; Susurros del corazón, de Yoshifumi Kondo; o la muy bella El recuerdo de Marnie, de Hiromasa Yonebayashi, e incluso en la adaptación que Goro Miyazaki -hijo de Hayao- hiciera de Los cuentos de Terramar, de Ursula K. LeGuin. Es una combinación de melancolía y ternura; lo primero, ante el mal que los propios seres humanos le infligen al mundo (en general) o por el inexorable paso del tiempo. Lo segundo parte del reconocimiento (y es lo que sucede con muchos protagonistas de estas ficciones) de que el mal o el bien absoluto no existen y algo de cada cosa hay en todos nosotros.

Los melodramas de Ghibli (los tres mencionados arriba o películas como Susurros del corazón, de Takhata) siempre se ubican en un momento de cambio para los personajes: allí donde dejarán la infancia o allá donde conocerán el amor. Y en todos se registra un cambio que se refleja en la forma y los colores del ambiente que los rodea.

Por cierto, Ghibli se ha hecho célebre porque sus películas son enormes entretenimientos. A veces cómicos -como la gran Mis vecinos los Yamada, una especie de Los Simpson protagonizada por una familia de Osaka, realizado con una animación que finge ser sencilla-, a veces épicos, como el film que volvió a abrirle las puertas de los EE.UU. a Miyazaki, La princesa Mononoke, que narra a través de una fantasía ligada al shintoísmo (casi todas las fantasías de Miyazaki son fábulas del shinto), con sus animales y bosques cargados de espíritus, la llegada de la tecnología bélica al Japón medieval.

Distribución errática

Respecto de los EE.UU. y de por qué tardamos demasiado en conocer la obra de Miyazaki y Takahata (La tumba… recién se estrenó comercialmente por primera vez en nuestro país hace pocos meses), cuando Nausicaa en el valle del viento (titulada en todo el mundo e incluso aquí Los guerreros del viento) se distribuyó internacionalmente, se hizo en una versión con más de 20 minutos de cortes nunca consultados con Miyazaki. A partir de allí, las películas solo se vieron en ciertos países, sin distribución global hasta que Disney pasó a ser socio -por algunos años, luego esto cambió- de la firma que tenía bajo su paraguas a Ghibli. Por eso pudimos ver El viaje de Chihiro, El increíble castillo vagabundo o Ponyo. Aquí la obra circuló casi siempre en forma pirata, o la vimos en retrospectivas, festivales y ciclos. E incluso así no hay chico que no sepa quién es Totoro.

Ponyo, otro clásico del estudio

Otra de las características que se le atribuyen a las películas de la firma es su poesía. Habría que definir qué es “poesía” en el dibujo animado (o en el cine en general) porque muchas veces se utiliza como término comodín para hablar de belleza. Sí, las películas de Ghibli son siempre bellas, lindas de ver, llenas de detalles. Un fotograma de cualquiera de esos films es una verdadera obra de arte, sin exagerar. Pero no reside allí la poesía sino en otras cosas. En la combinación de lo fantástico y lo realista en mundos complejos que comprendemos rápidamente, en la aparición de personajes imaginarios que representan muchas cosas además de a sí mismos (la llama Calcifer en El castillo vagabundo, el caballero-gato de El gato regresa, los makuro-kurotsuke -las bolitas negras de hollín- que espantan y divierten a las nenas de Totoro y a la desconcertada Chihiro, el jabalí moribundo de Mononoke, los mapaches-humanos de Pompoko) y juegan un papel en la trama; también en la combinación de la imagen con la música.

Hayao Miyazaki, en una imagen de 2009, para la presentación de Ponyo

La música es clave y en gran parte estas películas -especialmente las de Miyazaki- tienen como compositor a Joe Ishaishi, el favorito de otro grande japonés, Takeshi Kitano. Ishaishi es como John Williams para el cine estadounidense: un creador de temas que se fijan en la memoria del espectador asociados de manera firme a las imágenes para crear una iconografía audiovisual irrompible. Otra de las grandes características de Ghibli es que quienes trabajan en la firma conforman un núcleo de ideas afines y estilo común, y comparten un mismo ideario. Un poco como sucedía con Pixar, estudio que tomó mucho de Ghibli (pueden ver a Totoro en Toy Story 3, de paso).

Adaptaciones

Pero quizás hay dos características de la firma que la hacen excepcional sobre todo para los no japoneses. La primera es la cantidad de adaptaciones literarias (sobre todo literatura juvenil) que ha encarado. Kiki’s delivery service, El castillo vagabundo, Ponyo, Los cuentos de Terramar, La tumba de las luciérnagas, Mis vecinos los Yamada, son adaptaciones. Los originales tienen muchos elementos en común con obras occidentales: Mononoke se inspira en parte en El libro de las tierras vírgenes, de Kipling; Chihiro -película clave- se inspira en Alicia en el País de las Maravillas (también Totoro); Nausicaa tiene mucho de ciertos episodios de El Señor de los Anillos; Laputa -con sus naves voladoras y sus piratas del aire y sus piedras de levitación- transcurre en una aldea minera con aires de Dickens y aspecto de ¡Qué verde era mi valle! La razón para esto quizás está en Chihiro: la niña de vestimenta y comportamiento “occidental” que pierde su nombre, tiene que atravesar el universo de los kami (las deidades del shinto, la religión que es a la vez la experiencia japonés) y recuperar su identidad para salvar a sus padres. ¿Qué es Japón, luego de la Segunda Guerra Mundial, luego de volverse una potencia económica global, en relación con el resto del mundo? Esa pregunta sobre la identidad -mejor: sobre el sentido de una identidad y una cultura y la relación con el resto del mundo- es clave y permite entender mejor estas películas.

Isao Takahata, quien fundó los estudios junto con Miyazaki

Y la otra es la búsqueda constante de la perfección artesanal. De hecho, Ghibli deplora el uso de IA y solo intentó una vez una película en animación digital (la fallida Earwig y la Bruja, de Goro Miyazaki). Esa artesanía, ese uso constante de la animación manual donde cada hoja de cada árbol parece tener vida propia, es un acto de generosidad y comunicación con los espectadores, muy lejos del exhibicionismo tecnológico que aparece en gran parte del animé, sólo dedicado a la “imagen sensacional” con tramas pobres y personajes de mínimo desarrollo. Como sucede en una película que suele pasar bajo el radar pero -por su relación con los aviones- es de las más queridas de Miyazaki, Porco Rosso, la aventura y el humor son cuestiones de caballeros; la salvajada violenta, de prepotentes (el film narra la rivalidad entre un piloto genial transformado por un hechizo en cerdo y otro más “villano” en una Italia que se deslizaba al fascismo). Por suerte, después de que la muerte de Takahata, en 2018, pusiera un alto a la producción de la firma, sigue trabajando: 40 años después, es uno de los pocos refugios de elegancia que le quedan al cine.

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