Empezó con sillas y mesas prestadas y hoy es una de las parrillas más populares de San Telmo

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Un mozo le recita versos del Martín Fierro a una niña francesa que se pelea con su hermano por las papas fritas: “Los hermanos sean unidos…”, dice, y aunque ninguno de los integrantes de la familia habla español, le sonríen. Quizás sea por el histrionismo del camarero, o tal vez por los platos de carne argentina que les está sirviendo. “Parrillada, no hay con qué darle”, dice Pablo Jover, parte de la familia de trabajo de Desnivel casi desde su inauguración, jactándose también de que “aquí no se recalienta nada. Si sobra comida, se la llevan. Y si la dejan, quizás picotean los empleados, pero nada vuelve a la parrilla”.

Manteles de hule, pancito y manteca en las mesas; banderines de fútbol, cuadros (algunos torcidos) con recortes periodísticos o fotos de visitas ilustres, un tango sonando detrás de otro y la parrilla a la vista en el centro de la escena son parte del paisaje, del clima popular e informal del célebre boliche de San Telmo.

El salón de Desnivel, un día de semana por la noche

–¿Quiénes están detrás de la historia de Desnivel?

–Hoy los propietarios son Liliana, mi mujer (que se encarga de la administración), y sus hermanos Mirta y Luis Fontanella. El que empezó todo fue el padre de ellos, Ernesto Fontanella, que inauguró la parrilla en diciembre de 1993. Yo, que conozco a la familia desde mis 14 años, me sumé a trabajar unos meses después.

–¿Cómo era el lugar?

–Empezó bien abajo, muy pobre. La parte de arriba, que hoy tiene lugar para alrededor de 20 personas, era un depósito de cosas arrumbadas. Arrancamos con mesas y sillas prestadas, todo prueba y error. No teníamos tiraje de ningún tipo, ni salida de emergencia. No había plata ni para pagarle a un letrista que cambiara el cartel del frente. Ernesto quería que el restaurante se llamara “Los caminantes”, porque casi todos los que trabajábamos habíamos vivido de eso, de llevar y traer mercadería a los negocios de la zona, a los anticuarios. El nombre de la parrilla es Desnivel, porque así se llamaba el anterior local. Y quedó.

La fachada, un clásico que sobresale sobre la calle Defensa

–¿La familia tenía experiencia en gastronomía?

–No. Solo el hermano de Ernesto tenía una parrilla en otra zona de la capital. Él se tiró a la pileta y fuimos todos aprendiendo sobre el negocio, que es fascinante.

–También difícil…

–Sí, muy difícil. Hay que dedicarle todo el tiempo y toda la energía. Atender a la gente es todo un tema: a veces te quieren contar sus problemas o su historia y el que está mal o cansado es uno.

–¿En qué momento dieron el salto?

–Se empezó a correr la bola de que acá se comía bien. Por un lado, se vendía mucho a la hora del almuerzo, a los empleados de las empresas que están cerca. Y por el otro, alrededor de 1996 comenzó a ponerse de moda el tango for export y llegaron los turistas buscando otras experiencias. A eso se le sumó una clientela que aún sostenemos: las tripulaciones de empresas de transporte aéreo. Empezaron a venir los pilotos, después las azafatas. En eso nos ayudaron mucho los vecinos de negocios que ya no existen, de antigüedades o santerías. Los pilotos venían a pasear, preguntaban dónde podían comer y los mandaban para acá. Después, se lo empezaron a recomendar entre ellos. En un momento, abríamos el turno noche a las siete de la tarde y ya no había lugar. Pasamos de tener un solo ventilador que le poníamos a la mesa que mejor propina daba a poder ampliarnos y arreglar las instalaciones. Siempre con sencillez, pero más cómodos. Ahí dijimos “ok, esto funciona”. Laburábamos mucho, nos dejaban muy buenas propinas. Todos los que pasaron por acá pudieron ahorrar, mudarse o comprarse un autito.

Detalles como los pingüinos de colores hacen la diferencia En las paredes, cuadros con grandes momentos del fútbol argentino

–¿Cuál fue la clave para que volvieran los clientes?

–Conocerlos, atenderlos bien. No éramos ni somos demasiado corteses, tenemos un trato más bien informal, pero estamos bien atentos. Cuando yo atendía el delivery con mi hermano, veíamos a uno esperando para entrar a pedir y ya sabíamos lo que quería. O le llevábamos a la mesa enseguida algo que siempre pedían: una provoleta, una ensalada.

–Están en un barrio muy emblemático, y particularmente en una zona muy transitada, con bastante turismo…

–En esa época que todo empezó a mejorar, lo que queríamos era brindar una experiencia bien local a los turistas, no nos queríamos convertir en un producto artificial. Mi mujer empezó a hacer flan casero. Antes comprábamos Serenito para la gente [risas].El flan fue un boom. Lo hicimos una noche, teníamos un departamento enfrente, lo hicimos en una cocina Escorial, al horno. Eso y unas berenjenas espectaculares que hacía la mamá de los Fontanella, una receta bien tana, pasada de generación en generación. Lo cuento como ejemplo de que todos nos poníamos a trabajar para hacerle frente a la demanda, que era mucha. No era un polo gastronómico esta zona, no era tanta la oferta. Hoy el panorama es distinto, en el barrio ya no están los anticuarios, los comerciantes apuntan directamente al turismo, con souvenirs o locales de dulce de leche en todas las cuadras. Acá la clientela va fluctuando, en cantidad y tipo de público, pero mantenemos la esencia.

–¿Cuál es el fuerte de la carta?

–Las pastas fueron, son y serán siempre caseras, y están muy bien. Pero la parrillada es un gol. Se hace en el momento, no recalentamos y tampoco trabajamos con carnes congeladas. De la vaca a la parrilla [risas]. Un pedazo de carne congelada, al sacarla del freezer, se desangra, queda pálida. Después la ponés a la parrilla y en el plato es casi cartón. Nosotros no trabajamos con cartón. Una que siempre cuento es que los aviadores piden el lomo para llevar. Pero no para comer esa noche o al otro día: ¡lo quieren para envasar al vacío y llevárselo con ellos en el avión! No falla.

Las empanadas fritas, una entrada imperdible de la parrilla

–¿Cómo es el equipo de trabajo?

–Armamos familia. Somos muy afortunados con eso. Hemos tenido mozos a los que les hacían notas, porque eran tremendos personajes. Los parrilleros son buena gente, responsables. Y en general todos tenemos libertad, mientras cumplamos. Podemos pegar un grito o hasta discutirle al cliente, pero si no dejamos nada sin hacer y la gente come y paga, no hay problema. A ese que está ahí [señala a un camarero], se le ha resbalado desde la escalera un postre que aterrizó en la cabeza de una señora. Y no pasó nada, un pedido de disculpas, mucha risa y ya está. Tuvimos un mozo que no ofrecía la carta, directamente les decía a los comensales lo que iban a comer. Para algunos sería una falta de respeto, pero funcionaba. Y lo que llegaba a la mesa era tan bueno como lo que se había prometido.Con esas cosas se encuentra la gente cuando viene.

–¿Cómo definen al público hoy?

–En esta época no hay fila en la puerta, pero yo digo que este lugar está bendecido: por difícil que esté la cosa, siempre hay mesas ocupadas. Seguimos con las tripulaciones, hay un público joven, muchos estudiantes de las facultades cercanas, especialmente la de cine, acá a la vuelta. Turistas internacionales, también. Vienen por la carne y por las milanesas. Ahora, quizás, a turistas de determinados países les resulta un poco caro, pero no se la quieren perder. En todo caso piden y comparten.

–Se ven fotos de algunas celebridades en las paredes, ¿hay un trabajo de marketing o prensa detrás de eso?

–¡No! Nada de eso, no le damos mucha bola. Llegan por recomendación, porque saben que el lugar no es lujoso pero la experiencia y la parrilla lo valen. Han pasado muchos: Ana Belén, Audrie Tautou [la actriz de Amelie], Nicolás Cabré, Soledad Villamil, Damián Szifron, Érica Rivas, futbolistas, basquetbolistas, músicos. Un montón.

–¿Podría existir otro Desnivel?

–No es el mejor momento para pensar en ampliarse pero, más allá de eso, no creo: este lugar es único.

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