La jujeña Alejandra Locomotora Oliveras sigue luchando por su vida. Y como pocas veces se vio en las zozobras de los deportistas argentinos, todo un país, día a día, sigue su proceso de internación como consecuencia del ACV sufrido en Santa Fe, a modo de vigilia con la misma intensidad y dolor como lo hizo cada vez que un personaje popular pasó por estas circunstancias.
Es más, el eco informativo y participativo de la gente tras conocerse sus partes médicos son tan o más sensibles que los padecidos cuando el santacruceño Jorge Locomotora Castro, se debatía entre la vida y la muerte, tras un accidente automovilístico en el bajo porteño en una madrugada poco feliz de 2005. Durante quince días su diagnóstico clínico se convirtió en la noticia más expectante de la mañana.
Paradójico, ambas Locomotoras dirimieron en el programa de TV Pasapalabra de Telefé, en el Juego del Rosco, en junio último. Oliveras ganó por demolición y se llevó el dinero del premio. Invitó a una cena inmediata a su célebre vencido, pero lamentablemente todavía no se pudo dar.
De mal querida a la muchacha del pueblo: ¿cómo cambió su imagen Alejandra Oliveras? Alguna vez, desde esta columna, la describimos la mal querida, tal si fuese partícipe de la obra del dramaturgo español Jacinto Benavente. ¿Por qué? Por la resistencia, rebeldía, tozudez y conflictos que ocasionaba permanentemente; desde sus contornos deportivos hasta con parroquianos de ocasión.
Criticó, con y sin fundamentos, a todos sus representantes, y estos a ella con la misma intensidad. Se enfrentó personalmente con presidentes de organismos internacionales, como Mauricio Sulaimán (CMB) y Francisco Valcárcel (OMB), y juró no pisar más la Federación Argentina de Box que hizo lo posible, siempre, por postergarla en su exitosa carrera. Y cumplió.
Litigó con la prensa por el medido reconocimiento que tuvieron sus grandes KO y su premio Guinness, por ser la primera mujer en ganar cuatro mundiales oficiales en pesos diferentes y un quinto cetro en una organización secundaria. Agigantó sus relatos, pero con parte de razón.
Poco a poco se fue alejando del ambiente pugilístico. Y sobre todo, del barullo.
Con el tiempo reapareció otra Alejandra Oliveras. Puntualmente durante la pandemia. Vio la luz por sí sola. No necesitó ingresar a ningún templo. Se olvidó de todos los celos que le causó el pugilismo y ya no le importó imponer por doquier que era la boxeadora más importante de Sudamérica. Se dio cuenta de que perdió muchos años en el chuceo absurdo y que el tiempo se le escapaba de las manos.
Encontró el amor por la vida y sus cosas simples. Exaltó el valor de estar viva. Comenzó a explicarlo, a difundirlo y contagiarlo. Eso le hizo bien. A ella y a mucha gente que empezó a seguirla en todo. Como si fuese una bandera de la fe. Y se encargó a cada momento de entrar en el corazón de esa gente. Y, cada vez, de más gente.
Halló la manera de ser escuchada bajo dos lemas, salud y alegría de vivir, apoyándose en el único capital propio: su cuerpo. Y eso cooperó muchísimo en la opinión pública en una época de rencillas baratas animadas por hetairas que forcejean por el cordel del conventillo agresivamente, segundo a segundo. Impuso un mensaje sencillo, cálido y saludable que convirtió a esa añeja campeona resistida en la mina más querida, un personaje creado por la propia Locomotora; que ahora está ahí, como siempre, dando pelea a todo lo que se cruce en el camino.
