El nuevo orden mundial según Trump

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En política internacional, los símbolos suelen pesar tanto como los hechos. Por eso, que el presidente estadounidense, Donald Trump, abandonara anticipadamente en junio la cumbre del G-7 en Kananaskis (Canadá), mientras imponía sin matices su voluntad en la de la OTAN realizada en La Haya (Países Bajos) una semana más tarde, no es solo una anécdota protocolar, sino un síntoma y una alegoría del reordenamiento global en marcha. Un orden donde el multilateralismo declina, la diplomacia tradicional se ve sobrepasada y el unilateralismo pragmático –encarnado hoy por el presidente norteamericano– se impone como lógica de poder dominante.

Los resultados comparados de ambas cumbres –celebradas con apenas una semana de diferencia– ofrecen una radiografía precisa de este proceso. Así, mientras el G-7 confirmó su creciente irrelevancia frente a un mundo que ya no responde a los moldes de posguerra, la OTAN logró resignificarse, pero no por convicción, sino por necesidad, al aceptar las reglas de un juego que ya parecieran no ser compartidas, sino simplemente acatadas por la pata europea y la canadiense de dicha alianza.

La cumbre del G-7 en Canadá fue pensada como la conmemoración del 50º aniversario de la creación del foro que alguna vez lideró la gobernanza económica mundial. Sin embargo, terminó convertida en una muestra de debilidad colectiva y falta de propósito estratégico. La salida intempestiva de Trump, en medio de profundas diferencias comerciales y geopolíticas con sus aliados, dejó a los restantes líderes intentando maquillar un vacío político que ya no puede ser ocultado.

Las declaraciones finales del G-7 repitieron fórmulas habituales, pero carecieron de toda tracción real. El comunicado conjunto sobre Irán, que pedía una desescalada militar, fue rápidamente desmentido por la realidad de los hechos: bombardeos, misiles y tensiones regionales que el G-7 fue incapaz de contener. En cuanto a Ucrania, si bien se anunció ayuda financiera y militar, la posición quedó desdibujada por la postura equívoca de Trump, quien volvió a señalar como un error la expulsión de Rusia del grupo en 2014 y relativizó la agresión de Moscú.

En rigor, el G-7 lleva años arrastrando una crisis de identidad. Ya no representa la economía mundial –sus miembros concentran hoy menos del 40% del PBI global, cuando en 1980 superaban el 60%– y, por lo tanto, ha dejado de ser visto como el “directorio del mundo”. Y como Trump lo sabe y lo desea –al chocar con su visión decimonónica de división del poder global–, actúa en consecuencia. En esa línea, para el actual presidente norteamericano, esta cumbre no se alza como una instancia de concertación, sino una pérdida de tiempo, poblada por socios “aprovechadores” que no están dispuestos a compartir los costos del poder, pero sí sus beneficios. Por eso, su salida anticipada, lejos de ser un desliz, fue una declaración estratégica hacia los restantes miembros, hacia los jefes de Estado invitados y hacia el mundo.

Por otro lado, y a diferencia del G-7, la cumbre de la OTAN realizada en los Países Bajos tuvo resultados concretos. Presionados por el contexto internacional –la guerra en Ucrania, las amenazas nucleares de Irán, la agresividad de Rusia y, en especial, la incertidumbre sobre el compromiso de Estados Unidos–, los 32 miembros de la Alianza Atlántica firmaron un acuerdo histórico consistente en la elevación del gasto para la defensa al 5% del PBI para 2035. Este salto –que duplica el objetivo vigente del 2%– fue promovido con insistencia por Donald Trump, quien lo presentó como una condición para sostener el paraguas protector de Washington sobre Europa.

La declaración final establece que al menos un 3,5% del PBI se destinará a capacidades militares duras –tropas, armamento y despliegue– y un 1,5% a infraestructura crítica, movilidad logística, ciberdefensa e innovación. La medida representa, para muchos países, un esfuerzo financiero sin precedentes, y mientras Polonia, Estonia, Grecia y Estados Unidos ya superan actualmente el 3%, otras grandes economías –como la de España (1,3%) o la de Alemania (2%)– enfrentan fuertes resistencias políticas y fiscales para avanzar en esa dirección. Tanto es así que el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, intentó imponer un techo del 2,1% y recibió como respuesta amenazas de sanciones arancelarias por parte de Trump: “Nos lo van a pagar por el comercio”, sentenció el mandatario, ratificando su estilo de presión directa.

Lo más notable, sin embargo, no fue la cifra, sino el proceso. La cumbre fue diseñada en torno a Trump, ya que Mark Rutte –el flamante secretario general de la OTAN– orientó toda la negociación para complacer a Washington. Y no por convicción, sino por necesidad. No hubo debates ideológicos ni referencias explícitas a los valores democráticos. El objetivo fue evitar roces, entregar una victoria simbólica al presidente estadounidense y asegurar su permanencia en el esquema defensivo atlántico. La estrategia funcionó, ya que Trump celebró el resultado como “una victoria monumental para los Estados Unidos” y recibió elogios públicos de varios aliados, incluido el propio Rutte.

Dicho esto, vale la pena destacar que este giro de la OTAN hacia un enfoque de accountability presupuestaria representa una mutación doctrinal profunda. La Alianza, fundada en 1949 como una respuesta colectiva al expansionismo soviético, operó tradicionalmente bajo el principio de disuasión compartida y responsabilidad proporcional. Ahora, la lógica de Trump de “quien no paga no se defiende” rompe con esa tradición y transforma la seguridad colectiva en una transacción bilateral. De esta forma, emerge una extraña paradoja: por un lado, Trump debilita el multilateralismo, pero por el otro refuerza la OTAN –o, más precisamente, refuerza su versión de la OTAN como una organización militar subordinada al interés nacional estadounidense, funcional a sus objetivos geoeconómicos y lista para adaptarse a su propia visión del mundo–.

Desde esa perspectiva, la Alianza Atlántica se convierte en la principal herramienta de los EE.UU. para condicionar a Europa, no solo militarmente, sino también en el plano comercial, energético y diplomático. La reciente sugerencia de desvincular el apoyo a Ucrania del financiamiento estadounidense si los europeos no cumplen sus compromisos se alza como la prueba más cabal de ello. Y lo mismo valdrá seguramente para el acuerdo sobre defensa mutua –el famoso artículo 5–, cuya automática aplicación en caso de conflicto ya todos ponen en duda.

Así pues, Europa enfrenta un dilema estratégico fundamental, dado que la dependencia de Washington en capacidades críticas –inteligencia, vigilancia satelital, fuerza aérea y logística– resulta estructural para el Viejo Continente. La idea de una defensa europea autónoma, impulsada recientemente desde Bruselas, llevaría años en materializarse, y aunque Alemania y Francia anunciaron aumentos de presupuesto, la fragmentación tecnológica y la falta de cohesión política dificultan cualquier avance inmediato hacia una soberanía militar europea. Lo que emerge entonces es una OTAN reconfigurada, donde el poder de decisión se concentra cada vez más en Washington, mientras los aliados intentan equilibrar obediencia con dignidad. El riesgo es claro: que Europa termine financiando una estrategia que no define y enfrentando amenazas que no controla.

Así, el contraste entre el G-7 y la OTAN no reveló solo la nueva dinámica de las instituciones, sino también su renovada orientación política. En Kananaskis, Trump despreció un foro que considera obsoleto, y en La Haya, moldeó otro a su medida. Pero en ambos casos su mensaje fue el mismo: los tiempos de multilateralismo como lo conocíamos desde 1945 parecen haber terminado. El nuevo orden no se basa en la negociación, el consenso o la pertenencia institucional, sino en la presión, el alineamiento y la utilidad estratégica.

Este modelo de liderazgo –más parecido al management empresarial que a la diplomacia clásica– no es solo una estrategia personal de Trump, sino la expresión de un momento histórico: la crisis del orden liberal, la fragmentación de Occidente, la emergencia de Estados autoritarios y la pérdida de la centralidad europea que crearon un vacío de poder tal que el líder norteamericano no ha dudado en ocupar con una sinceridad brutal, un lenguaje ofensivo y una coherencia extremadamente relativa. Así, el mundo se reorganiza según nuevas coordenadas, en las que las democracias occidentales no logran articular una respuesta que combine firmeza estratégica, legitimidad democrática y autonomía real, quedando atrapadas en una arquitectura global en donde parecería que ya ni siquiera se decide en cumbres multilaterales reducidas, sino en el despacho de un solo hombre

Analista internacional, director de la cátedra Unión Europea-UCES

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