Su familia sobrevivió a la bomba de Nagasaki y él se transformó en uno de los primeros hacedores del sushi porteño

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“A mi familia la salvó la carreta. Mi familia vivía en el monte, en las afueras de Nagasaki pero a diario iban y venían al centro para comprar y llevar verduras a la ciudad. Pero, esa mañana del 9 de agosto de 1945 la rueda de la carreta se rompió y mi abuelo y mi bisabuelo quedaron varados con el caballo en el camino. Desde ahí, arriba en la montaña, vieron la nube con forma de hongo”, cuenta el chef Roberto Nishida. Su bisabuela falleció con la bomba. “De esas cosas no se hablaba, hasta que empecé a preguntar -cuenta-. Por respeto, o por no molestar ni revivir la situación, en casa no se tocaba el tema”.

La impactante imagen de la bomba nuclear en Nagasaki

-¿Qué recuerdos tienen sobre aquel día?

-Me contaron que, advertidos por la bomba que había caído en Hiroshima tres días antes, sabían que Nagasaki iba a ser bombardeada -era un punto estratégico, una ciudad naval, ahí estaban la artillería, los barcos-, así que mis familiares se habían refugiado en el monte y se habían metido en unos pozos cavados en el piso, así fue como se salvaron.

-¿Imaginaban semejante catástrofe?

-Sabían que era una bomba apenas vieron los paracaídas [muchos en Japón se refirieron a ella como “una bomba con paracaídas”], no fue como en Hiroshima, donde nadie se esperaba nada. Dicen que la bomba de Nagasaki era tres veces más grande aún pero que, por un tema de vientos, la lanzaron antes o que cayó en el centro de Nagasaki en lugar de sobre la artillería y que podría haber tenido más víctimas aún. Dijeron, además, que el viento arrastró toda la radiación para otro lado y que, justamente, la radiación fue peor después, cuando fueron a ayudar. Ninguno de mis familiares se vio afectado por la radiación y, aunque vivieron algunos años más en Japón, se dieron cuenta de que no tenían que estar ahí.

El el centro, el bisabuelo Nishida, el abuelo de Roberto y, en el medio, su padreAsí quedó marcada la hora de la caída de la bomba en NagasakiLa familia Nishida en el barco que los trajo a Sudamérica

Una nueva vida: Argentina

Los Nishida decidieron rehacer su vida lejos, en Sudamérica. Su bisabuelo, su abuelo y el padre, tres generaciones, se embarcaron con sus familias y dejaron Japón. “Eran como diez viajando en el barco”, señala Roberto.

-¿Cómo fue ese viaje?

-Viajaron a América pensando que iban a un lugar como los Estados Unidos, a un súper país, donde se decía que se cultivaba y había mejor vida. Y cuando cayeron en pleno monte en Paraguay, se querían matar. Pero ya estaban en el baile: a bailar. Vivieron ahí un tiempo hasta llegar a la Argentina, en 1955, mi padre tenía unos cinco años.

Los Nishida en el monte de ParaguayAl principio, en Colonia Urquiza, se dedicaron a la floriculturaEl padre y el tío de Roberto, entre los invernáculos

-La tierra prometida…

-Sí, se instalaron en unos terrenos en Colonia Urquiza (La Plata). Se decía que Perón era fuerte y que daba casitas donde se sembraba, así que muchos japoneses ahí se dedicaron a la agricultura. Sin idioma ni nada. Mi bisabuelo se volvió a casar y tuvo un hijo que tiene casi la misma edad que mi papá. Mis abuelos vivían en una casa aparte, no es que estábamos sentados todos en la misma mesa, y todos siempre fueron personas calladas.

– ¿Se arrepintieron de dejar su país?

-Pienso que nunca se arrepintieron de haber venido, porque en esa época no había nada, no quedó nada. Después de haber sido potencia, en Japón muchos decían ‘hay que aguantar’, y aguantaron. Así es la disciplina japonesa. En Colonia Urquiza se instalaron entre italianos primero, hasta que se formó una gran colectividad japonesa, con paisanos de Hiroshima, Fukuoka y Nagasaki que de a poco empezaron a venir. Trabajaban con invernáculos. De chico yo viví un tiempo con mis abuelos que se dedicaban a la floricultura, pero era todo muy sacrificado, levantarse a hacer fuego en heladas… Mi papá se casó con mi mamá -también japonesa, nos tuvieron a mí y a mi hermana Claudia-, y se dedicó a vender las flores hasta que compró un almacén chiquito y decidió ser comerciante.

-¿Eras el Manolito del barrio?

-Exacto [ríe]. Y es que el lugar era tipo una pulpería, el centro de todo. Se vendían cigarrillos, comida, galletitas por peso, y la gente incluso recibía el diario y su correo. Teníamos el único teléfono en el barrio, así que todos venían al negocio para hablar. Ahí empecé a trabajar, sin paga [sonríe], era el negocio familiar. Después, mi mamá se encargó del almacén y mi papá se convirtió en el carnicero, justo al lado.

-¿Y cuándo entró la cocina en tu vida?

-A los 18 terminé la secundaria y no quise seguir estudiando, así que, como tenía la nacionalidad, me fui a Japón a trabajar, quería ahorrar dólares para volver y comprarme un auto. Viví en una pensión junto a otros nikkei de Perú y de Brasil, éramos descendientes de japoneses, pero extranjeros igual. No había internet y en esa época era caro pagar tarjetas de teléfono para llamar a casa, así que nos juntábamos como comunidad. Una noche, cansados de comer ramen instantáneo, decidimos turnarnos y empezar a cocinar. Así, uno me enseñó el lomo saltado, el otro feijoada…

-¿Cuál era el plan?

-Viví ahí hasta que a los 20 años me dijeron de volver. Mi generación no pensaba en ir a la universidad, se quedaba con sus familias, trabajando. El mercado se había vuelto un autoservicio pero, ya antes de irme a Japón, mi papá -que sabía de rehacer su vida- estaba preocupado porque estaban apareciendo los supermercados y pensaba que el negocio no tenía futuro, que yo me iba a tener que dedicar a otra cosa. Desde que había vuelto de Japón, yo cocinaba al mediodía y a la noche en casa. Mi mamá, chocha. Veía cómo agarraba los productos del almacén: una verdura acá, carne por allá, y cocinaba. Compraba el diario y replicaba platos de los suplementos de cocina o de revistas… Y es que yo no tengo recetas ni de mi abuela, en Japón se aprende viendo, recreando, no hay libros de cocina. Y un día vi el anuncio de IAG y otro de Gato Dumas, una página entera. Y mi mamá dijo: “¿Por qué no te anotás?”.

El nikkei que se transformó en maestro de cocineros

Un japonés con el Gato Dumas

“El curso en IAG estaba lleno, no había cupo hasta el año siguiente, así que fuimos a Gato Dumas. Me llevó mi papá, que venía a comprar seguido a Belgrano, en Capital”, recuerda Roberto, con un sonrisa [su padre, Toshiaki Nishida, falleció esta semana, a los 74 años]. “Mi papá dudaba, pensaba que cocinar era algo de mujeres, pero no solo me acompañó a anotarme, también pagó, porque yo no estaba trabajando”.

-¿Te hallaste en ese mundo?

-Empezó a gustarme. Eran jornadas de seis horas una vez por semana, para darle la posibilidad a los que venían de afuera. Yo me venía en el Costera Criolla, pero me di cuenta de que tenía compañeros que lo hacían de más lejos, desde Córdoba o de Chubut. Teníamos ahí al Gato, a Donato, a Martiniano Molina… El Gourmet filmaba ahí, Iwao Komiyama ponía sus manos para cocinar. Y, al segundo año, Guillermo Calabrese -cofundador del lugar- me ofrece hacer una pasantía en el servicio de catering del Gato Dumas. Yo sabía que si quería aprender algo, debía ser así, sí o sí. Tocó ponerle gas al auto -me había comprado un Megane azul-, e ir y venir desde La Plata y trabajar todos los días. El trabajo duro no me dio temor, había estado dos años en Japón trabajando en fábricas, y eso me hizo aprender lo que es la disciplina. Era el ayudante de todos, pero así aprendí de cocina de todas las culturas: italiana, árabe, y sobre todo, francesa.

-¿En casa se reflejaba algo del pasado familiar y de la guerra?

-Todos pasamos por padres, abuelos y bisabuelos en mi caso, que te enseñan que “no dejes arroz, porque en la guerra…”. Siempre recuerdo que, cuando me casé, vino una tía que se había ido a vivir a Japón y se trajo a una amiga. Ella se asustó cuando nosotros salimos del Civil y claro, nos empezaron a tirar arroz. ¡Se agarraba la cabeza! Mi tía le trató de explicar, pero ella no entendía, qué desperdicio. Pobre mujer, pero sí, para el japonés es muy chocante.

Nishida comenzó como asistente de cocineros de alto perfil

El boom del sushi

“Podría haber seguido con el almacén, pero por entonces no conocía la gastronomía”, admite Roberto. Hoy, Nishida está a cargo de los restaurantes Dashi como chef ejecutivo y su carta cuenta con más de 40 tipos de rolls de sushi diferentes. “La gente los conoce y viene por ellos, es difícil sacarlos de la carta. Así que innovamos, pero vamos sumando”, señala mientras revisa sus álbumes familiares en el local de Palacio Alcorta. Un alto en su camino al local de Las Cañitas donde se encarga del delivery de sushi, “el plato más pedido en la Argentina, después de la pizza”.

-Llevás más de 20 años tras la barra de sushi…

-Planeaba volver a Japón o probar en España, pero me casé con una argentina (pastelera) y me quedé. Me mudé a Avellaneda. Trabajar en Gato Dumas y con esos chefs de El Gourmet me abrió muchas puertas y me hizo sumar contactos. Me la pasaba con los proveedores y en las clases de cocina hasta que en un momento me dije: “Quiero salir a la cancha, trabajar en un restaurante”. Era 2003 y quería lidiar con la presión de una cocina, me sentía preparado, ya había probado al viajar con Iwao porque nadie lo asistía como yo, todo prolijito [risas]. Entré en Bon, en La Recova, y estuve un par de años. Me dedicaba al sushi, algo que había aprendido con Iwao, porque el japonés promedio en realidad no sabe preparar sushi. Siempre digo que aprender a hacer sushi es como hacer pastelería, y no es fácil hacer pastelería en casa, necesitás clases.

– ¿Tus raíces japonesas influyeron en esa elección?

-Me gusta lo que hago y lo sabía hacer bien. Y un día, el de Kometo, un proveedor japonés que todos usamos, le comentó a mi mamá que en un lugar estaban buscando gente. Era Dashi, y por entonces para mí Dashi en Museo Renault (como se llamaba al Palacio Alcorta) y Morizono, eran lo más top, nivel hotel cinco estrellas. Él les cuenta sobre mí y al toque le dijeron que me querían recibir.

-Dashi fue uno de los pioneros con el sushi…

-Sí, de los primeros en presentarles el sushi a los argentinos. Fue a finales de 2005, me dijeron: “¿Cuándo podés empezar? Mirá que vas a entrar como jefe”. ¡Mi cara! Un horror. Tomé aire y pasé derecho de piso, porque encima ahí eran todos japoneses. Dashi era el boom, trabajábamos a pleno y el barrio de Palermo (ahí en Fitz Roy y Gorriti) creció a nuestro alrededor, se empezó a poblar de gastronomía. Era sushi californiano, el de New York, el americano, no era sushi japo.

-¿Tu abuelo llegó a verte como chef?

-Sí, y le preparé nigiri. En su casa, la que más cocinaba era mi abuela, todo japonés, con los vegetales que cultivaban en el campo, preparaba todo casero. Ya en mi casa, todo era más mix, se comía milanesa con gohan (arroz glutinoso). A mí me gusta fusionar. Aprendí de cocina francesa, sabía cómo hacer una buena salsa, un buen fondo, pero con productos argentinos, también. Porque crecí en un almacén, desde chico he ido con mis viejos a comprar al Mercado Central de La Plata, verduras y todo esto, y sé buscar lo más fresco.

-¿Qué tipo de sushi ofrecés?

-Un mix, uso productos locales y también respeto los sabores y la educación que tuve; desde chico apuesto a esa fusión. Me entrené con la comida francesa y así como los franceses con sus platos, los italianos con las trufas o el “sushi pizza”, yo apuesto a rolls de sushi como el Mediterráneo -con tomates secos y rúcula por arriba-, o el tartar, que está de moda. Los clientes entran y dicen: “¿Hay algo nuevo?”. El argentino busca el frito, el crocante, el maracuyá. Tengo el roll con queso brie y flambeado arriba y nadie se espanta. ¿Uno en el que me haya dado el gusto? Mi mujer es pastelera, así que el roll con praliné de castaña.

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