Hecho un ovillo a un par de metros del piano de cola que domina el centro del living, Chardonnay duerme plácidamente sobre una silla. El nombre de uno de los tres gatos de Pedro Aznar dice mucho de una las grandes aficiones del reconocido músico argentino, que desde hace más de una década convirtió su pasión por el vino en distintos proyectos enológicos que en vez de llevar su nombre en la etiqueta, transmiten un espíritu y un concepto.
“Vinos que te emocionen, que no quedes indiferente cuando los tomás”, explica Aznar, que tras producir durante diez años vino bajo la marca Abremundos el año pasado lanzó el proyecto Akasha junto a su socio Fran Evangelista, de CrowdFarming Wine. ¿Qué busca en sus vinos? “Que tengan un poquito de misterio”, responde.
–Pedro, ¿cómo fue que te acercaste al mundo del vino?
–A través del ritual de ir a cenar después de los conciertos. Siempre sentí que era lo que cerraba el círculo de una noche perfecta. El vino que recuerdo que me gustaba mucho tomar –estamos hablando de mis 19 años– era el San Felipe blanco que venía en una caramañolita.
–¿Estamos hablando de la época de Serú Girán?
–Sí, la época de la Grasa de las Capitales. A Charly [García] también le gustaba y coincidíamos. Después creo que mi favorito durante un tiempo fue el Navarro Correas Colección Privada, que traía pinturas de artistas como Carlos Alonso en las etiquetas, a mitad de los 80.
–¿Ya en esa época te interesaba algo más del vino que tomarlo?
–En ese momento no se me cruzaba la idea de tener un viñedo ni de hacer un vino. En aquellos tiempos era algo que no se sentía posible para quien no hubiera nacido en la cuna del vino. Era algo que quedaba muy lejos, una idea tan rara como ser astronauta.
–Como músico, viajaste mucho. ¿Cuando ibas a otro país te interesabas por probar sus vinos?
–Sí. El más prolijo en eso era Lyle Mays, el pianista de Pat Metheny, que se había comprado un anotador y cuando estábamos de gira en Europa anotaba los vinos de los distintos países que íbamos probando: tal vino, tal cosecha, tal denominación de origen, todo muy detallado y prolijo. Yo no tenía esa sistematización todavía, porque en ese momento era simplemente un disfrutador.
–¿Qué cosas fuiste descubriendo en esos viajes?
–Me fui encontrando con vinos de distintas partes del mundo. Eso ya había empezado cuando en el 82 me fui a estudiar a los Estados Unidos y compraba vinos italianos, franceses y de Napa Valley [California]. En ese momento el vino californiano se estaba empezando a afirmar como un contendiente mundial del vino.
–Ya había pasado el Juicio de París…
–Exacto. Los californianos les habían ganado a los franceses en su territorio en una cata a ciegas con un Cabernet Sauvignon de Napa. Los franceses se quisieron matar cuando pasó eso. Años más tarde visité la bodega donde hacían el vino que ganó, Stags Leap, y vi que lo mostraban como un gran logro. Y lo es, porque fue la primera vez que un vino del Nuevo Mundo vitivinícola le ganaba en una cata a ciegas a un vino del Viejo Mundo. Eso como que dio vuelta la taba, fue un momento bisagra en que el vino apareció en escena diciendo: “Muchachos, ojo, somos productores de vino de extraordinaria calidad. Estamos en igualdad de condiciones”.
–¿Cómo surge en vos la idea de hacer vino?
–En los 90 me afilié al viejo Club del Vino, donde además toqué como músico. Ahí las dos pasiones empezaron a confluir de alguna manera. Era un lugar precioso, tenía restaurante y te mandaban mensualmente una caja de vinos sorpresa que ellos recomendaban. Ahí empezó a convertirse en una fantasía un poco más realizable. Y también coincide con el momento en que el vino argentino pega un salto de calidad fuera de serie. Y la Argentina pasa a convertirse en un competidor internacional fuerte.
–¿Con qué empezaste a soñar?
–Creo que con lo que más fantaseaba era con tener un viñedo. Porque me parecían ámbitos mágicos, que lo son. Un día a bordo de un vuelo en una gira encontré en una revista un anuncio de un lugar que te permitía comprar un viñedo, con esos servicios 360 en donde te hacen todo: el vino, el diseño, la marca, te lo comercializan. Era como una solución perfecta para concretar esa fantasía. Al poco tiempo, por la recomendación del dueño de un restaurante que hacía catas maridadas, empecé a encantarme con el mundo de la sommelerie. Venía el sommelier a las mesas, explicaba cada uno de los vinos, contaba por qué se habían maridado de esa manera. Eso habrá sido en 2010. Y ahí le dije al dueño del restaurante con el que nos habíamos hecho amigos: “Estoy yendo a tocar a Mendoza, me gustaría ir a algún lugar que haga algo como lo que hacés acá”. Me dijo: “Te voy a recomendar algo mejor: que conozcas a un enólogo amigo que también es músico. Seguro se van a entender perfecto”. Me da el mail de Marcelo Pelleriti, le escribo y me dice: “Decime en qué hotel estás, cuando llegues te paso a buscar”.
Y me pasó a buscar por el hotel con toda su familia a bordo, se confesó fan irrestricto de Serú Girán y me dijo: “Si te parece vamos a Valle de Uco, trabajo ahí en la bodega Monteviejo”. Yo estaba como chico en Navidad. Fuimos a la bodega y ahí Marcelo me dijo: “Yo a todos los músicos que admiro les ofrezco un juego creativo: hacer, a partir de mis vinos base, un corte a su gusto”. Me explicó cómo era el asunto de las proporciones, hice un corte y le encantó. Entonces me propuso: “¿Querés que hagamos un vino juntos?”. “No lo debe estar diciendo en serio, debe ser el entusiasmo del momento”, pensé, pero le dije: “Por supuesto. Hace rato que tengo ganas de estar del lado de adentro”. Supuse que todo quedaba ahí, pero a los tres o cuatro días me escribió para decirme que seguía en pie la oferta. Era un sueño hecho realidad, que de hecho lo fue. Ahí arrancó Abremundos, que duró 10 años.
–¿Cuánto te involucraste en el proyecto?
–Muchísimo. Inmediatamente me puse a estudiar la carrera de sommelier. Y tanto el trabajo que hicimos con Marcelo como el haber estudiado fueron dos bisagras. Aprendí muchísimo y se multiplicó el disfrute del vino. Estaba completamente involucrado. No era que Marcelo me hacía un vino a mí, teníamos un proyecto y hacíamos juntos los cortes, los diseños de las botellas, la forma de la comunicación, los conceptos, todo eso era en sociedad.
–¿Cómo son los vinos que te gusta hacer?
–Hay una diferencia bastante grande entre los vinos que hacía en Abremundos y los que hago en Akasha, que es mi nuevo proyecto con Fran Evangelista. Los que hacíamos con Pelleriti eran más en la tradición bordelesa, y los que hacemos con Fran van más para el lado Mediterráneo. Te voy a decir algo que es difícil de explicar técnicamente, o imposible, porque es un concepto más poético: en ambos casos buscamos vinos que tengan espíritu, que te emocionen, que no quedes indiferentes cuando los tomás, que no sea “ay que rico vino” y punto. Sino que te despierten curiosidad, que tengan un grado de complejidad y de individualidad distinto del resto. Que tenga un poquito de misterio.
–¿Cómo surge esta nueva etapa?
–Abremundos cumplió su ciclo en 2022. Y tiempo después me llamó Fran, con quien nos conocíamos desde que yo empecé a hacer vino. Él era ingeniero agrónomo en el lugar donde yo tenía el viñedo. Me llamó y me dijo: “Si tenés ganas de que hagamos algún proyecto juntos avisame”, y a los meses nos encontramos, charlamos y nos dimos cuenta de que coincidíamos en la concepción del vino. Los dos éramos fans de las cepas mediterráneas y nos divertía hacer un proyecto por ahí, que es algo que no está muy explorado en la vinicultura argentina. Ahí nos largamos. Cumplimos un año hace poquito.
–¿Qué significa Akasha?
–En sánscrito significa cielo, éter, espacio, y es considerado el quinto elemento.
–¿Cuando hablás de estilo mediterráneo a qué te referís?
–Usamos variedades como Grenache, Carignan, Nebbiolo, Sangiovese, Tempranillo, típicas de Italia, Francia y España. Y las combinamos con las cepas más célebres de la Argentina, como el Cabernet Franc, el Chardonnay y el Malbec, por supuesto.
–¿Qué puntos de encuentro hay entre hacer una canción y hacer un vino?
–Tienen mucho en común. En ambos casos hay una búsqueda de expresar una emoción que llegue al otro. Que resulte algo inspirador, algo que te cambie y te invite a la reflexión y al disfrute. Y sin ánimo de ponerme religioso, es una invitación a percibir algo trascendente. Siendo la bebida más compleja que existe, y la más noble, el vino tiene mucho de poesía y de música en ese sentido de algo que te traspasa y te conmueve. Y es un comunicador de emociones, porque el mundo del vino es muy diverso. Tenés diferencias inmensas en una misma región, porque lo que se llama terroir implica no solamente la tierra, sino también el clima y la mano humana. Por más que el lugar sea el mismo no tenés la misma uva dos años distintos, y por ende no tenés el mismo vino. De ahí viene la magia de ir probando qué pasó cada año en un mismo terroir. Es maravilloso y es infinito. Y en eso se parece muchísimo a la música. Son 12 notas, ¡pero mirá todo lo que hay que para hacer con 12 notas!
–¿Cómo el hacer vino cambió tu relación con el tomarlo?
–Enormemente. Lo principal es que se multiplicó el disfrute. De alguna manera es como si vos, por instinto, tenés buen ojo para pararte frente a una pintura, una fotografía o una escultura, y de golpe entraste en una escuela de arte y empezás a conocer el asunto desde las entrañas. En ese momento hay un salto en la satisfacción del goce estético.
–Siempre está el riesgo de caer en la trampa de mirarlo desde lo técnico y perder el disfrute…
–Sí, te podés pasar para ese lado, pero creo que es lo que pasa cuando estudiás cualquier cosa. Cuando conocés un poquito de algo y pensás que te las sabés todas. Ahí metés la pata. Pero una vez que profundizás te das cuenta de que todo ese bagaje técnico lo tenés que dejar que decante, que deje un sedimento y seguir disfrutando como disfrutabas antes. Solo que ahora hay algo en vos que sabe cómo se hace eso y disfruta diciendo: “¡Mirá qué guachos la cantidad justa de madera que le pusieron a este vino”! Eso impacta en tu disfrute, lo amplia.
–¡Lograste sortear la trampa!
–La meseta peligrosa [se ríe]. Sí, hoy tomo vino y no estoy pensando, salvo en una cata. Ahí sí uso todo el bagaje del conocimiento. Pero sino, es tomar vino con amigos en una comida y nada más. Si me preguntan algo me divierte explicarlo, pero no me lo explico a mí mismo. Tomo el vino, disfruto y punto.
–¿No caés en la tentación de andar hablando sobre vino sin que nadie te pregunte?
–No. Nunca fui así con la música, de hecho. Es más, he recibido críticas como: “Vos no hablás nunca de música”. Por un lado, es un trabajo del cual necesito descansar. Entonces con amigos no me pongo a hablar de música. Si suena una canción no empiezo con “saben que esta canción la grabaron con tal bajo”. No me da, porque instantáneamente me siento un plomo. Y con el vino lo mismo. A pesar de que es un tema de conversación fascinante y a la mayoría le encanta que le cuenten cosas que no sabe del vino. Pero es como tener un público cautivo: es ser desleal ponerte a hablar de eso.
–¿Qué tan seguido vas a Mendoza?
–Voy con frecuencia. Hace 10 días estuvimos con Fran haciendo los cortes de la nueva añada, estamos encantados porque la segunda añada siempre es un gran desafío. Es un poco como hacer un segundo disco: “Ok, el primer disco me salió lindo, ¿qué hago ahora?”
–El tema de la consistencia.
–Exacto. A ver cómo hago para desarrollar esto en un nuevo nivel, más alto idealmente, pero que conserve una personalidad y que tenga una línea. La idea es respetar la personalidad de cada etiqueta. Tenemos un blanco, un rosado, dos tintos y pronto saldrá otro tinto: el Gran Akasha. Pero no solo se trata de que sean un blanco, un rosado y tres tintos, sino cómo se manifiesta cada uno. Entonces, si un año un vino tiene Garnacha, Sangiovese y Tempranillo, al año siguiente quizás en vez de Tempranillo tenga Carignan porque nos parece que ese corte representa mejor la personalidad de ese vino. O pueden cambiar las proporciones.
–Sos una persona reconocible para cualquier argentino. ¿Tuviste que generar un nuevo personaje para lidiar con llegar a una feria de vinos y que te pidan un autógrafo como músico?
–Es muy lindo el abrazo que la gente le da a mi perfil enológico. Cuando hacemos presentaciones con Fran o hacemos cenas con maridajes generalmente firmamos botellas después. Y en ese momento el principal interés de la gente que se acerca es el vino. A pesar de que por ahí le estoy firmando una botella y me dicen: “¿Sabés que nuestro hijo se llama Pedro por vos?”. Cosas que por supuesto vienen del lado de la música. Pero me adoptan fluidamente como winemaker.
–Cuando vas a presentar tus vinos, ¿no sentís la necesidad de llevar en el baúl del auto la guitarra?
–No. Pero me divierte hacerlo. Con Marcelo se daba que él también es músico, entonces le entusiasmaba que estuviera la música presente. Fran también toca la guitarra pero no pone ese énfasis en nuestro proyecto. Y me gusta que sea así. Porque ya hay una musicalidad en el vino. Y el hecho de que yo sea músico la gente lo puede encontrar muy fácilmente, este otro aspecto no. Se lo encuentran ahí en el evento o en la botella. Es lindo darle la oportunidad a que eso también se exprese.