Latinoamérica y Estados Unidos: una relación definida por la oportunidad, no por la ideología

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El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el primer ministro canadiense, Mark Carney, asisten a una reunión con los líderes del G7 e invitados, en la cumbre del G7 en Kananaskis, Alberta, Canadá, 16 de junio de 2025.  REUTERS/Kevin Lamarque

Comprender la lógica de la política exterior de Estados Unidos ha sido históricamente una tarea compleja para buena parte de América. Sin embargo, hay dos excepciones notables: México y Canadá. Pese a los altibajos retóricos que marcan la presidencia de Donald Trump, ambos países saben mantener una relación estratégica con Washington. Y lo logran no desde los discursos presidenciales, sino a través de una burocracia profesionalizada que entiende que la diplomacia real se juega, sobre todo, en los niveles intermedios del poder. Mientras arriba vuelan petardos, abajo se arregla.

El resto del continente, sin embargo, ha transitado caminos más erráticos. En América Central, la relación de algunos gobiernos con Washington ha oscilado entre la colaboración entusiasta y el distanciamiento crónico.

El Salvador, por ejemplo, se ha alineado estrechamente con ciertas prioridades de seguridad impulsadas desde EEUU, como el modelo carcelario cooperativo. Nicaragua, por el contrario, ha aprovechado su ubicación estratégica para refugiarse en una suerte de aislamiento calculado por el riesgo de distorsión económica en la zona y la amenaza de más migración hacia el norte. Su régimen autoritario persiste no solo por represión interna, sino por una geografía que limita las presiones externas. Increíble, pero es así. Otros países son más lúcidos como Guatemala y Costa Rica, que se manejan con habilidad. Otros, como Honduras apostaron por la distancia y allá se verá cómo lidian con semejante desafío.

El Caribe, aunque compuesto en su mayoría por pequeñas naciones insulares, representa más de una decena de votos soberanos en organismos multilaterales, allí hace valer su peso (en la OEA valen oro esos votos, hoy pusieron un secretario general). Salvo por algunos aliados sólidos, la relación de Estados Unidos con la región ha sido históricamente intermitente y, en muchos casos, descuidada. Resulta llamativo que aún existan vínculos activos entre varios Estados caribeños y el régimen venezolano, lo cual habla más de la ausencia de una política estadounidense de largo plazo que de afinidades ideológicas verdaderamente firmes. Un asunto que no termina de comprenderse a profundidad. Por supuesto que las dictaduras ominosas de Venezuela y Cuba merecen análisis por separado, hay demasiada alienación sumada en ellas como para anotar solo una frase ante tanta crueldad en un artículo.

Más al sur, el panorama se vuelve aún más contradictorio. América del Sur continúa atrapada en un dilema que combina resentimientos históricos, discursos ideologizados y una profunda incapacidad para construir una relación pragmática y sostenida con Washington. En este contexto, organismos como la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) operan más como escenarios simbólicos de desahogo político que como verdaderas plataformas de integración o cooperación técnica. Su institucionalidad es débil, su productividad nula y su utilidad, en muchos casos, meramente retórica. No queda demasiado al pasar raya.

El viejo reflejo de “culpar al imperio” sigue vigente. Y aunque la crítica a Estados Unidos puede tener fundamentos históricos válidos, lo cierto es que seguir utilizando ese enfoque como brújula de política exterior no solo es estéril, sino contraproducente. Mientras tanto, los mercados globales evolucionan, las cadenas de suministros se reconfiguran y el capital busca destinos previsibles. Negarse a dialogar y mejorar los vínculos con Estados Unidos por motivos ideológicos es, en esencia, un acto de auto boicot económico.

Durante la presidencia de Donald Trump, se dice, muchas veces, que su estilo confrontativo busca reforzar una posición negociadora fuerte. Pero para América Latina, la afirmación de que “son los demás quienes necesitan a Estados Unidos” no fue sólo retórica: fue una declaración política. Y, guste o no, tiene razón. El mercado estadounidense sigue siendo uno de los más robustos y estables del mundo para las exportaciones latinoamericanas, especialmente en sectores donde la región continúa especializada en materias primas. O ellos o los chinos. Europa sigue en su endogamia propia.

El presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, y el presidente de China, Xi Jinping, se dan la mano mientras firman acuerdos bilaterales, en Brasilia, Brasil, 20 de noviembre de 2024. REUTERS/Adriano Machado

En este escenario, cabe preguntarse: ¿es responsabilidad del país más poderoso adaptar su trato a las naciones más pequeñas o corresponde a estas últimas encontrar la forma inteligente de vincularse con una potencia que puede ofrecerles estabilidad, inversión y demanda? Como sugería Sun Tzú en El arte de la guerra, el más débil debe ser el más astuto.

Ejemplos recientes muestran que hay caminos posibles. Javier Milei en Argentina y Daniel Noboa en Ecuador han adoptado estrategias orientadas a establecer puentes con Washington. Lo hacen a cara descubierta y mal no les ha ido, claro son narrativas comprometidas con Trump al extremo. Otros líderes, como Gustavo Petro en Colombia o Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, han optado por trayectorias erráticas (siendo elegante) entre la crítica simbólica y expresiones duras que solo han roto puentes. Los resultados están a la vista.

En todos los casos, las consecuencias son claras: quien entiende el juego, maximiza beneficios. Quien lo rechaza por convicción ideológica o lo que fuere, restringe su margen de maniobra y compromete oportunidades concretas para su población. Son las dos bibliotecas. Eso sí, que quede claro: el gobierno norteamericano actual apuesta a la teoría del amigo-enemigo de Carl Schmitt, o con ellos, o lejos y contra ellos. Prestar atención al juego porque es peligroso.

En un mundo donde la diplomacia tradicional cede terreno frente a intereses más inmediatos y menos institucionalizados, América Latina necesita repensar su estrategia. No se trata de someterse ni de perder soberanía. Se trata, simplemente, de actuar con lucidez, de comprender que el vínculo con Estados Unidos -con todos sus matices- es una oportunidad que no se puede gestionar desde el enojo ni desde el orgullo ideológico. Si América estuviera unida, si el Mercosur existiera en serio -por ejemplo- todo sería más fácil. La realidad tiene cara de hereje.

Porque al final, menos comercio con Estados Unidos significa menos empleo, menos divisas, menos progreso. Y esa, más allá de cualquier narrativa, es una verdad económica que ningún pueblo puede darse el lujo de ignorar.

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