El nombre de Carmen Sánchez Viamonte suena a ficción. Tiene una musicalidad de tres tiempos —un bordado preciso que tensiona lo aristocrático y lo popular—, un pulso que atraviesa la escena antes de que ella misma aparezca. Como si no nombrara a una persona, sino a un personaje creado para ocupar un lugar que nadie más podría sostener.
En esa lógica de artificio, su nombre funciona como un dispositivo narrativo que estruja linajes, mezcla registros y tiñe con colores contradictorios una figura cuyo árbol genealógico orbita entre la pompa de un salón de actos escolares y la cotidianidad de un colectivo en hora pico.
El general Juan José Viamonte —militar de las invasiones inglesas, la Revolución de Mayo y la guerra de la Independencia— figura en su árbol genealógico. Carmen no se reivindica heredera de esa estirpe, pero tampoco la omite. “Es mi trastatara… buelo —repite sílabas sin detenerse en el grado exacto—. Su hija se llamó Carmen, como yo. Como no quedaban varones con el apellido Viamonte, lo unieron al del esposo: Sánchez. Otra versión, más escolar, dice que en la libreta había otra alumna con el mismo apellido y se confundían. Son dos historias que circulan. Pero lo que muchos creen —que mi apellido viene de mi madre— no es así. Sánchez Viamonte es el apellido completo de mi papá.”, aclara.
En tan singular el nombre y su historia tanto como que desde 2016 a la fecha la cantante no paró de mover fichas: seis discos grabados, ya sea sola o liderando La Sánchez Viamonte, un sexteto que mezcló folk y rock progresivo con un guiño a Jethro Tull (el nombre de la banda juega con la idea de identidad. Al revés que los superhéroes: no es una máscara para ocultar, sino una forma de mostrar su fuerza anónima. Si Superman es Clark Kent disfrazado de héroe, ella invierte el truco: su vida civil es el disfraz, y el nombre artístico, su identidad real). “Una forma divertida de enmascararse”, desliza.
Con La Fuerza (2022), su quinto disco, Carmen desató un vendaval que marcó una estela. Pensamientos intrusivos se volvió un clásico urgente: riffs afilados que cortan en seco, letras que condensan la ansiedad de una generación, y un estribillo que toma las prendas clásicas —tan cotidianas y sencillas que suelen darse por sentadas— y las sacude hasta revelar su peso histórico.
Despegó montado en un verso filoso: “Mi generación y la ansiedad me tienen cansada de verdad”. Es una confesión seca que estalla en catarsis y deja ecos. Como aquel “¡Estoy verde!” de No me deja salir, el caballo de Troya que Charly deslizó en Clics Modernos: una frase mínima que arrastró una generación entera.
La timidez es un traje mal hecho
Carmen es una esponja que absorbe influencias disímiles con una naturalidad desconcertante: en su universo conviven desde Taylor Swift y Natalia Lafourcade hasta Miguel Abuelo, Las Chicas Superpoderosas y cineastas como Hayao Miyazaki. Un collage de referencias que se transforman en un lenguaje propio, sin preocuparse por las fronteras entre lo pop y lo clásico, lo lejano, lo cercano, las certezas y las contradicciones.
“17″, lanzada en 2024, traza un diálogo oblicuo con “Señora”, de Joan Manuel Serrat. Al igual que en la historia del catalán, el deseo de pertenecer al mundo adulto arrastra consigo más que la ilusión de la conquista. Una chica de 17 años se dirige a un hombre mayor del que se enamora –la edad de él es apenas un macguffin–, en un reclamo que oscila entre la ingenuidad y la autocomplacencia. “Desearía haber escuchado a mis padres preocupados”, es la línea que la desnuda. La idea de que “cuando creí que me comía el mundo vos me maltrataste” deja en el lugar de la falta a creer que te comés el mundo. Y cuando tenés 17 es lo mejor que te puede pasar. Esa tensión es su sello, el eje sobre el que construye un repertorio que orbita el (des)amor sin esquivar la exposición ni la vulnerabilidad. Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden.
Carmen se escuda en una timidez casi tangible, un resguardo que se disuelve en cuanto pisa el escenario. La metamorfosis es inmediata: la chica reservada se evapora y deja lugar a una fuerza arrolladora, una energía cruda y magnética que arrastra todo a su paso. Lo atribuye, entre risas, a su signo Sagitario y a su ascendente en Piscis, como si las estrellas pudieran explicar ese cortocircuito entre lo íntimo y lo expansivo. “Los cables se me cruzan”, dice con una sonrisa, pero en escena no hay interferencias: es un general enardeciendo a su ejército. Junto a Marina Fages, se inscribe entre las rockeras más carismáticas de la escena actual. Su presencia impone; deshace cualquier atisbo de indiferencia.
“Mis referentes escénicos no son los mismos que cuando compongo. Amo a Miguel Abuelo, su histrionismo. No le importaba nada arriba del escenario. Me gusta Sandro, Marilina Bertoldi. Ella fue clave para entender cómo me percibía en escena. Yo tenía ganas de mostrar todo aquello que le mostraba a mi familia en privado, pero me daba pudor. No me animaba. Al final, tenía que ser yo misma. Ahora puedo generar distintos ambientes, tocar la guitarra, cantar y bailar. Puedo mostrarme de la manera que yo quiera”, dice con convicción.
Cuento de verano
Carmen nació en 1998, se crio en Villa Elisa, entre el aire espeso de los árboles y un cielo cuyas estrellas resplandecían con la intensidad de las cosas que todavía no se entienden, pero ya se intuyen.
A menudo reducida a la periferia de La Plata, Villa Elisa es una ciudad dentro de otra, como Gonnet y City Bell, alineadas en la misma órbita. Lugares con nombre propio, pero siempre sometidos a una identidad mayor –claro, La Plata– que los absorbe.
“La Plata es una ciudad rara. Para los porteños somos provincianos, para el resto somos porteños. Es un eje en disputa, atrapado entre la centralidad cultural de Buenos Aires y el orgullo de una identidad propia que nunca termina de encajar del todo en ninguna de las dos orillas. Sin embargo, acá se consagraron muchos artistas, no solo músicos. Muchos tocan, actúan y viven de esos circuitos promovidos en esta ciudad”, dice, abriendo los ojos claros, como si confirmara en el aire lo que ya sabe de memoria.
–¿Cómo fue tu infancia en Villa Elisa?
–Desde los cuatro hasta los diecisiete años, pasé todo el día en la calle, jugando con mis amigos, siempre en grupo, siempre en movimiento. Crecí en calles de tierra, un paisaje más barrial. Crecí con esa dinámica; es algo que me conecta a tierra incluso hoy.
–¿Estudiaste en La Plata?
–Sí. Me anotaron en la Anexa, que es la primaria del Liceo de la UNLP; después seguí en el Colegio Nacional. Toda mi vida viajé 45 minutos en colectivo para a la escuela. Más tarde estudié música en un taller en Villa Elisa. Aunque tenía muchos amigos en el centro de La Plata, los más cercanos de toda la vida son los de allá.
–¿Cómo te conectaste con la música?
–Siempre fui muy ansiosa y tímida. Utilicé la música para conectarme con los demás. Mi primera conexión fue en casa, siempre hubo mucha música. Mi papá toca la guitarra y canta como hobby. Tengo una hermana y un hermano mayor, Rodrigo: que toca la flauta traversa; es del mundo del folclore. Ellos me transmitieron mucho sobre la música. Cuando era chiquita, era la heredera adolescente, desde muy pequeña me gustaba cantar. Recuerdo cantar en reuniones familiares, en Navidad, o cantar en los de mis abuelos. Tenía un público pequeño, pero disfrutaba el show (risas).
–¿Qué cantabas?
–Canciones del jardín y el himno cuando lo aprendí. También, cuando empecé a crecer, me influyó mucho María Elena Walsh. Sin darme cuenta, me transmitió mucho de su forma de cantar y de componer, sobre todo esa cosa teatral, irónica y corporal en la voz. Para mí, ella fue un punto de partida. Cuando cumplí diez años me inscribieron en un taller de música. Estudié piano hasta los dieciséis, aunque nadie sabe para qué ya que ahora no toco (risas). En mi casa la guitarra era algo familiar, cálido. Aunque no estudié tanto, la guitarra es el instrumento que más me gusta.
Siempre acampa
En el colegio secundario, Carmen conoció a Gastón Fabricius, baterista que hoy forma parte de su banda. Juntos crearon su primer proyecto musical: La Nena Transformer. Más tarde se sumó Antü Fernández Rodríguez. En esa formación, Carmen empezó a explorar su propio estilo, jugando con sonidos y técnicas vocales.
El EP homónimo, grabado en 2016, incluye cuatro canciones atravesadas por el ritmo del tamboril y el hilo vocal de Carmen, un registro que remite a Silvina Garré en los años 80, pero con el recorte fonético típico del Río de la Plata. “Teníamos a Uruguay en la cabeza, pero duró poco –recuerda–. Grabamos ese EP, tocamos en algunos festivales en colegios y centros culturales de La Plata; luego desarmamos la banda. Aunque el proyecto terminó, todos seguimos siendo amigos. Más tarde grabé mis primeros discos solistas: Episodios del deshielo (2018) y Eva (2019), son más íntimos, sin tanta explosión como los que vinieron luego”.
–¿Cómo llegó el amor por la música uruguaya?
–Mi mamá es uruguaya, nos encanta Jaime Ross. La música uruguaya me sacude porque dejan la identidad en las canciones.
–¿Cómo es eso?
–Son muy buenos para describir su entorno. Nombran calles, parques, rincones de su ciudad. Es un lenguaje propio, pero, aunque no lo conozcas, logran que entres en la canción. Eso quedó en mi manera de escribir. Me gusta hablar de la ciudad en mis canciones, aunque a veces me pregunto cómo hacer que La Plata encaje en una letra. Al final, siempre encuentra su lugar.
–¿Cuándo empezaste a componer?
–Compuse desde chica, pero fue en ese momento cuando descubrí que realmente podía hacer canciones. Tenía una gran ambición por componer. Desde entonces, una parte de mi mente está creando melodías todo el tiempo. Luego aparecen las letras y, al final, veo qué puede aportar la guitarra. En La Nena Transformer entendí que mis canciones eran bien recibidas. Pensé: tal vez este sea un camino de vida. Peleo contra esa idea de pegarla; de alcanzar el estrellato de un día para el otro. En aquella época, el boom del indie platense, con El Mató a un Policía Motorizado al frente, demostró que se podía hacer un camino propio, a tu manera.
–¿Viviste ese momento de esplendor?
–Sí. Como te conté, mi hermano es músico y de chica solía ir a verlo tocar. Tocaba en una banda llamada Hermano Perro, con una onda similar a la de Me Darás Mil Hijos. Salía todos los fines de semana a ver shows con mis amigos. Había un intercambio de información casi interestelar con los chicos del Centro de Estudiantes del colegio; siempre nos recomendamos cosas. ¡En esa escena conocí al grupo Mostruo! que justamente el año pasado cumplió veinte años de vida. Son mis amigos, y es algo muy lindo ser amiga de gente que admirás. Me pasa lo mismo con El Mató…; el guitarrista, Manuel Sánchez Viamonte, es mi primo, igual que Morita Sánchez Viamonte, tecladista de 107 Faunos, otra banda platense.
–¿Solo escuchabas rock argentino?
–Escuchaba mucho rock en inglés, pero con el tiempo me fui adentrando más en la industria nacional, en la movida del rock; ahí encontré una conexión profunda con el rock argentino. A veces me sentía un poco fuera del pop, aunque a escondidas escuchaba Sin restricciones de Miranda. No es que me lo prohibieran, pero me daba pudor, como si no encajara con lo que normalmente escuchaba. Era a escondidas de nadie. Recuerdo que pasaba mucho por The Cranberries, Norah Jones y Radiohead. En La Plata me faltaban esas referencias que buscaba, especialmente una mujer a la que pudiera seguir. Siempre creí que algo faltaba en la escena. Hoy, mis principales influencias son Brittany Howard, ex cantante de Alabama Shakes, y las hermanas Haim. Hace mucho que no publican nada y eso me pone nerviosa (risas). Me gusta cómo logran sintetizar el rock y el pop. También Marilina Bertoldi, que dejó una marca fuerte en la escena nacional, sobre todo por su autenticidad y fuerza. Debo mencionar a Silvio Rodríguez y Mediterráneo, el gran disco de Serrat, que sonaban mucho en mi casa. Algo de todo eso quedó dentro mío.
–¿Cómo lográs la transformación en vivo siendo tan tímida?
–(Duda) Fue una construcción de muchos años, pero con el tiempo el escenario se convirtió en mi lugar en el mundo, el espacio donde me siento auténticamente libre. Desde chica me atrajo el show, aunque siempre fui tímida. Eso me llevó a moverme un poco de los lugares comunes, pero al mismo tiempo a apropiarme de esos espacios. Para mí, la identidad es una palabra con mucho peso y muchos niveles. Me preocupé por construirla: ser fiel a mí misma y hacer lo que realmente tengo ganas de hacer.
–¿Es 17, publicada en 2024, el comienzo de un nuevo disco?
–Solo grabé esa canción, no es un adelanto de un disco. Más que un comienzo, marca el fin de una era.
–¿De qué era?
–De mi manera de componer. Siempre escribí desde la tristeza. Quienes me escuchan encuentran en mis canciones un lugar donde llorar. Suelo hablar del otro, de mi mirada sobre las cosas. 17 es una bisagra porque es sobre una chica de 17, pero vista desde hoy. Ya no sigo recaliente pensando ‘te voy a romper la cara’ (risas). Ahora escribo con menos rabia. La Fuerza fue el inicio de una trilogía: las canciones de ese disco están conectadas entre sí. Luego vino Mala (2023) donde hay un tema titulado Duelo/Ha llegado el amor, que es una transición sobre cómo la muerte resalta el amor en la vida. Luego de Mala hice Malisíma (2023), que es el mismo disco, pero con tres bonus track. Ahora quiero hacer un disco de amor. Me propuse un ejercicio: escribir sobre el amor. En el medio, me enamoré, así que sirvió tanto para la inspiración como para el trabajo (risas). El nuevo disco se está armando.
–¿Estás tocando mucho en vivo?
–Sí, este año ya hice varias fechas con la banda, toqué seguido tanto en La Plata, como en Capital y en festivales (Rock en Baradero). También he tocado sola, con mi guitarra. La próxima fecha es el 6 de septiembre en La Tangente. También espero con ansias mi debut como actriz en la película Las amigasde Victoria Andino, filmada en La Plata.