Por lo general, a las altas esferas del poder llegan personas que se tienen en muy alta estima. Todo líder que se precie se considera dueño de atributos que lo ponen por encima de los demás. Gente de mando, están muy seguros de sí mismos, o por lo menos muy seguros de que así podrán mostrarse ante aquellos que han de acatar sus órdenes. Esto puede ser un problema, porque tienden a renunciar a un atributo básico de la inteligencia, la duda. Tienen respuestas para todo. Y si no la tienen, la inventan. Se quieren tanto que, por no dudar, no dudan de que la verdad los bendice cada vez que abren la boca. De allí esa convicción sin fisuras que, junto con la costumbre de pasar a la acción, deja perplejos a aquellos que dudan y no atinan más que a obedecer, a dejarse conducir. A veces, incluso hacia el abismo.
No sorprende que los líderes populistas de uno u otro signo que se reproducen por el globo se quieran tanto a sí mismos. La pauta de este enamoramiento narcisista desembozado tan siglo XXI la marcaron Silvio Berlusconi y Hugo Chávez, que ascendieron al cielo de la política por andariveles opuestos, pero compartían ese aire de semidioses que tanto les gustaba exhibir ante los simples mortales, de cuya adoración, cómo no, se nutrían.
Para quererse de ese modo hay que tener un tipo particular de psiquis, una mente centrada en el ego, y cuanto más simple, mejor. La cultura, para esta gente, es un estorbo. Cuanto más elementales, más lejos llegan. Eso dice mucho de nuestra época, que premia y promueve la necedad de aquellos que creen saberlo todo cuando en realidad, confinados en sí mismos, parecen ignorarlo casi todo, empezando por sus semejantes, a quienes ni siquiera registran.
Para ellos, el otro es solo fuente de adulación para reforzar un amor propio que necesita el anabólico del elogio y la sumisión
El gesto de Trump es elocuente. Lleva inscriptos en el rostro la impaciencia y el desagrado. La impaciencia, cada vez que debe callar para que hable el otro, aunque en su silencio ya esté masticando la refutación. En cuanto al desagrado, se le instaló en la boca. Parece una declaración de guerra contra la realidad, que no siempre se pliega a sus deseos. Cuanto esto sucede, protesta.
“No estoy para nada contento con el presidente Putin”, lanzó esta semana, ante sus frustrados intentos de detener la invasión rusa a Ucrania. “Brasil no ha sido bueno para nosotros, no ha sido bueno en absoluto”, dijo, ofuscado por el avance del juicio contra Bolsonaro. “Él no es culpable de nada, salvo de haber luchado por su pueblo”, defendió al populista brasileño, en un avance contra la división de poderes de otro país, al que por cierto le impondrá aranceles del 50% en represalia. El discurso de Trump se parece al flujo de conciencia de un chico. Un berrinche. Y, como un chico, parece carecer de frenos inhibitorios. Por eso le temen. Para ser un buen depredador, la inteligencia no es un requisito. Y menos aún la emocional.
Una columna de The New York Times de esta semana señala que la diplomacia global en la era de Trump se basa en la adulación al magnate. Netanyahu le presentó días pasados la carta con la que lo quiere postular al Premio Nobel de la Paz. Todos procuran engordar ese ego. “Creemos en su política de hacer grande a Estados Unidos otra vez”, le obsequió el jueves en la Casa Blanca el presidente de Liberia. “¡Qué buen inglés!”, le devolvió Trump. “¿Dónde aprendió a hablar de esa forma tan hermosa?”. El idioma oficial de Liberia, país fundado bajo el auspicio de Estados Unidos, es el inglés. Es posible expresar desinterés hasta cuando se es condescendiente.
Así, el otro es solo fuente de adulación para reforzar un amor propio que, para sostenerse, necesita el anabólico del elogio y la sumisión incondicional. El otro nunca es considerado un par o un interlocutor válido. Lo vimos con Cristina Kirchner. Lo vemos con el presidente actual. Disculpen la incursión en la coyuntura: no importa si justificado o no, pero el veto que Milei anunció contra la suba jubilatoria sancionada en el Senado es un berrinche que nace de su incapacidad de diálogo con aquellos dispuestos a ayudar y de su pulsión por el ataque indiscriminado. Es, si se quiere, una actitud derivada de la inmadurez, como la que en la infancia tenía el dueño de la pelota cuando se la llevaba en medio del partido bajo el argumento de que no se la pasaban: en realidad la quería toda para él, incapaz de un ida y vuelta, de una pared que permitiera sortear los obstáculos hasta el gol. El ego tiene doble faz y es también flanco débil. Aquí le dio pasto al kirchnerismo, que quiere pinchar la pelota.
Pero el fuerte está blindado y, aferrado a lo suyo, no se deja persuadir. Tal es la intensidad de su fe en sí mismo que esa energía rayana en la locura acaba por prendar a muchos que andan por la vida sin creer en nada, menesterosos, ávidos de inyectar en su existencia una razón por la que vivir. Es un mal de época, fogoneado en las redes, que excede a la política: la empatía, la capacidad de ver los matices de la realidad y de aceptar la ambigüedad de la vida ya no reditúan. Al revés, son un lastre en una sociedad que premia la convicción ciega de estar en lo cierto por más que se defienda una imbecilidad olímpica.