Los veranos en el campo. Los chicos de entonces no vivíamos asediados por las pantallas, no existían en el ámbito rural de aquellos años ni televisores, ni celulares, ni muchísimo menos Netflix y tablets. Trabajábamos y jugábamos cada uno en su petiso y los días eran una gloria de actividades diversas al aire libre. En esas especies de “Macondos” en miniatura que eran las estancias de esos años, jugaban un papel fundamental las historietas que nuestros padres nos compraban cada vez que iban al pueblo.
Entonces, las horas de la siesta se poblaban de fantasías esplendorosas y fecundas.
“Acá estoy, feliz”: viajó por primera vez a Buenos Aires y lo hizo a un lugar emblemático
Transitábamos los polvorientos caminos de Sumeria y veíamos como se ponía el sol entre las pirámides de Egipto con Nippur de Lagash; compartíamos las penurias de Dago, el esclavo en el imperio Otomano de Solimán II y del temible pirata Barbarroja o cabalgábamos, estribo con estribo, junto con Sacha Veblin en las desaforadas llanuras de hielo de la Rusia de los cosacos. Había muchísimos más y no puedo mencionarlos a todos, pero, entre estos, florecían en mi imaginación, los gauchos- soldados.
Mis primeros recuerdos son para el Cabo Savino y el Martín Toro, de las revistas Fantasía y El Tony. El primero era ya un ícono del género. Un oficial de la última década de la “Conquista del desierto”, la de los pequeños fortines diseminados por esa línea difusa y azotada por los vientos que pomposamente se llamaba “la línea de fronteras con el indio”. Los milicos portaban los temidos Remington y los caciques famosos veían cómo la tierra de sus ancestros se les escapaba de las manos como el agua. El sargento Toro, recuerdo los magistrales dibujos de Carlos Magallanes, compartía idéntico escenario, aunque ellos, jamás se conocieron.
En D’artagnan campeaba el teniente Asencio del Pino, más conocido como Pehuén Curá y era un oficial de los míticos Colorados del Monte, inicialmente ilustrado por el gran Juan Arancio. Este era un personaje de la época de Rosas y muchas, muchísimas veces, recuerdo la aparición en la historieta del mismísimo “Restaurador de las Leyes”, por supuesto, siempre vestido de gaucho. Con el tiempo, nació la revista Nippur Magnum y con ella, el Capitán Camacho con dibujos del talentoso Carlos “Chingolo” Casalla. Este era un milico típico del “3 de fierro”, pero de origen era un pituco de la capital, que por las vueltas de la vida, tuvo que alistarse en el ejército de fronteras. En varios episodios rememoro la adusta silueta del “Toro” Villegas y sus interminables combates con el gran cacique Pincén.
En las páginas de estos héroes, se contaron los acontecimientos más relevantes de la historia de la “Conquista del desierto”, la expedición de Rosas del 33’; las batallas de Sierra Chica o San Carlos y la vida de los grandes caciques como Calfucurá, el citado Pincén o Cipriano Catriel, así como las vicisitudes de innumerables personajes anónimos como cautivas, matreros, indios de lanza, pulperos y pulperas, y desertores varios. El rico sustento histórico de estos personajes del cómic, ya fue analizado por mis colegas Landa y Spota en un artículo que se llamó: “Trazos fronterizos: representación de la frontera sur con el indio durante el siglo XIX en la historieta argentina”
Los personajes citados son los que yo recibía y degustaba en los veranos del campo, por supuesto que no son todos los “gauchescos” de la historieta nacional, antes de estos campearon a sus anchas los geniales El Huinca” y Fabián Leyes ilustrados por el gran Enrique Rapela, pero, por edad, yo no llegué a conocerlos entonces, sino que lo hice mucho tiempo después. Para quien desee una recopilación acabada de este tipo de personajes icónicos de la historieta argentina, remito a programas como el que hacía Juan Sasturain, en canal Encuentro y que se llamaba “Continuará”.
Cuando estábamos investigando arqueológicamente, junto con Mariano Ramos, uno de los típicos fortines en donde malvivieron los gauchos- soldados, se comunicó conmigo un periodista de LA NACION para hacerme una nota sobre dichos estudios arqueológicos. Concurrí a la entrevista esperando las preguntas usuales y comunes, y para mi sorpresa me encontré con alguien que conocía al dedillo el tema. “Off the record” le pregunté cómo era que sabía tanto de gauchos, milicos e indios, y me contestó que él había sido durante años el guionista del cabo Savino; Martín Toro y Pehuén Curá. Casi me caigo de espaldas, porque en realidad la nota se la tendría que haber hecho yo a él.
Su nombre es Jorge Morhain, y es un amigo. He compartido su sabiduría muchas veces en charlas y conferencias y he tenido el honor de que presentara algunos de mis libros de relatos gauchescos. En las “Jornadas sobre el universo del Martín Fierro” en Ayacucho, escuchó una charla que dimos con Carlos Landa y Emanuel Montanari sobre nuestros trabajos en la batalla de La Verde (1874) y entonces, Jorge, tuvo una idea genial. Por aquellos años todavía publicaba en un blog el Martín Toro, y nos homenajeó escribiendo un capítulo en el que el personaje pelea en la batalla, y el dibujante Edgardo Bernoi, ilustra a los arqueólogos como si hubiéramos vivido aquella época y participado del cruento combate. Para mí fue una especie de sueño del pibe realizado.
Creador
Por instancias de mi patagónico amigo Juan Prat, conocí en Bariloche, a otro de los grandes responsables de aquellas historietas: el gran “Chingolo” Casalla, que fue el creador del legendario Cabo Savino, allá por el lejano año de 1954, y que dibujó también al mencionado Capitán Camacho. Él había leído mi libro La letra del malón y tuvo la gentileza de hacerme una ilustración de uno de mis relatos. Poco después escribí en este mismo espacio un sentido artículo sobre su deceso, que fue una especie de homenaje “post- mortem”.
Desgraciadamente la historieta argentina ha casi desaparecido, y lejos, muy lejos, quedan sus años de gloria. De todas maneras creo que, muchos como yo, recordamos con enorme cariño aquellos inigualables personajes, de esos trazos que hoy ya son leyenda. Por mi parte, rememoro que tendría unos ocho o nueve años, y todavía, a medio siglo de distancia, escucho la voz de mi padre quien en uno de los usuales arreos de vacas, me instó a que no apurara la tropa y dejara comer tranquilas a las vacas en las pastosas cunetas, porque esa no era ninguna rastrillada ni aquél el arreo de un malón perseguido por los “Savinos, los Toros o los Camachos” que pululaban en mi frondosa imaginación de aquel entonces.