Corría 1880 y en esa Buenos Aires que bullía, en su paso de la Gran Aldea a Metrópolis, un crimen sacudía a un conventillo poblado por inmigrantes el último día del año. Plaza San Martín, las calles de Barrio Norte, plaza Lavalle, los bosques de Palermo, Avenida Sarmiento formaron parte del escenario que resulta familiar y distinto a la vez, a fines del siglo XIX, y que permite imaginar las escenas dramáticas transcurridas esos días.
La última novela de Daniel Balmaceda, El crimen de año nuevo, narra esta historia real arrancada de expedientes judiciales que llegaron a sus manos, siempre ávidas de nuevas historias para contar. Entre tanto detalle histórico documentado, el escritor logra transportarnos a ese tiempo y lugar. Hoy no nos hubiéramos enterado del devenir de estos jóvenes inmigrantes de clase trabajadora ni a través de un libro ni de una crónica periodística.
Hacía falta el trabajo de un escritor de quien fue periodista –editó las revistas Noticias, El Gráfico y Newsweek, aunque hace ya quince años que no pisa una redacción– y que hoy es historiador y divulgador. Autor prolífico de temas históricos –Sarmiento, Belgrano, Grandes historias de la cocina argentina, Romances turbulentos de la historia argentina, son algunas de sus obras-, con El Crimen de Año Nuevo incursiona por segunda vez en la novela policial histórica, después del éxito de Los Caballeros de la Noche.
Balmaceda es miembro de número de la Academia Argentina de la Historia, del Instituto Histórico Municipal de San Isidro y de la Sociedad Argentina de Historiadores, y fue distinguido como Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.
–¿Cuánto tiene de ficción y cuánto tiene de historia El crimen de año nuevo?
–La novela está basada en un expediente del Archivo General de la Nación. Es un caso real, es un expediente que no había sido dado a publicidad salvo casos de periódicos de la época que trataron este tema también muy someramente. No se profundizó, por lo tanto, es un expediente que tiene ese interés. Cuando me enfrento a baches de información que no están en el expediente, lo primero que hago es buscar las respuestas en otra documentación. La precisión tiene que ser mi mayor valor.
“Si sé que en un momento cobra mucho protagonismo el Parque Tres de Febrero, primero salgo a buscar toda la información para tratar de recrear lo que era ese lugar en la época de la novela, que es 1880. Pero si tuviera que ponerlo en porcentajes. yo te diría que es un 10% de aporte de ficción y el otro ya es todo real. Por eso me parece muy interesante leer ciertos aspectos en el área judicial. En el momento en que están presos los personajes, hay situaciones que decís esto es el final de un capítulo de una serie de televisión, el famoso continuará, y no. Está planteado en el expediente y trato de ser muy fiel al rigor histórico en ese sentido”.
–¿Cómo llegó a tus manos ese expediente?
–Estaba investigando para el libro Los Caballeros de la Noche y necesitaba información sobre algunos abogados que participaban en el caso para tener un concepto más amplio de ellos. Y también sobre compañeros de celda de los presos de aquel tiempo. Así di con esta causa. Pedí el expediente en el archivo, que me daba elementos para mejorar la pintura de Los Caballeros... Allí fue que este expediente me dio más curiosidad o llamó mi atención porque comenzaba hablando de un anónimo que recibió el jefe de policía y, en general, esos expedientes policiales comienzan con un crimen, con un cadáver en la calle, y no con un anónimo de estas características. Sin leerlo completamente, me di cuenta de que estaba frente a un caso especial que tenía que recopilar en forma completa porque podía llegar a haber algo. Evidentemente había una gran historia detrás.
–Lo que tiene de truculento es que es muy frío todo.
–Bueno, hablamos de un crimen premeditado y con una fecha premeditada específica. Y lo que yo quería preservar para que el lector se sorprendiera es que hasta la página 100 uno sabe que habrá un crimen, sabe que ese crimen va a ser a fin de año, pero no sabe quién va a morir, quién va a matar, cuál va a ser el método. Es toda una sorpresa. Hasta en la propia contratapa del libro decidimos preservar la verdadera historia de quién de los cuatro protagonistas será la víctima. Toma por sorpresa el momento en que se decide el crimen porque mientras uno va leyendo tiene expectativas de que va a ir por otro lado.
–Das mucho detalle de lugares de la Ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, el Hotel de Inmigrantes lo situás cerca de Plaza San Martín, cuando ahora está más cerca de Puerto Madero. ¿Cuáles fueron los mayores cambios en la Ciudad de Buenos Aires comparando 1880 con la actualidad?
–Principalmente, como decís, el Hotel de Inmigrantes era uno de los seis o siete que tuvimos en Buenos Aires
–¿Hubo tantos?
–Sí, hubo varios, y el que se preserva es el último de todos. Aquella Buenos Aires era muy cosmopolita: el inmigrante era denominado extranjero, por lo tanto, era una ciudad plagada de extranjeros, con dos o tres barcos que llegaban al Puerto por semana, y en cada uno de esos barcos venían alrededor de quinientos a setecientos pasajeros de tercera clase. Eran inmigrantes que llegaban con la valija llena de expectativas y no mucho más que eso. Y desembarcaban en la incertidumbre de saber cómo iban a llevar esta nueva vida.
–¿Cómo era entonces la ciudad?
–Era una Buenos Aires con vendedores ambulantes en una proporción muy grande, pregonando sus productos en distintos idiomas: en italiano, armenio, inglés, francés, también en griego. Es decir, era una ciudad con mucho movimiento, con mucha venta y con un crecimiento expansivo de inmigración muy fuerte. Entonces ya comenzaban a poblarse muchísimo los conventillos, los medios de transporte no daban abasto y, en aquella Buenos Aires que todavía tenía muchísimas calles de tierra, el transporte era a caballo en carruajes. En cuanto a electricidad, recién comenzaban algunos experimentos; tenía un servicio telefónico muy precario y tranvía a caballo como el principal medio de transporte, además del tren. El tren ya comenzaba a tener un peso importante en el traslado. Era para las largas distancias. El tranvía funcionaba en zonas urbanas.
–En ese entonces se advierte cierto amateurismo en la policía. ¿Qué otros aspectos de la ciudad todavía estaban más relegados?
–Precisamente la policía estaba dividida en veinte comisarías. Buenos Aires o la Capital Federal, recién nacida para esta época, estaba limitada por un arroyo que corría por Medrano y otro, por lo que es Juan B. Justo, el arroyo Maldonado. Así que uno cruzaba esos límites y ya salía de lo que era la Capital Federal, una capital muy concentrada. Le faltaba todavía mucha construcción: las casas eran casonas que tenían cincuenta años. El puerto estaba bastante limitado (no existía el Puerto Madero que se pensaba que iba a ser de gran utilidad). Teníamos un par de muelles, la Aduana también era muy limitada para ese tiempo. Institucionalmente todo estaba por hacerse por el nacimiento de la Capital Federal y eso obligaba a un cambio, principalmente en lo que es el centro de la ciudad de Buenos Aires en donde iba a funcionar todo el gobierno nacional. Todos eran cambios notables, y también los hubo en la educación, donde comenzaba a tener mucho más peso la educación normal. Todo eso estaba recién en formación, la escuela laica ya desprendida de la Iglesia, gratuita. Por lo tanto, hoy nosotros podemos reconocernos más en esa época de gran explosión demográfica por la inmigración que en la época de los Padres de la Patria.
Su charla transcurre con la misma fluidez que sus páginas. Más allá de las historias que narra, es posible sumergirse en el momento histórico que describe puntillosamente. Daniel Balmaceda se define hoy como historiador, escritor y divulgador “con esa dicotomía, ese supuesto enfrentamiento que existe entre ser divulgador de historia e historiador”, aclara.
–¿El historiador es más académico?
–Claro, el trabajo que realiza el académico es más profundo y a veces no llega a todo el público, en cambio el divulgador se ocupa de llevar los conocimientos a la superficie, de llevarle conocimiento al público en general a través de libros o de medios de comunicación. Entonces existe esa idea de que el divulgador se sirve de los trabajos de los investigadores académicos y se genera esa rispidez, porque el académico dice “el trabajo de investigación lo hago yo y el que se luce es el divulgador que sorprende con sus comentarios de temas que cualquier investigador o cualquier historiador conoce en profundidad”.
“Es muy notable que muchos divulgadores no pisan archivos y, cuando ves sus textos, te das cuenta de que están tomando textos trabajados en archivos por otras personas. De esto Félix Luna se dio cuenta y lo que hacía era volcar en algún texto un par de líneas inventadas, y después veía que se reproducían como verdades ya muy sabidas. En su libro Segunda fila, donde él aclaró que, de todas las historias que había, una era completamente inventada, dándoles el trabajo a los que copiaban sus textos de que tuvieran la duda de si estaban escribiendo algo que realmente era cierto o no. Esa es la famosa dicotomía o enfrentamiento donde el académico se siente usado por el divulgador.
–Pero el divulgador que va al archivo es también historiador…
–Exacto, el divulgador maneja el idioma más llano y entonces cuando vos lees los trabajos de los académicos son mucho más específicos y menos comerciales. Ahora, para mí, la gran tarea, la más satisfactoria y placentera de esto, es ser investigador. La investigación es la que te lleva a encontrar este tipo de archivos. Te lleva a leer cartas y encontrar datos que todavía no se habían conocido, así que el mayor placer de este trabajo es, por supuesto, la investigación, a pesar de que a mí me encanta escribir, trabajar los textos, mejorarlos, pulirlos. Pero no hay nada que supere encontrar un tesoro. Y el hallazgo está allí en esos archivos, en esas hemerotecas.
–Recién lo mencionabas a Félix Luna, otro gran divulgador.
–Un gran divulgador. Fue un maestro de la divulgación, un hombre que llevó la historia a las radios, a la televisión, a su revista Todo es Historia. Estuvo hablando de historia en todos los campos y tuvo, durante muchos años, poca aceptación en el mundo académico. Hasta que finalmente lo nombraron miembro de la Academia Nacional de la Historia, como correspondía, porque el trabajo de él fue fundamental, acercó la historia a través de su revista.
–En tu caso, ¿tu fuerte se puede decir que es la petite histoire, esa cosa más detallista, más de la vida de todos los días?
–Así es, es decir, esa historia más costumbrista, ese planteo desde un punto de vista más humano sin abandonar el abordaje de las fechas, los acontecimientos. Aquellos hombres que retrato en mis libros eran como nosotros, comían, se enamoraban, se vestían. Entonces, si nosotros nos quedamos en solo aquellos grandes hechos, nos perdemos mucho de su vida, de su historia. El caso de Belgrano es muy claro. El principal nexo del pasado que hay de Belgrano para nosotros es que creó la Bandera. Sin embargo, ni él ni sus contemporáneos lo tomaron como algo importante. Consideraban mucho más importantes acciones de él en el campo de la economía, la política, la diplomacia, de lo militar. La bandera era una necesidad en el campo de batalla. Simplemente logró resolver ese problema que existía en el campo de batalla, de identificación, pero en ningún momento él mismo lo consideró algo relevante. A veces por eso terminamos encasillando a las figuras en un tema.
“Voy a dar un ejemplo distinto, pero que también todos los argentinos conocemos, que es el de Hipólito Vieytes. Lo encasillamos en el manejo de una jabonería en 1810. Era una jabonería que pertenecía a la familia de Rodríguez Peña, en realidad, pero que él era quien atendía. Y nos da la sensación de que ése fue su aporte, cuando fue funcionario, pero además fue enviado por el Primer Triunvirato a ver dónde había que colocar baterías para enfrentar a las naves realistas en el litoral. Él eligió dos lugares, el codo de la Vuelta de Obligado, al norte de San Pedro, y la villa del Rosario donde finalmente se colocaron las baterías. Es decir, para que Belgrano colocara las baterías en el Rosario y creara la Bandera, hizo falta un Hipólito Vieytes que estudiara los terrenos y decidiera que allí había que emplazar esas baterías.
–¿Cuándo descubriste tu pasión por la Historia? ¿Qué la disparó?
–Mis dos abuelos me hablaban de Historia, cada uno por su cuenta y de temas distintos. Eso me plantó en un lugar muy especial. En la casa de mi abuelo paterno había un cuadro de Sarmiento en el comedor. Lo teníamos a Sarmiento, siempre gruñón, enojado, señalando hacia la mesa, cosa que a los chicos nos asustaba un poco. Allí estaba la Historia dando vueltas, estaban los libros. Además, me regalaron algunos libros que, creo hoy con el tiempo, me ayudaron mucho a marcar el camino.
–¿Recordás alguno de ellos?
–Sí, Los cazadores de microbios, de Paul De Kruif, que es un libro que leí teniendo ocho años. Eran, en capítulos, las historias de los grandes forjadores de la investigación con microscopios que luchaban contra enemigos invisibles. Cada capítulo era una aventura. Ahora me doy cuenta de que era una forma genial de conocer a Pasteur y tantos otros. También mi madre me regaló a los once años el Diario de viaje de Cristóbal Colón, y lo vi como algo distinto, también como una aventura. Eso se combinó con buenos maestros de Historia. Recuerdo al profesor Diego A. del Pino, en la Escuela Argentina Modelo. Ha habido profesores que nos han enseñado de una manera que nos dieron el gusto por algún tema. Entre mis abuelos y maestros hicieron que la Historia ya me gustara, inclusive, antes de dedicarme al periodismo. Tenía un entusiasmo por la Historia, pero no veía un futuro profesional.
–¿Por eso cuando llegó el momento de elegir carrera te volcaste al Periodismo y no te animaste con la Historia?
–Imaginaba que la Historia me iba a llevar por un terreno profesional limitado. Creía que con el periodismo iba a lograr mayores objetivos. Fui progresando en el periodismo gráfico, lo que después me ayudó mucho en mi trabajo como historiador. Hubo un punto de inflexión cuando me tocó escribir una nota periodística sobre el 25 de Mayo y allí volví a aquel viejo amor. Empecé a sentir que mi gusto estaba más en el pasado que en la actualidad.
–¿Se puede decir que ahí surgió el historiador?
–Ahí resurgió el historiador. Yo ya había hecho trabajos de investigación muy específicos. Tenía mucho trato con académicos, por lo tanto, estaba muy empapado de lo que era el trabajo como historiador. Yo los veía como inalcanzables, eran grandes maestros y sentía que yo no podía estar a la altura de cualquiera de sus obras, de sus libros, de sus trabajos. Hubo un momento en que renació el deseo de avanzar con la Historia y sentí que tenía más herramientas para abordarla.
La charla transcurre de manera virtual, ya que el divulgador vive en Colonia, Uruguay, desde hace cinco años. Antes de la pandemia había decidido, junto a su mujer, Silvia, mudarse a esa tranquila ciudad uruguaya. En un principio las idas y venidas a una y otra orilla eran constantes, pero, con el tiempo, “fui quedándome más tiempo en Colonia y yendo menos a Buenos Aires, salvo por actividades sociales personales o por cuestiones editoriales”, confiesa. Como detenida en el tiempo, la ciudad uruguaya es un lugar inspirador para un historiador. “Es un lugar muy tranquilo para escribir, para salirse del mundo. Además de que hay otra cuestión muy simpática, que es que todos los trámites están cerca, vas caminando. Eso te ahorra tiempo para dedicar a temas personales o profesionales”, asegura.
–¿Y la distancia no te complejiza el tema de la investigación?
–Es un tema, por supuesto, y cada vez que viajo es para investigar. Hace diez días estuve por allá haciendo notas para televisión y radio, y donde encontraba un hueco me pegaba una vuelta por el Archivo, por la Biblioteca Nacional, por la Biblioteca del Congreso, eso es inevitable. Ahí están los espacios en los que voy a buscar determinadas cosas y lo aprovecho.
–¿La investigación online, de material digital, está relegada en la Argentina?
–Está limitada. Le falta todavía mucho desarrollo; en cambio, en otros países ya está mucho más avanzado.
–Hablando de la digitalización de los archivos, ¿cómo ves el tema del avance de la Inteligencia Artificial? Para las nuevas generaciones, lo que no está en internet no existe.
–Por empezar, la Inteligencia Artificial todavía no tiene llegada a todo lo que es analógico. En este caso, los archivos, los expedientes que hay en el Archivo General de la Nación, inclusive mucho material bibliográfico y de hemeroteca que está también en nuestras bibliotecas, todo ese material queda afuera del radar y eso para quienes investigamos, quienes escribimos en base a expedientes, nos da la posibilidad de tener un margen de exclusividad importante. Esa preservación o esa falta de avance tecnológico nos pone en una situación de privilegio a aquellos que estamos acostumbrados a leer expedientes de más de cien años, con todas las dificultades que plantean por ser manuscritos, por no entenderse la letra, por ser de acceso complejo. Nos pone en ventaja para poder llevar a la superficie temas un poco más desconocidos. En cuanto a la Inteligencia Artificial, creo que es una herramienta que tiene que ser de provecho, tiene que ser bien utilizada, calculo que se le puede dar muchísimo uso en todos los campos.
–¿Cómo sería en el campo histórico?
–En el nuestro, lo que más provecho se puede obtener es el diálogo. Es una contraparte, un intercambio de ideas. El chatGPT no debería escribirme textos porque entonces siento para qué estoy yo. Tampoco es muy útil en las investigaciones. Puede llegar a encontrar algún punto de difícil acceso, pero por lo general no tiene todavía ese nivel de perfeccionamiento. Diría que el principal intercambio que tengo con el chat es el de plantear ideas, conversar sobre esos temas y escuchar una voz que es bastante objetiva en ese sentido. Entonces doy por válido sus comentarios para poder seguir avanzando en mi trabajo.
A medida que Balmaceda avanza en la investigación de un tema puntual, va descubriendo la punta para adentrarse en otros que más tarde se convertirán en un nuevo libro. Su método de trabajo lo lleva a escribir más de un libro a la vez.
–¿Cuántos libros estás escribiendo ahora?
–Entre cuatro o cinco. Trabajo siempre sobre cuatro o cinco. Cuando hablábamos de aquellas investigaciones de Los Caballeros de la Noche, son investigaciones de antes de la pandemia, entonces están muy lejos en el tiempo. Voy avanzando en distintos temas y llega un momento en el que el entusiasmo se enfoca en uno más específicamente y entonces allí pongo mi energía. Y hay otros que tienen que esperar, inclusive por necesidades de investigación.
–¿Y qué tenemos que esperar para el futuro? ¿Más novelas? ¿Más ensayos históricos?
–Los Caballeros de la Noche iba a ser una novela, como un oasis o un recreo respecto de mis libros de no ficción. La cantidad de devoluciones tan positivas que fui recibiendo, que se extendieron tanto en el tiempo, más allá del tiempo que un título es novedad, me hicieron replantearme si no era el momento de sacar esta novela, donde yo ya había leído el expediente y me faltaba todavía un poco de material. Entonces dije, bueno, vamos a poner la energía en ésta. En este momento estoy trabajando en un texto de no ficción, pero sí tengo en carpeta un par de historias de narrativa de este estilo también.
–Félix Luna tocaba temas más cercanos de la Historia. ¿Hay algún momento histórico o algún personaje que te atraiga, pero que no te animás todavía a tocar?
–Félix Luna decía que todo es Historia en dos sentidos. Todos los temas son historia, no solo los hechos clásicos de la historiografía. Además, decía que todo es Historia porque para él lo que ocurrió ayer ya es historia. En realidad, el historiador tiene cierta miopía frente a los temas más cercanos, que no le permiten ver con suficiente objetividad las épocas o los hechos. Por lo general, se sostenía que son cincuenta años de distancia temporal que tiene que pasar entre un hecho y su estudio histórico. Lo que llamo historia contemporánea no me atrae mucho y no veo que haya personalidades que despierten tanta pasión, que es un elemento fundamental, un fuego que necesito tener para escribir. No lo estoy viendo, pero si tuviera en algún momento que elegir, es probable que escriba sobre algún médico o maestro de la actualidad. Porque seguro que detrás de esas historias y de gente que se ocupa del bien común de una manera natural y cotidiana, voy a encontrar eso que necesito para entusiasmarme.
–Te venís dando todos los gustos. ¿Tenés algún pendiente?
–Sí, por supuesto. Todavía creo que, por ejemplo, debo un libro sobre San Martín, una gran figura muy trabajada. Uno de los principales impedimentos para trabajar a fondo sobre San Martín es leer todas sus biografías, leer mucho sobre investigaciones que no han llegado a los libros, porque si no voy a aportar algo nuevo, no debería escribir. Ya está hecho. Así que allí tengo una deuda pendiente.
–Y un gran reto.
–Es un desafío importante. Escribir un libro sobre San Martín que no quede a mitad de camino, sino que marque algo. Siento que, con mi libro sobre la presidencia de Sarmiento, inclusive sobre la biografía de Belgrano, he hecho aportes y son libros que valieron la pena. Así que cualquier biografía que encare tiene que tener ese condimento principal.