El músico y compositor argentino Lalo Schifrin murió a los 93 años, debido a complicaciones derivadas de una neumonía.
A lo largo de su prolífica carrera, compuso la música de series y películas como Misión: Imposible y Harry el sucio, con un estilo que combinaba diversos géneros musicales. Su época dorada se ubica en las décadas de 1960 y 1970, cuando produjo varias bandas sonoras para cine y televisión que hoy se consideran clásicos.
Cuesta pensar que aquel repiqueteó en ritmo irregular sobre las notas graves del piano que dieron comienzo a la música de Misión imposible no fueron escritas frente a un piano. Cruzaron como un refucilo por la cabeza del compositor y llegaron directamente al papel, un ejercicio que, con más de noventa años, Lalo Schifrin seguía practicando. Hay músicas que, cuando se echan a andar, nunca se detienen y ésta es una de ellas. La vida del ser humano, en cambio, un día se termina. Y allí queda su obra expuesta. Tanto que parece eterna.
Lalo conquistó laureles bien ganados. En las últimas décadas de su vida obtuvo un reconocimiento, por su labor como compositor para la pantalla chica y la pantalla grande, que lo mantuvieron activo. Tiene una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. Obtuvo cuatro premios Grammy y un Premio Max Steiner de música para cine. En noviembre de 2016 fue nombrado por el Ministerio de Cultura de Francia Commandeur des Arts et des Lettres y algunos años después pasó a integrar el Comité de Honor de la Union des Compositeurs de Musiques de Films (U.C.M.F.) junto a colegas como Ennio Morricone, Jean-Michel Jarre y el pianista Jean-Michel Bernard. Además de haber sido nominado varias veces por la Academia del Cine de Hollywood, en 2018 recibió un Oscar honorario por su trayectoria, de manos de Clint Eastwood. También en los Estados Unidos, a principios de 2020, le hicieron un concierto de homenaje (“Jazz Across The Americas: Argentina – A Tribute To Lalo Schifrin”), a instancias del pianista y compositor Arturo O’Farrill y con la participación de varios argentinos, como Pablo Aslán, Leo Genovese, Sofía Rei y Gabriel Senanes, entre otros.
La vida de Schifrin comenzó en Buenos Aires, el 21 de junio de 1932. Para los seis años ya tocaba el piano y pasaba de ser Boris Claudio a “Lalo”. Su padre violinista era la puerta de acceso a la música académica y su propia intuición era el pase a la música popular. Al jazz, especialmente. Allá por la década del cincuenta, cuando el célebre trompetista de jazz Dizzy Gillespie visitó la Argentina, conoció al veinteañero Schifrin y le propuso que escribiera una suite (la que llamó Gillespiana) y que fuera a los Estados Unidos para trabajar con él. Cosa que hizo, entre 1960 y 1962. Schifrin vio que allí estaría su destino, pero con algunos cambios de viento que luego lo llevaron desde aquel primer desembarco, en Nueva York, hacia la costa Oeste. La música para las series de TV y para el cine (la mencionada Misión imposible, Mannix, Starsky y Hutch, The Cincinnati Kid, Bullitt, Harry el sucio o Tango, de Saura) fue su campo de acción, que también le dejó tiempo para escribir música de cámara y sinfónica.
“Argentina fue el puntapié inicial. No solo nací allá. Es donde tuve mi educación. Una buena primaria, después el Colegio Nacional Buenos Aires. De ahí hice cuatro años de derecho hasta que gané una beca para estudiar en el Conservatorio de París. Mi padre, Luis Schifrin, fue primer violín de orquesta Filarmónica de Buenos Aires, en el Teatro Colón. Y mi primera educación fue muy clásica. Mi maestro fue Enrique Barenboim, el padre de Daniel. En la adolescencia escuché discos de jazz. Me encantó aunque a mi padre no le gustaba porque pensaba que eso era ruido -contó en una de sus charlas con LA NACION-. Cuando Enrique partió de Argentina para acompañar la carrera de su hijo, un día que yo estaba en la casa de música Ricordi de la calle Florida, probando un piano, me preguntaron con quién estudiaba. Les conté que me había quedado sin maestro y me recomendaron a Andreas Karalis, que había sido director del conservatorio de Kiev. Se vino a la Argentina porque, según me contó, Stalin era peor que Hitler. Por eso buscó Buenos Aires, porque quería estar en un lugar que estuviera lo más lejos posible de las guerras. No era fácil ser alumno de este maestro porque tuve que dar un examen antes para que me aceptara. En el fondo, creo que fue más difícil ese examen que el que di para la beca en el Conservatorio de París”.
A Francia había llegado por recomendación de otra celebridad de la Argentina, el compositor de música contemporánea Juan Carlos Paz. “Estudié composición con él. Me dijo que estaban dando becas y me dio la dirección del consulado francés en Buenos Aires. Le pregunté si creía que yo tenía chances y me respondió: “No tenés nada que perder”. Juan Carlos Paz me daba lecciones en un café de la calle Corrientes. ‘Para escribir música tenés que estar bien lejos del piano’, me decía”.
Y Lalo le hizo caso. Quizá, aquella tarde frente a un piano no habría salido ese leitmotiv imposible de olvidar que acompañó durante décadas a una de las más famosas sagas del cine. Cuando todavía no había cumplido noventa años le pidieron una nueva orquestación de esa obra, para la Sinfónica de Chicago, al mando de Riccardo Muti. En ese momento también tenía otro encargo que era un concierto para tuba y orquesta. No son muchos los conciertos disponibles para este instrumento. Uno de ellos lo escribió su amigo John Williams. “Es un amigo íntimo -decía Lalo sobre el más exitoso y popular compositor del cine de Hollywood-. Mire que es un hombre ocupado pero cuando me hicieron un homenaje en un teatro de Los Angeles tuvo tiempo de venir a darme un abrazo. Comenzamos juntos, casi al mismo tiempo. Mi vida siempre es una coincidencia. Dio la casualidad que cuando vine a Los Angeles él ya vivía acá. Nos hicimos amigos y coincidimos en los estudio Universal donde nos dieron oficinas una al lado de la otra. Solíamos ir a almorzar juntos”.
Casualidades que fueron de la mano de una causa, hacer una carrera en los Estados Unidos, en esos años en los que podía terminar comprando una casa en Beverly Hills que perteneció a Groucho Marx. “Cuando iba a comprar una casa aquí [en Beverly Hills] los agentes de propiedades me mostraron varias -recordaba hace unos años atrás-. Recién cuando la compré me dijeron que había sido la primera casa de Groucho aquí. En un momento comencé a hacer giras dirigiendo orquestas, con un programa que se llamó Jazz Meets Symphony. Con mi mujer tuvimos un hijo y como no lo podíamos llevar a una gira, mi suegra vino de Oklahoma a cuidarlo. Cuando volvimos nos dijo que había ido a nuestra casa Groucho Marx, porque quería visitar su antigua casa. Pero no lo dejó entrar. Aunque luego visitó la casa y me habló de sus hermanos. Una casa grande, con varias habitaciones. También me invitó a una gran reunión donde hubo muchos guionistas y grandes actores, muy conocidos de su época”.
Lalo deja música y enseñanzas de lo que se debe y lo que no se debe hacer. “Recomiendo el Bolero, de Ravel, que parece tan simple con ese comienzo pianíssimo, con una flauta. Pero es un verdadero estudio de orquestación. Hay que ver todos los pasos que Ravel va dando, lo que hay que evitar, las cosas con las que hay que tener cuidado”.
¿Y qué fue lo que no se pudo evitar y con lo que dio el mal paso? La película El exorcista. “Pero fue un mal entendido -solía aclarar Schifrin-. El mismo director reconoció que las guías que me había dado tuvieron que ver con el mal entendido. Era una película de horror. Me pidió que fuera hacia la música estocástica [con un fuerte componente aleatorio]. Él quería eso. Pero cuando probaron la película con mi música la gente comenzó a sentirse mal”.
La vida siguió. Cerca de cumplir los noventa tuvo la oportunidad de terminar dos obras para cuartetos de cuerdas que se estrenaron en la Argentina por músicos argentinos. Lalo decía que esto estaba relacionado tanto a la nostalgia como a su conocimiento de la música argentina. Eran tiempos de pandemia cuando se decidió por este formato. “Tengo dos obras muy grandes para la orquesta sinfónica de Chicago que se tienen que estrenar. Pero por la cuestión del virus [Covid-19] por ahora no es posible. Por eso me puse a escribir estos cuartetos -contaba a LA NACION, en plena pandemia-. Al principio no escribí esta música pensando en que debían ser músicos argentinos los que la tocaran y grabaran. Pero hoy es una suerte que lo sean. Hay malambo y chacarera. Y también está el “Tango del atardecer” que es una especie de tango sofisticado”. Se refería a una obra que le dedicó a su padre Luis. “Cuando falleció no tuve la oportunidad de hacerle saber la admiración que tenía por él. Bueno, es muy difícil traducirlo en palabras. Creo que no podría hacerlo. Lo que le digo es musical. Es respetuoso, es sobre la amistad que tuve con él y cuanto lo extraño. Pero no lo puedo decir con palabras. La música es un lenguaje universal que no necesita palabras”.