En los shows de Jorge Corona había que tener mucho cuidado. Y no cuidado de ofenderse de un chiste de suegras, tartamudos o rengos, sino por miedo a que el cómico hiciera lo que más le gustaba: agarrar de punto a alguien del público. Si veía a un canoso con la esposa al lado, no dudaba en apuntar: “Señora, ¿vino con el abuelo?”. Y todo el show iba a dedicarle los remates al pobre hombre. Lo mismo hacía si veía a dos señoras solas: “¿Dejaron a los maridos en el geriátrico?”. El espectador podía ofenderse, sentirse expuesto o considerar que le estaban faltando el respeto, aunque también era cierto que todos sabían qué tipo de humor hacía y que eso era parte del número. Había un código implícito de que Jorge Corona era jodón.
Sin embargo, existen una infinidad de espectáculos que el público va a ver sin saber qué le depara, con la certeza de que se sentará cómodamente a apreciar lo que el artista propone. Hasta que pasa lo peor… es un show donde hacen participar al público. Quizás el espectador no sea tomado de punto, pero sí interpelado desde arriba del escenario para que participe desde su lugar. Puede tener que responder con quién fue o se sume desde su butaca con la respuesta a alguna consigna. Todo eso puede impulsar el artista sin saber que al público, lo que más le gusta, es que no se rompa esa pared. Los más aterrados con esto son los tímidos, esos seres que saben que ni bien todos los miren se pondrán rojos y se preguntarán para sus adentros: “¿Por qué no me quedé en casa mirando Atlético Tucumán-Central Córdoba?”.
Pero, ¿por qué más allá de la timidez uno preferiría que no lo hagan parte del espectáculo (y más aún sabiendo que la contraoferta es ver ese partido de televisión que puede provocar daños cerebrales)? La respuesta es de lo más sencilla: que hagan participar al público es como que a uno lo hagan cocinar en el restaurante, le pidan que limpie las bujías en el taller mecánico o le hagan enjuagar la ropa en el lavadero. El chiste es ese: uno va a que otro lo haga, porque además lo hace bien: por eso se pagó la cena, el turno con el mecánico o el tiempo en el lavadero. Y más aún: la gracia es estar tranquilo, sentado, relajado, disfrutando. Participar es, también, poner a trabajar el cerebro en una nueva dirección más allá de la comprensión básica. Participar requiere estar atento, responder algo coherente, sentarse derecho y no quedar en ridículo (quizás el mayor miedo de quien es iluminado por el reflector). Y no se trata solo de grandes espectáculos en teatros. El pasajero de subte abordado por un rapero que le pide una palabra para rimar está en el mismo laberinto mental: “¿Qué le digo a éste que no sé de dónde salió?”. Lo insólito es que no hay respuestas incorrectas: es tan válido decir “mayonesa” como “helicóptero” o “dinamita” o “tereré”. Sin embargo, el cerebro abre el paraguas de dudas y advierte: “Cuidado con lo que decís” (como si decir “dinamita” hiciera creer que el pasajero quiere volar el subte por los aires).
Aunque quizás, detrás de todas esas ganas de estar tranquilo, se podría esconder otra cara del asunto. ¿Por qué después de ocho horas de trabajo, ese pasajero del subte no tiene ganas de divertirse? ¿Por qué si en el trabajo le piden que haga algo que no le gusta igual lo tiene que hacer pero si el humorista le pide un comentario se rehúsa? ¿Por qué uno prefiere estar escondido en la butaca, con los dedos cruzados deseando que no le pongan el reflector encima? Si total no hay respuestas incorrectas y todo es parte del show. Y peor aún: si la opción alternativa a estar ahí es otra, y quizás incluso mil veces peor de lo que uno se imagina. Sí, estar en casa, en la oscuridad, esperando a que termine el entretiempo de Atlético Tucumán-Central Córdoba.