La diagonal de la sensatez, una marcha hacia las reformas para el futuro

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Argentina necesita reformas radicales si queremos desarrollarnos y volver a generar oportunidades de progreso para nuestros habitantes.

Soy de una generación cuyos abuelos hacían esfuerzos extraordinarios para que nuestros padres pudieran estudiar y mejorar su condición social. Nuestros viejos también tenían la seguridad de que íbamos a estar mejor que ellos, pero por primera vez desde las olas inmigratorias de fines del siglo XIX y principios del XX, perdimos la ambición del progreso y tememos que nuestros hijos estén peor que nosotros.

Se rompió en Argentina el ascensor de la movilidad social y mientras muchos de los países del mundo y de la región han encarado reformas para iniciar un camino de desarrollo, nosotros estamos atrapados en posiciones políticas extremas, que no pueden ofrecer una agenda de transformaciones.

En primer lugar, los países que crecen tienen un estado moderno que hace políticas públicas basadas en datos; desde China, hasta Inglaterra, los gobiernos usan la información que generamos en aplicaciones como Waze y en redes sociales, para mejorar el transporte, construir scorings crediticios que permiten que el financiamiento llegue a los emprendedores y a las familias jóvenes, o diseñando sistemas de emergencia para accidentes. En Argentina ni siquiera tenemos presupuesto y seguimos haciendo políticas al azar, por intuición o por presión de sectores de interés.

En segundo lugar, no existe ningún país del mundo que se haya desarrollado sin un shock de infraestructura público y privada. Particularmente, con más de 700 puntos de riesgo país y tasas internacionales altas, no hay ninguna posibilidad de que los privados hagan rutas, trenes y autopistas. Pero aún en condiciones macroeconómicas más favorables no construirán desagües pluviales para enfrentar el cambio climático o parques que mejoren la calidad de vida de las ciudades.

En tercer lugar, la revolución industrial para la que se construyó la escuela actual no existe más y las nuevas formas de agregación de valor requieren de una educación en procesos para resolver problemas, de capacidades tecnológicas y de escritura de prompts para las inteligencias artificiales, pero también de habilidades emocionales y sociales, puesto que no hay modo de cumplir objetivos si no se trabaja en grupo. Los chinos le enseñan matemática a sus hijos desde los 3 años, incluso antes de que aprendan a leer y escribir, mientras que en Argentina fracasamos en esa disciplina condicionando la selección de carreras hacia las que menos valor agregan en el mundo. Necesitamos una revolución en la formación de docentes, de la envergadura de la que hizo Sarmiento, pero además cambiar el sistema de remuneraciones para incentivar a los mejores estudiantes a seguir la carrera de maestro y premiar a los que están dispuestos a enseñar en los entornos más desfavorables; exactamente el resultado contrario que el que generan los vouchers. La escuela es además un organizador social del tiempo y si no funciona, los padres votan con los pies y migran al sistema privado, aumentando la fractura social. Precisamos ponerla en el centro de nuestra agenda, como un servicio esencial.

En cuarto lugar, necesitamos un seguro universal de salud que sirva para reordenar un sistema superpuesto y colapsado. No sirve acá tampoco echarse la culpa por Twitter; lo que hoy pasa en el Garrahan, ocurrió el año pasado en el Hospital de Niños de la Plata. Dos extremos, mismo resultado.

En quinto lugar, es preciso recuperar una integración al mundo que sea pragmática y que nos aleje de los alineamientos ideológicos del pasado, pero también de los del presente. Argentina tiene una gran oportunidad para ofrecerle a la humanidad una región en paz, sin conflictos limítrofes, ni religiosos. La tenemos que aprovechar.

En sexto lugar hay que modernizar las relaciones laborales y encarar una reforma sindical que además de ficha limpia y declaraciones juradas para los sindicalistas, termine con las reelecciones indefinidas y reduzca la brecha entre el alto costo laboral para el empresario Pyme y el bajo sueldo de bolsillo que le queda al laburante. Asociado a eso, resulta fundamental una reforma de la seguridad social, que no puede depender más del asalariado formal porque el mercado de trabajo ya no lo tiene como centro y se ha vuelto heterogéneo en la estructura de contratos. En este sentido hay que flexibilizar también la jornada laboral, para que se puede reorganizar en los sectores que pueden ganar productividad trabajando menos días o pagando por resultados en vez de por horas. Este cambio tiene que permitir las jornadas de tiempo parcial de distintas cantidades de horas semanales y diarias para potenciar el ingreso al mercado de jóvenes y de mujeres.

En séptimo lugar necesitamos un estado laico que le garantice absoluta libertad tanto religiosa como sexual a las personas y que no se meta en la forma en que las familias organizan sus recursos y toman sus decisiones, pero que tampoco tome partido por ninguna preferencia particular.

En materia macroeconómica, nos debemos un Banco Central independiente para estabilizar la moneda de una vez por todas y terminar con la incertidumbre asociada al ciclo electoral que genera volatilidad en el precio del dólar. Ningún país del mundo ha logrado eliminar la inflación de manera sostenida y permanente, sin un Banco Central independiente del poder ejecutivo; exactamente lo contrario de lo que hacemos en nuestro país, una y otra vez, sin distinción de partido político. Tenemos también que explorar reglas más estrictas en materia presupuestaria, porque no se sostiene un sistema donde no hay representación en el uso de los impuestos y el presidente decide por decreto en que se gasta.

Argentina necesita trazar una diagonal de la sensatez; una nueva propuesta que nos permita marchar hacia delante. Ni hacia la izquierda, ni hacia la derecha. Un espacio político con ambición de transformación que permita encarar las reformas que hacen falta para volver a ser una tierra de oportunidades, donde tengamos la seguridad de que, si se esfuerzan lo suficiente, nuestros hijos estarán mejor que nosotros, viviendo en una sociedad que los incluye y que resulta sostenible, donde las condiciones socioeconómicas en las que nacen no condicione su futuro.

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