A principios de 2020, con la pandemia extendiéndose por el mundo, Norma Morandini queda varada en Madrid. Ella misma se contagia el virus y en pleno confinamiento, una mañana de julio, prende la tele para ver la ceremonia oficial en memoria de los muertos por Covid en España. Durante el acto, celebrado en la Plaza de la Armería con la presencia de los reyes, se lee el poema “Silencio” de Octavio Paz y se escucha la “Canción espiritual” de Brahms. Los enfrentamientos políticos han quedado de lado y se impone un sentimiento de compasión, de verdadero duelo, que iguala a todos en la congoja. Norma se emociona. Llora por muertos que no conoce y se pregunta: ¿por qué los argentinos carecemos de rituales ecuménicos para despedir a nuestros muertos?
Este desvelo es el corazón de su último ensayo, Decir adiós, en el que hace un llamado que es, creo yo, condición para que el país cambie de verdad. No como resultado de una elección, sino a través de un gesto que nos permita dejar atrás una historia de violencia que nos tiene atenazados. Ese gesto es el de una reconciliación que, sin desconocer las diferencias ideológicas o de pensamiento, nos haga partícipes, a todos, de un destino común que hoy no tenemos.
La palabra reconciliación perdió significado. Los dirigentes la invocan solo para sacar rédito. Pero el camino de reconciliación que propone este libro es otra cosa. La posibilidad de recuperarnos, dice Norma, pasa por reconocer una tragedia colectiva que insistimos en barrer bajo la alfombra. Es decir, por asumir que nuestra historia está marcada por una violencia política que fue dejando muertos insepultos que, en lugar de unirnos en el duelo (en el horror y el dolor), han sido y son usados por facciones que se victimizan solo para profundizar las heridas y obtener, mediante la división de los argentinos, mayores cuotas de poder.
“No hemos encarado una reflexión colectiva sobre las razones de semejante desvarío”, escribe Norma. Y es verdad: vivimos sin conciencia de la cantidad de muertos que ha dejado nuestra incapacidad de convivencia pacífica y el cinismo de gobiernos criminales o, cuanto menos, irresponsables. Entre esos muertos están los asesinados por la guerrilla, los desaparecidos por la dictadura, los jóvenes que perdieron la vida en Malvinas, los muertos por los ataques terroristas a la embajada de Israel y la AMIA, aún impunes, los de Cromagnon y los de Once, los que mueren a diario por la inseguridad…
No hay país que prospere mientras evita mirar su imagen en el espejo
Pero hay algo peor que la indiferencia o el olvido, que aceptar lo inaceptable como si fuera normal, y es que esos muertos no descansan en paz, convertidos en fantasmas de mezquinas luchas políticas con el fin de cavar una grieta entre “nosotros y ellos”, para afirmar la identidad en la negación del otro.
Pero el de Morandini es un libro que va más allá de la política. La vida es sagrada y la muerte, como parte de la vida, también lo es. Solo con ceremonias que antepongan la dignidad de la condición humana a cualquier especulación política podremos hacer un duelo genuino. Y solo así podremos empezar a saldar asignaturas pendientes, a cerrar heridas, a aplacar odios, para recuperar un destino del que todos seamos parte. “La ausencia de rituales colectivos o cívicos –dice Norma– nos impide reconocernos como parte de la misma tragedia”.
En los diarios, en la televisión, en las redes, arden las discusiones sobre la inflación, la merma del consumo, la pobreza, las internas, los candidatos o las últimas encuestas. Los unos acusan a los otros de haber llevado a la Argentina a una crisis terminal y prometen, con recetas rancias o con dogmas cristalizados, rescatar al país del pozo. Y así seguimos, chapoteando sobre la espuma de los acontecimientos, en medio de batallas políticas cada vez más banales y patéticas. Perdemos el tiempo. Yo adhiero a lo que Norma postula en Decir adiós. No hay posibilidad de salir de la crisis, o peor, de merecer un destino, si no enfrentamos las asignaturas pendientes y los desafíos que propone su libro. No hay país que prospere mientras evita mirar su imagen en el espejo.
Solo Morandini podría haber escrito este ensayo. Al menos de esta manera. Se trata de un libro macerado durante casi toda una vida, fruto de experiencias traumáticas (la desaparición de dos hermanos suyos durante la dictadura, en los “vuelos de la muerte”), pero también de reflexiones libres de resentimiento. Morandini escribió este ensayo con todo lo que vivió, sintió y pensó. Y el libro mismo es un ejemplo del camino de esperanza que la autora invita a recorrer, ya que se lee, también, como un testimonio de cómo transmutar el dolor… no en odio, sino, al contrario, en el terreno común donde establecer vínculos que habiliten la posibilidad de una reconciliación entre los que seguimos vivos. Solo esa reconciliación podrá liberar a las nuevas generaciones del peso de semejante carga.
Tal como la de Graciela Fernández Meijide, en esta Argentina del agravio y la charlatanería la de Norma Morandini es una voz en el desierto. Quizá por eso resulta más necesaria que nunca.