El ferrocarril fue una de las innovaciones tecnológicas más trascendentes del siglo XIX. Comenzó a perder protagonismo cuando irrumpieron el transporte automotor y el aéreo, potenciados por los enormes avances técnicos introducidos durante la Primera Guerra Mundial. Todos los sistemas ferroviarios se fueron adaptando a las nuevas condiciones tecnológicas con una evolución fuertemente vinculada a la geografía, la producción y la población de cada país.
En grandes áreas metropolitanas, el ferrocarril puede capitalizar su capacidad para el transporte simultáneo de miles de personas con tiempos de viaje muy inferiores al ómnibus e incluso al automóvil individual, generando grandes beneficios sociales por la reducción de costos externos, haciendo económicamente viable el servicio de pasajeros denominado suburbano o de cercanías, como en el área metropolitana de Buenos Aires, aunque siempre con tarifas que demandan fuertes subsidios.
Donde existen altas densidades de población y abundan las ciudades grandes y medianas separadas por distancias de hasta algunos cientos de kilómetros, el ferrocarril puede ser una buena alternativa para el transporte de pasajeros, aunque en casi todos los casos también con tarifas que deben ser subsidiadas. Estas condiciones no se dan en nuestro país, con enormes extensiones, baja densidad poblacional, ciudades todas mucho más pequeñas que la aglomeración de Buenos Aires y muy distanciadas entre sí.
Modernamente, en el transporte de cargas, el ferrocarril tiene ventajas siempre que se lo pueda manejar con trenes completos de gran longitud y peso en trayectos de cientos o miles de kilómetros. En la Argentina estas condiciones se dan en algunos tráficos específicos en los cuales el ferrocarril puede competir exitosamente con el omnipresente camión en cargas como los agrograneles y la producción agroindustrial entre centros de acopio y puertos, minerales a granel, cemento y otros materiales para la construcción, combustibles sólidos y algunos líquidos, industria pesada, además del movimiento de contenedores entre polos logísticos situados en los centros de producción y los puertos.
En la segunda mitad del siglo XX el tráfico de cargas del ferrocarril argentino inició una fase declinante. Los 33 millones de toneladas movidos en 1951 cayeron a 15 millones en 1988, una pérdida del 54%. En 1989 el presidente Carlos Menem encaró la privatización de los servicios públicos hasta entonces estatales, optando para los ferrocarriles por la figura de la concesión por 30 años, ampliable por 10 años más, por única vez. La primera concesión comenzó en noviembre de 1991 y en 1994 ya operaban cinco concesiones en las redes de trochas ancha y media. Por falta de oferentes, solo la red Belgrano (trocha angosta) siguió con gestión estatal hasta que, en 1999, fue dada en concesión directa a la Unión Ferroviaria.
Desde sus inicios las concesiones privadas se autosostuvieron sin subsidios operativos y, tras algunas dificultades, consiguieron una fuerte recuperación del tráfico. Superada la crisis de 2001, el transporte ferroviario de cargas continuó creciendo y en 2007 el conjunto de las cinco concesiones privadas alcanzó los 24,2 millones de toneladas, alcanzando casi el máximo histórico registrado por esas mismas redes en 1951. Solo el Belgrano continuó con su ciclo descendente y para 2007 apenas transportaba 757 mil toneladas, menos del 10% de su máximo histórico de 1951.
A partir de 2021, comenzó la práctica de extender precariamente los contratos de concesión por períodos muy cortos, impidiendo toda planificación seria e inhibiendo el interés y la posibilidad de las concesionarias de hacer inversiones para ampliar la capacidad de transporte
Este proceso se interrumpió en 2007, cuando el grupo brasileño ALL, que operaba las redes San Martín y Urquiza, decidió dejar la Argentina y redujo al mínimo los trabajos de mantenimiento, con un deterioro acelerado de la infraestructura y el consiguiente crecimiento del índice de descarrilamientos. En 2012 la tragedia de Once generó un sismo político que llevó a transferir el área de Transporte al Ministerio del Interior y se optó por la reestatización del San Martín y el Urquiza y su incorporación a una nueva sociedad: Belgrano Cargas y Logística (BCyL). Los primeros años de la gestión de los ferrocarriles reestatizados continuaron con la franca caída del tráfico, que se revirtió después de 2016 gracias a una inversión cercana a dos mil millones de dólares en obras de vía en la línea Belgrano y la compra de 110 locomotoras y 3000 vagones. Las tres redes bajo gestión estatal incrementaron desde entonces sus niveles de tráfico, aunque sin alcanzar sus máximos históricos y cobrando tarifas muy bajas que demandan crecientes subsidios operativos.
A pesar de estos altibajos –contrariamente a lo proclamado por ciertos sectores–, el proceso privatizador del sistema ferroviario de cargas de los años 90 debe considerarse exitoso, ya que consiguió una recuperación de la carga transportada y redujo la necesidad de financiamiento por parte del Estado. Si bien es cierto que una parte de la red ferroviaria quedó inactiva, la recuperación tuvo lugar sobre la parte de la red con real potencial para la captación de los tráficos, sacando provecho para toda la economía de un capital hundido que desde 1950 venía siendo crecientemente subutilizado.
Lo que resulta notable de este ciclo es la falta de involucramiento de los sucesivos gobiernos en potenciar los resultados positivos conseguidos a partir de 1990, con acciones proactivas del Estado en cuestiones que son de su exclusiva competencia, como la realización de obras de acceso a los puertos y de evitamiento de zonas urbanas conflictivas, o la prevención efectiva de la invasión de terrenos ferroviarios que le fueron restando operatividad al sistema, tal como sucedió en espacios ferroviarios y portuarios en las áreas de Retiro y Puerto Nuevo.
Ninguno de los sucesivos gobiernos se propuso mejorar el modelo de concesión. De hecho, a partir de 2016, cuando las empresas solicitaron la extensión de sus concesiones por diez años, según lo previsto en sus contratos, el Estado no resolvió nada y trasladó el problema a la siguiente administración, que, finalmente, en 2021 denegó las extensiones.
A partir de entonces, para eludir las dificultades de reasumir la gestión estatal de las tres redes comenzó la práctica de extender precariamente sus contratos de concesión por períodos muy cortos, de año o año y medio, impidiendo toda planificación seria e inhibiendo el interés y la posibilidad de las empresas concesionarias de involucrarse en inversiones para la ampliación de la capacidad de transporte.
El Estado nacional estudia actualmente la mejor manera de reprivatizar la explotación de las redes bajo gestión estatal, para lo cual debe tomar una serie de decisiones estratégicas con consecuencias en el largo plazo, como, por ejemplo, optar entre los distintos modelos de gestión aplicados en el universo ferroviario: la explotación verticalmente integrada o las variantes del modelo de acceso abierto competitivo. Pero mientras se decide el curso de acción y se procura concretarlo, debería evaluarse como primer paso la aplicación de lo previsto en los contratos originales de concesión, negociando su extensión por plazos que den horizontes de mayor amplitud, supeditados a compromisos compartidos del Estado y las empresas en las inversiones de ampliación de la capacidad de transporte.
Hay un destino para el ferrocarril de cargas en la Argentina: una política racional de participación del capital y la gestión privada podría duplicar su tráfico y su participación en el sistema de transporte nacional, con los consiguientes beneficios en términos económicos, reduciendo los niveles de congestión y contaminación ambiental. Esperemos encontrarnos frente a ella.