Osiris Rodríguez Castillos, 100 años: de su refinada poesía y el contrabando, a sus encuentros con Yupanqui

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Según quién cuente la historia, una de aquellas versiones dirá que “tupamaro” era la manera despectiva como los colonialistas denominaron a los criollos del bando oriental del Río de la Plata con ínfulas revolucionarias. De hecho, en 1811 les llegó el turno a aquellos orientales para comenzar a hacer patria. Casi ciento cincuenta años después, un poeta llamado Osiris Rodríguez Castillos escribió una canción que trae pistas de aquellos tiempos. La llamó “Cielo de los Tupamaros”. Para 1959 comenzó a circular aquella bella versión que habló de tiempos pretéritos y de personajes como Benancio Benavides (figura fundamental de lo que se conoció como El Grito de Asencio, en aquellas batallas revolucionarias). Claro que, como cada quien entiende la historia como se le ocurre, la última dictadura uruguaya prohibió la canción y su autor debió llamarse a silencio, porque se la relacionó con el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, surgido en los sesenta, años después de creada la canción. Aquel cielito no tenía nada que ver con ese movimiento, pero pagó las consecuencias. Si sobrevivió a los vaivenes políticos y al paso del tiempo fue, seguramente, porque forma parte del acervo legado por una figura uruguaya sin par. Y como este 21 de julio de 2025 se cumple el centenario del centenario de Osiris Rodríguez Castillos, bien vale evocar su labor como poeta y folclorista.

Montevideano de nacimiento, fue poco el tiempo que Osiris pasó en la capital uruguaya durante sus primeros años de vida. Por cuestiones laborales su familia se afincó en Sarandí del Yi, en el centro Sur de la República Oriental, y con la fuerte influencia del rio llamado, justamente, Yi.

Los periodistas Guillermo Pellegrino y Jorge Basilago publicaron en 2015 una biografía de Rodríguez Castillos llamada A la orilla del silencio, que ahora tiene una nueva edición (suma testimonios y material de archivo). Es muy oportuna tanto por el aniversario como por su título, que ya en la palabra orilla encuentra un fundamento muy particular que le hace un guiño a la obra de este poeta.

Osiris Rodriguez Castillos, el poeta y su río

Entre sus primeras páginas se rescata el testimonio de Osiris, de una entrevista que ofreció a la revista Guambia: “El primer verso que escribí fue para mi río”, aseguró. Cuatro décadas después escribió otros reunidos en la “Canción para mi río”: «El río, rumbo que canta / fue mi maestro primero. / Junto a su espejo viajero, creció indígena mi planta. / Él me puso en la garganta / las voces elementales / vuando en tardes estivales /pasaba verde su canto, / Como un torrente del llanto, /vertido por los sauzales“.

Aunque luego su poesía haya tomado otros vuelos, allí hubo una raíz fundamental. Incluso, fue desde donde tomó curso su conexión con la música popular Argentina. Porque más allá de sus pasadas por Buenos Aires, ya en su juventud y madurez, el agua y concretamente el rio lo conectó con una idiosincrasia mesopotámica de la Argentina. El “Gurí Pescador”, tuvo su cuarto de hora en escenarios locales gracias a la voz del muy joven Marito, por ejemplo.

Luego aparecieron el tono tristón de su sentir y todo aquello que fue “por milonga”, como un sentimiento compartido y hermanado por historias “galponeras” y de ritmos corraleros. Temas como “Domingo de agua” en la Argentina fueron grabados por artistas diversos, de Jorge Cafrune y José Larralde hasta Carlos Di Fulvio y Orlando Vera Cruz. “Un resabio de gauchismo, quedó a la orilla de los fogones; casi en cualquier parte se ven aún, una espuela rota, un lazo ramaleado, una lanza olvidada entre las tijeras de una quincha. Y en toda guitarra: una milonga, la más humilde, la más peona, la galponera”.

El trabajo de Rodríguez Castillo ha sido tomado con absoluto respeto y admiración en nuestro país. También cantoras como Liliana Herrero fueron en busca de su obra (“Salto grande”, “Gurí pescador”).

 La inspiración gauchesca no llegó de un día para el siguiente; debieron pasar los años, experiencias, aciertos y fracasos para tallar al poeta folclorista. Para sus años de adolescencia y juventud era un muchacho sin rumbo, que hasta fue detenido por una falta muy menor y desafió a la autoridad en el momento que, casi como se tratara de una travesura, armó una ganzúa con un alambre y escapó del calabozo.

Su vocación fue la poesía y entre sus primeros oficios se consigna la labor en un astillero. Por un lado, no se llevaba demasiado bien con las tareas rutinarias; por otro, la falta de trabajo hizo que dentro de su anecdotario surgiera el contrabando. El libro de Pellegrino y Basilago toman las propias palabras de Rodríguez Castillos. “Ese oficio -se puede leer en la biografía-, habitual en zonas fronterizas, hasta gozaba de cierto prestigio. ‘En Uruguay -por algo será- desde Artigas, que lo fue en su juventud en medio del dominio español, hasta los capitanes de Saravia, todo hombre de campo sin destino que se autorespeta, antes que milico se hace contrabandista’, se justificó mucho después. Su conocimiento de situaciones y sensaciones asociadas a la vida del contrabandista, en consecuencia, no es un eco lejano de rumores anónimos. Se construye sobre la frescura y la verosimilitud que el protagonismo le aporta a la mirada del narrador. Un aspecto que se aprecia claramente en La última frontera”, reflexionan los autores del libro.

Osiris Rodríguez Castillos, la vida lejos de las grandes ciudades era lo que lo apasionaba

En cambio, la vida en Montevideo lo reenfocó en la actividad artística. Si bien era consciente que en los usos y costumbres de la época debía convertirse en un verdadero padre de familia (llevaba varios años de casado y tenía un hijo recién nacido), su reencuentro con la guitarra lo acercó otra vez a la canción. Mientras tanto, los trabajos formales poco le duraban y el dinero sobre la mesa escaseaba. Llegó el divorcio y al poco tiempo apareció en su vida otra mujer que fue, de algún modo, su mecenas.

Sus trabajos, poco a poco se fueron conociendo, en su propia voz. Y al otro lado del Río de la Plata su nombre empezaba a sonar gracias a que el actor argentino Fernando Ochoa estrenó Romance del Malevo. Durante la década del cincuenta se ganó un lugar en la radio como poeta y recitador, y eso fue el preludio de su vida de cantor.

“Un día de tantos, guitarra en mano, apareció un paisano de tez cobriza, silencios largos y mirada aguda, Se llamaba Héctor Roberto Chavero y se presentó de la forma en que prefería ser conocido: ‘Atahualpa’, dijo secamente al extender su diestra. Con Yupanqui nos conocimos en una radio de Montevideo. Allí yo hacía algunos programas. Nos fuimos a almorzar junto al Morini. Un viejo restaurante donde acudían lo ganaderos del interior. Como era de esperar, dado el carácter de Atahualpa y el mío, salimos peleados, desconfiando uno del otro. Y pasaron muchos años en los que nos veníamos de lejos, nos saludábamos sin arrimarnos. Hasta que un día, en Coronel Dorrego, provincia de Buenos Aires, fuimos jurados de un concurso de poesía pampeana. En esa oportunidad, por la responsabilidad que teníamos cada uno, nos comprendimos mas profundamente, y salió de él facilitarme su dirección en Buenos Aires. Así que lo llamé varias veces. Íbamos a almorzar y pasábamos las tardes intercambiando figuritas».

 

Osiris Rodríguez Castillos, exilio y regreso

“Ambos hombres se asemejaban demasiado -dicen los biógrafos-. No solo en el carácter, como lo pinta esta confesión de Osiris ante el periodista y escritor argentino Pedro Solans. Fueron gauchos de un refinamiento inusual. Formados en la observación de su tierra, su gente y sus costumbres, tuvieron a mano -o caminaron hasta encontrar- lecturas e influencias poco comunes, que universalizaron sus plumas literarias y musicales sin quitarles autenticidad. Convencidos de que el canto no se grita, modelaron su cancionero sobre voces pequeñas, sin impostación ni efectismos, que les valieron más de una crítica.”

La pesquisa histórica siempre se coló en la producción de Osiris con cierta insistencia. Si en “Grillo nochero” despertaba sutilmente la consciencia (“Hoy, dolido de mi oscura muchedumbre condenada, soy un pedazo de sombra, que se rebela y que canta”), para 1957 entregaba los versos de Luna Roja, puesto en la piel de un gaucho de frontera que se debate entre el linaje guerrero heredado de su padre y la vocación pacifista y artística que le inculca su madre.

Para finales de esa década ya tiene repertorio para publicar un disco: “¿Qué podés decir -me decían algunos de mis compatriotas- de este Uruguay sin Pachamama, sin cumbres nevadas, sin indios sin quenas ni cajas? A eso contesté: ‘Gurí pescador,’, ‘Camino de los quileros’, ’Tata Juancho’, ‘Cielo de los tupamaros’, ‘De corrales a tranqueras’ y mi gente paró la oreja. No se podía negar que algo bien uruguayo había en todo eso y que, después de todo, la canción no es más que una cuestión de amor”, decía Rodríguez Castillos.

Aunque el poeta se autodefiniera como tradicionalista y asegurara que el verso no debía estar atado a las coyunturas, apuros creativos ni a la realidad política que vivió el Uruguay entre finales de los sesenta y principios de los setenta (mano dura, subversión, auto golpes de estado y finalmente una dictadura que se prolongó por más de una década), el contexto marcó la suerte del cantor.

“Por simple y errónea asociación de nombres, muchos relacionaron entonces el ”Cielo de los tupamaros”, compuesto por Osiris, con el contexto político uruguayo de los años sesenta. Es claro que esa obra debe su origen a movimientos revolucionarios del siglo anterior. Por eso la composición no aparece viciada por las urgencias habituales en la canción política de aquellos años. En especial porque el estilo de su autor no contemplaba desviaciones semejantes”, dice la biografía.

Desde entonces, la canción quedó fuera de sus discos, la demanda de sus actuaciones fue prácticamente diezmada y resultó así que encontró la supervivencia en la enseñanza. Dio clases de guitarra durante varios años, no sin tener que soportar un par de requisas militares en su domicilio. En esos primeros años de la década del setenta, todavía convulsionados, prefirió eso al exilio. Por esto, no deja de ser curioso que su partida del Uruguay fuera en los últimos años de la dictadura militar, y su regreso, más de una década después, se produjera ya bien entrada la democracia.

A principios de los ochenta, a modo de exilio voluntario, había puesto rumbo a España, donde vivía su hijo mayor, Federico, con el que no tenía demasiado contacto. Y aunque le costó, trato de insertarse en el circuito musical, generalmente en aquellos espacios que le abrieron las puertas a la música latinoamericana. Allí conoció a un nuevo amor, se reencontró con un amigo de infancia, intentó dedicarse a la construcción de guitarras y a otros inventos, por la falta de un trabajo constante sobre los escenarios. En Madrid, la vida continuó con las mismas incertidumbres con las que había comenzado, solo que el paso de los años (ya había pasado los sesenta) trajeron consigo ciertos achaques de salud. La muerte de su compañera española y una pensión graciable otorgada por el parlamento uruguayo lo devolvieron a su país, donde pasó sus últimos años, viviendo de prestado y ganando más enemigos que amigos, por sus crudas declaraciones en entrevistas que uso para atacar a colegas, quizá, aparado en la certeza de haber dejado un legado que está respaldado en su obra.

Controversial de principio a fin, ha despertado rechazos y pasiones, aunque su obra no ofrece discrepancias. De ahí que, en la víspera del centenario, haya voces que murmuren sobre la falta de homenajes oficiales que estén, más que nada, a la altura de ese legado poético (sí habrá tributos en las ciudades donde pasó su infancia).

“Osiris fue un muy respetado poeta y compositor, un artista polifacético que se construyó a sí mismo como un creador único, culto y popular a la vez -resume Guillermo Pellegrino-. Grabó 23 canciones y 19 poemas con fondo musical. Una obra sucinta, pero de altísimo nivel, sin puntos flacos”.

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