Abatir buena parte del impuesto inflacionario fue uno de los factores claves para explicar el rebote de la economía desde el piso de la recesión del segundo trimestre de 2024 pero, mientras se buscan consolidar esos logros, ahora gana lugar en la agenda el debate acerca de cómo empalmar estabilidad con crecimiento, partiendo de la base que ya se registra un aumento en la inversión en máquinas y equipos, aunque por supuesto con mucho terreno por recorrer. No hay compartimentos estancos entre estabilidad y crecimiento, por lo que es un error evaluarlos por separado. De igual modo, el crecimiento puede entrar en una fase sustentable aun antes de haberse completado la agenda de reformas, habiendo además tareas que dependen del Ejecutivo, y otras que no requieren unanimidad de las cámaras del Congreso, ni un pacto de la Nación con todas las provincias. Lo más apropiado sería encarar reformas modulares, empezando por las más factibles, pero apuntando a encastrarlas con medidas complementarias en el futuro.
Un ejemplo: si se acepta que los cepos al cambio y al comercio exterior han sido un tremendo problema para la estabilidad y el crecimiento desde que se impusieron allá por 2011, entonces una reforma estructural de primer orden es completar el levantamiento de esas restricciones, que subsisten para personas jurídicas. Es una tarea que no requiere ni del Congreso ni del acuerdo con las provincias. Implica seguramente un nuevo equilibrio para el tipo de cambio y las tasas de interés, pero es un desafío que debe asumirse, porque la tasa de mediano y largo plazo se ha instalado en torno al 11%; en dólares y también en títulos públicos ajustables por inflación. Ese es un costo de oportunidad demasiado elevado para que proyectos de inversión se materialicen en el sector real de la economía, mientras que la subsistencia del cepo a personas jurídicas es uno de los factores por los que sigue aletargado el flujo de Inversión Extranjera Directa al país, como lo evidencian los datos del Balance de Pagos. Obviamente, para lograr un descenso significativo de las tasas de interés se requiere una caída del riesgo país y, simultáneamente, un mercado en el que las expectativas de devaluación del peso se hayan desvanecido.
Otro ejemplo: el impuesto a las exportaciones agrícolas (las retenciones) tampoco depende ni del Congreso ni de las provincias. Por ese tributo, el sector agropecuario lidia con una especie de “freno de mano” que mantiene subexplotado su potencial, un fenómeno que se acentúa a medida que nos alejamos de los puertos. En Brasil, que no tiene retenciones, el empleo directo e indirecto asociado al campo captura el 26,5% del total de los puestos de trabajo; pero en la Argentina se estima que no supera el 16%. Cierto es que la política de retenciones debe compatibilizarse con el equilibrio fiscal, pero un cronograma preestablecido de reducción de alícuotas podría cambiar las expectativas. Teniendo en cuenta, además, que bajar las retenciones implica más recaudación nacional y provincial por Ganancias, IVA, Ingresos Brutos e Inmobiliario (el valor de los campos está deprimido por el peso del impuesto a las exportaciones).
Respecto a reformas en las que se necesite el apoyo del Congreso y/o de las provincias, seguramente habrá que ser muy cuidadoso en la secuencia, pero caben pocas dudas que debería empezarse por el aggiornamiento de la legislación laboral, incluyendo la erradicación de la “industria del juicio”, mientras se avanza en la generación de consenso alrededor del tema previsional y de la creación de un “Súper IVA”, que cumpla la función de subsumir Ingresos Brutos y tasas municipales a las ventas. Esta última reforma podría hacerse con leyes que requieran mayoría simple, por lo que habría que lograr que “la mitad más uno” de las provincias se embarquen en el proyecto, tarea difícil pero no imposible.
El mundo ideal, de “todas las reformas a la vez” es un oxímoron. Lo importante de una secuencia bien elegida de cambios estructurales es que puede comenzar a dar resultados significativos en forma relativamente rápida.
En este sentido, la referencia del Brasil de la última década puede ser extremadamente útil. Aunque ahora el gobierno de Lula esté “volviendo a las andadas”, con una reversión parcial de los avances, Brasil se diferenció en forma significativa de la Argentina desde la salida de Dilma del gobierno, y su sustitución por Michel Temer: entre 2016 y 2024, Brasil creció 16,1 puntos porcentuales más que la Argentina, con una variación acumulativa del PBI del 1,9% anual, que contrasta con el exiguo 0,03% de nuestro país.
Brasil no necesitó transformarse en Finlandia. De hecho, sigue caracterizado por elevada presión tributaria, creciente deuda pública, excesivas regulaciones y burocracia, sin haber superado sus rasgos proteccionistas y de economía relativamente cerrada.
Lo que cambió bajo el gobierno de Temer (2016/2018) fue: a) se modernizó el funcionamiento del mercado laboral y b) se estableció una pauta estricta para el gasto público. Esas dos reformas se conjugaron con una reconfiguración de la macro. Después de los “cepos” de Dilma, y a partir de cierto nivel del tipo de cambio real, las expectativas de devaluación se evaporaron, iniciando un sostenido declive de las tasas de interés y de la inflación, abriendo espacio a la recuperación de la inversión y del consumo. De hecho, el tipo de cambio alcanzó un pico nominal en 2015, con una paridad de 4,20 reales por dólar, para luego bajar al entorno de 3,30 en 2016 y 2017, volviendo al nivel nominal de 2015 recién en 2019. Ese año, la tasa de interés de política monetaria (Selic) hizo un piso histórico de 4,5% nominal anual (al margen de los guarismos de la pandemia).
Focalizando resultados en el mercado laboral, se tiene que el empleo privado formal creció a un ritmo acumulativo de 1,5% anual entre 2016 y 2024 en Brasil, mientras en la Argentina se prolongaba el estancamiento. Vale subrayar que una proporción mayor de empleo privado formal tiene repercusiones positivas en el plano fiscal, y también en la capacitación de los trabajadores.
Y las exportaciones respondieron al nuevo escenario, ya que en productos agropecuarios las ventas al exterior de Brasil pasaron de 52,0 a 120,0 mil millones de dólares entre 2016 y 2024; en minería de 15,0 a 34,0 mil millones, en celulosa de 5,6 a 10,6 mil millones y en petróleo de 11,2 a 56,6 mil millones. Las exportaciones totales de bienes de Brasil entre 2016 y 2024 se incrementaron un 87,7%, que compara con una variación de 37,8% para el caso argentino. En valores absolutos, nuestro vecino pasó de exportar 179,5 a 337,0 mil millones entre 2016 y 2024, cuando la Argentina lo hacía de 57,8 a 79,7 mil millones.
Considerando esa experiencia cercana, hay que subrayar que, para la Argentina de hoy, la salida completa del cepo sería una verdadera reforma estructural, con impacto en acumulación de reservas, baja del riesgo país, y desactivación de expectativas de devaluación e inflación a partir del nuevo equilibrio que se alcance. El contexto sería más amigable para la inversión en un combo que se complemente con baja escalonada de retenciones y otros impuestos distorsivos, reforma laboral, ampliación del alcance del RIGI y una inserción externa más profunda (acuerdo Mercosur-Unión Europea, por ejemplo) entre otros instrumentos.
Hay que subrayar que Vaca Muerta garantiza no sólo un crescendo de exportaciones. En la medida en que se complete la red de gasoductos y se incremente la producción, nuestro país pasará a tener un atractivo diferencial de competitividad en las industrias intensivas en gas. Con el boom del shale en Estados Unidos, a partir de 2010 hubo una fuerte expansión en la producción de fertilizantes, productos químicos, fibras orgánicas, ciertos alimentos, alcohol, fundiciones, vidrios, cartón, entre otros. La Argentina podría replicar parte de esa experiencia pero, además de gasoductos y combustible barato, se necesita bajar el riesgo país y completar la salida de los cepos.
Respecto de los servicios, el potencial de la Argentina es indudable, pero no hay que autoengañarse con el grado de avance obtenido: las exportaciones de servicios reales (industria del conocimiento, turismo, entre los principales) representan apenas el 2,6% del PBI, cuando en Uruguay ese ratio es de 8,5% del PBI. También estos sectores necesitan ser potenciados con reformas estructurales.