El altar y la intemperie

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Desde el púlpito de un megatemplo evangélico en Chaco, recientemente el Presidente no habló como jefe del Estado, sino como predicador. Dijo que “el Estado es la representación del Maligno en la Tierra” y que la justicia social es “envidia con retórica”. No fue un exabrupto ni una provocación aislada. Fue una afirmación doctrinaria que busca instalar una nueva moral política donde lo común se vuelve sospechoso y la organización colectiva, una amenaza.

Las palabras, en política, no son neutras. No solo describen: configuran realidades, jerarquizan valores, orientan sentidos. En boca del Presidente, esta declaración degrada una estructura institucional y también una idea de humanidad: la de una sociedad que reconoce la interdependencia, que asume la responsabilidad compartida frente a la desigualdad y que apuesta por vínculos que no se rigen solo por la lógica del mercado.

Reducir el Estado a una amenaza moral no es solo una mirada ideológica: es despojar a millones de personas de la única herramienta institucional capaz de garantizar derechos en contextos de vulnerabilidad. En la pandemia, el Estado sostuvo hospitales, comedores, ingresos de emergencia, escuelas. Según datos del Observatorio de la Deuda Social Argentina (UCA), en 2022 más del 40% de la población accedía a bienes básicos a través de políticas públicas. No por comodidad, sino por necesidad. No por inercia, sino por dignidad.

Por eso, cuestionar su existencia no es lo mismo que discutir su eficiencia. La crítica a sus límites es saludable. Pero negar su legitimidad es otra cosa. Es romper el pacto democrático que reconoce en el Estado el lugar donde lo común se vuelve ley, presupuesto, cuidado.

Tampoco es casual que este discurso se pronuncie en tiempos de desencanto social, en que amplios sectores se sienten desilusionados, marginados o frustrados. En ese vacío crecen las promesas de salvación individual, de soluciones mágicas, de fe sin política. Pero el reemplazo de la política por la prédica no libera: desresponsabiliza. Y, en última instancia, abandona.

El problema no es la fe, sino que se use para justificar la indiferencia. No es la creencia en lo trascendente lo que está en discusión, sino su uso para legitimar un modelo que culpa al pobre por su pobreza y bendice al mercado como único redentor. La justicia social no es una forma de resentimiento, sino una apuesta por la equidad. No propone privilegios, sino oportunidades. No impone uniformidad, sino derechos mínimos para que el punto de partida no sea una condena. Negarla, estigmatizarla o rebajarla a “envidia” no solo es una simplificación peligrosa: es una negación de la experiencia histórica argentina y de los vínculos sociales que hacen posible una comunidad democrática.

No es un invento ideológico: es un principio profundamente arraigado en la tradición cristiana. Desde Rerum novarum hasta Fratelli tutti, la doctrina social de la Iglesia ha reafirmado que la justicia social es una exigencia moral. El papa Francisco, en sintonía con esa tradición, recordó que “la política, cuando es auténtica, es una de las formas más altas de caridad”. Esta ofensiva contra el Estado no se limita a lo presupuestario. Es una disputa simbólica. Un intento de desarmar la memoria colectiva que reconoce en lo público –con todas sus falencias– un espacio de reparación, inclusión y pertenencia.

Lo que está en juego no es solo un modelo económico. Es una ética. Una idea de sociedad. ¿Qué comunidad puede surgir de la exaltación del egoísmo como virtud? ¿Qué democracia sobrevive si el Estado es demonizado y quienes lo necesitan son culpabilizados?

Frente a esa lógica, hay que volver a lo esencial: el otro, lo justo, lo común. No desde una nostalgia del pasado, sino desde la necesidad urgente de construir una sociedad donde nadie quede atrás. Defender al Estado no es fetichizarlo. Es sostener la posibilidad de un nosotros. Es creer que los derechos no deben depender del azar ni del mérito individual, sino de la decisión colectiva de garantizar dignidad para todos. Porque sin justicia no hay libertad. Sin instituciones, no hay comunidad. Y sin cuidado, no hay futuro.

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