Cristina Kirchner terminaba de asumir. Llevaba 44 días en el poder y ese 23 de enero de 2008 llegó exultante a la Casa Rosada. Era el momento de los aplausos fáciles para cualquier anuncio que entregue una obra pública. No era para menos; con los años se supo que el anticipo se devolvía en concepto de coima.
Ese día, el asunto fue dar a conocer la adjudicación del soterramiento del Sarmiento, la obra ferroviaria más ambiciosa que tuvo la Argentina moderna, sólo superada por la alucinación del tren de alta velocidad entre Buenos Aires, Rosario y Córdoba, que también ocupaba la agenda de entonces.
“Es una obra que podemos calificar como del Bicentenario, no sólo por la magnitud, sino por la modificación que importa en la trama urbana”, dijo la Presidenta. La aplaudieron a rabiar. Eran 32,6 kilómetros de túnel por debajo de la traza del tren Sarmiento y la remodelación subterránea del total de las estaciones que unen Caballito con Moreno.
El proyecto, que demandaba 36 meses de construcción desde la firma del financiamiento, se iba a realizar en tres etapas: la primera desde la cabecera de Caballito hasta Ciudadela (9200 metros); la segunda hasta Castelar (9400 metros), y la tercera hasta su final en la Estación Moreno (14.100 metros). Solo el primer tramo tenía un costo de US$1000 millones.
A 17 años de aquel anuncio, salvo una excepción, todo ha cambiado. Cristina Kirchner está presa y Marcelo Odebrecht, el dueño de la constructora que fue la líder del proyecto, estuvo tras las rejas dos años después del escándalo con su constructora. Iecsa ya no existe más. Ángelo Calcaterra la vendió y espera como procesado y arrepentido el inicio del caso Cuadernos.
Ahora bien, ¿cuál es la excepción? La traza del Sarmiento. Pese a las promesas, los actos, las fotos y los centenares de millones de dólares que quedarán por siempre bajo tierra, los usuarios del tren no tuvieron ninguna mejora en su forma de viajar. Y no la tendrán, al menos por ahora.
Casi dos décadas después de haber sido adjudicado y tras seis años de paralización absoluta, el Gobierno y las dos empresas que tienen la obra (Sacde, continuadora de Iecsa, y Ghella) se pusieron de acuerdo para cerrar definitivamente la obra y dar de baja para siempre el proyecto de tener un tren enterrado desde Caballito hasta Moreno. Y cuando se dice cerrar, de eso exactamente se trata: construir dos murallas en los dos extremos, para impedir el ingreso, y asumir que la Argentina no puede ni podrá, al menos por muchos años, financiar semejante proyecto.
Bajo tierra también quedarán 420 millones de dólares, qué resulta de sumar todas las certificaciones de obras que se pagaron durante el tiempo en que la máquina se compró y funcionó. Una verdadera fortuna enterrada.
Quedará así -como monumento subterráneo a la desidia, a la falta de planificación, a la alucinación política, a la ambición de ser un país que no se puede pagar- un túnel de 7239 que empezó en Haedo, llegó a Villa Luro y ahí quedó para siempre, a 6000 metros del final de la primera etapa. En ese lugar quedará, además, enterrada para siempre la tuneladora Argentina, un verdadero gusano mecánico de 125 metros de longitud y centenares de toneladas de hierro que no es posible rescatar.
La Argentina le rinde homenaje al despropósito político con un túnel de siete kilómetros de largo que no sirve para nada. “Abajo, a 20 metros de profundidad, la desidia del Estado ineficiente; en la superficie, los padecimientos de los vecinos de una traza que es una daga en medio de la urbanización tanto de la ciudad de Buenos Aires como del oeste del conurbano”, escribió este cronista en 2020, cuando ingresó a la obra.
“Hemos decidido sincerar una obra que no se puedo financiar. El túnel quedará cerrado como para preservar lo hecho. La idea que tapiar todo con un muro y dejar las cosas así. Si alguna vez viene alguien y lo quiere continuar, que lo haga. Pero se cerrará definitivamente y se levantan todos los obradores que están en la superficie. No hay más soterramiento”, dijo una alta fuente oficial.
“Las obras se encuentran paralizadas hace más de seis años, tras la instrucción de suspenderlas en diciembre de 2018. Durante este período se exploraron diversas alternativas de concluirlas, pero la indisponibilidad económica y financiera de los sucesivos gobiernos hizo imposible su continuidad”, dijeron en una de las empresas constructoras. Durante este tiempo, las compañías Sacde y Ghella mantuvieron las instalaciones y sobre todo la tuneladora ya que, formalmente, el contrato estaba vigente.
“Tras las gestiones realizadas por las empresas con las actuales autoridades para obtener una definición sobre la irregular situación contractual, se convino mediante un Acta de Compromiso entre las partes en avanzar en una rescisión del Contrato de Obra Pública”, completaron.
En rigor, la descomunal máquina que yacerá en el subsuelo porteño para la eternidad sólo giró un tiempo demasiado corto. En 2016, la tuneladora, una cabeza de acero y dientes de 12 metros de diámetro que gira durante las 24 horas, empezó a dar vueltas sobre su eje. Perforó el primer metro en Haedo y siguió constante hasta Villa Luro, ya dentro de los límites porteños. Después de 7239 metros se detuvo, a 6000 del final. Ese tramo se construyó en el único momento en que la máquina se movió, pese a que se adjudicó hace 15 años. No hubo más dinero y, desde entonces, la disyuntiva fue definitiva: continuar o abandonar y tapar el túnel.
Un dato: el topo mecánico jamás giró durante ninguno de los tres gobiernos kirchneristas que convivieron con la obra. Pese a que la expresidenta firmó lo contratos en 2008, la impresionante máquina que nombraron Argentina llegó al país en septiembre de 2011 y fue puesta en la famosa trinchera en julio de 2012. Todo era alusivo al Bicentenario en esa época y esa impronta celeste y blanca, con el centro amarillo, terminaron por ser los colores elegidos para el uniforme de gala de la tuneladora.
En aquel 2012, cuando ya Florencio Randazzo se había hecho cargo de Transporte, después de la Tragedia de Once que determinó que Julio De Vido deje de tener esas obligaciones, la escarapela de toneladas acero bajó a las entrañas de Haedo, en una trinchera ubicada sobre los terrenos ferroviarios que lindan con la avenida Rivadavia.
Ahí quedó quieta durante los dos gobiernos de Cristina Kirchner, pese a que había sido usada para cuanta campaña existió. Además, fue la expresidenta la que dijo que estaba la garantía para financiar la fastuosa obra. Pero en rigor, su gobierno jamás le puso una moneda como para que la máquina empiece a girar y cavar.
“En otras épocas, con los fondos de las AFJP se compraban acciones o títulos de empresas que hoy valen la décima parte. Pero esto que vamos a otorgar como garantía real son activos fijos que cada vez valen más, como los terrenos en una ciudad de importancia como es Buenos Aires”, subrayó la mandataria, al referirse que sería la Anses la que aportaría los avales y las garantías. Eran épocas de Amado Boudou al frente del organismo previsional. Años después, a punto de tapiarse aquel túnel, Boudou y Cristina Kirchner dedicaron los últimos años a evitar la cárcel y lograr que no les obliguen a usar la tobillera electrónica. Cambiaron los tiempos.
En Haedo, donde bajó la rueda gigante, se instaló una planta que produce las dovelas (los tramos de hormigón que hacen las veces de pared del túnel). Además, hay un sistema de grúas y vagones que terminan en un tren de trocha angosta que une ese lugar con la máquina. Cinco formaciones entraban y salían continuamente con dovelas y emergían con la tierra del subsuelo. Además, ese ferrocarril llevaba a los obreros que trabajaban en tres turnos. Ahí, en Haedo, está el primero de los anillos. Todo está abandonado y será desarmado. Como si jamás hubiese existido.
Cerca de ese lugar está la delegación de la Unión Ferroviaria que maneja Rubén “Pollo” Sobrero, el sindicalista explatinado. En 2022, LA NACION recorrió la zona a su lado. “Acá es donde bajó la máquina -dice, y señala una enorme grúa amarilla-. Lo que vas a ver es el inicio y, después, donde terminó. Hasta ahí se llegó y hasta ahí se va a llegar. No se va a terminar nunca”, se publicó en ese momento.
Su pronóstico se cumplió. De aquel consorcio que ganó la obra ya queda poco. Calcaterra vendió Iecsa y se creó Sacde, una firma del empresario Marcelo Midlin. Entre los activos de la constructora, que supo ser de la familia Macri, estaba este contrato. A su vez, la brasileña Odebrecht vendió su parte y fue Ghella la que se quedó con esa porción. Ambas negocian con el secretario coordinador de Infraestructura del Ministerio de Economía, Martín Maccarone, el formato final de la rescisión. La idea es dejar el equipamiento y las instalaciones de construcción del túnel enterrados para la eternidad, a la espera que alguna vez, si algún gobierno así lo desea, volver a poner en marcha el proyecto con otros contratistas.
La obra sólo funcionó poco menos de tres años de los 18 que lleva adjudicada. Se trató de una renegociación del contrato que hizo la gestión de Guillermo Dietrich como ministro de Transporte durante la presidencia de Mauricio Macri. Entonces, se redeterminó el precio, y las condiciones que estaban desactualizadas desde 2008. A fuerza de dinero, la máquina empezó a cavar el subsuelo bonaerense. Luego, esa misma administración detuvo el proyecto tras la crisis de 2018 y el ajuste que se produjo tras el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Pero la desidia llegó a su punto cúlmine en el último kircherismo, el mandato de Alberto Fernández. Tres ministros de Transporte (Mario Meoni, Alexis Guerrera y Diego Giuliano), uno de Obras Públicas, el doble candidato testimonial, Gabriel Katopodis, y un presidente no hicieron absolutamente nada. Ni bajo tierra, ni en la superficie. Todo quedó quieto y ni siquiera hubo coraje para sincerar una situación de hecho: ya no se seguiría adelante.
Mientras tanto, en Villa Luro, en los terrenos ferroviarios ubicados detrás de la cancha de Vélez, está el anillo 4022, el último que se colocó antes de bajar la perilla a la TMB, como los ingenieros llaman a la tuneladora. Hasta ahí llegó la obra y ahí se proyecta el muro y el cierre para la preservación del monumento nacional a la desidia.
Mientras bajo tierra todo estaba quieto y la política dejaba para más adelante las definiciones, en la superficie todo era padecimiento. La traza del Sarmiento, además, se convirtió en una divisoria de aguas, tanto en la ciudad de Buenos Aires como en el oeste del Gran Buenos Aires. La motivación de la obra fue solucionar ese problema de barrera urbana y eliminar la gran cantidad de pasos a nivel que existen. Solo un dato: en la ciudad hay cerca de 60 pasos a nivel. Prácticamente la mitad están ubicado en la traza del Sarmiento.
El proyecto generó una enorme imposibilidad de avanzar en soluciones como los paso bajo nivel, que el gobierno porteño construyó en los cinco gobiernos de Pro, o la elevación con sistemas de viaducto, como también hizo en el Mitre, o el San Martín. Sucede que el proyecto generaba una reserva de dominio, tanto del subsuelo para el túnel, como de la superficie, para disponer de los terrenos como establecía la licitación.
Dicho de otra forma, mientras el soterramiento se mantuviese con vida, ningún gobierno, sea municipal o provincial, podía hacer nada. Y así pasaron casi dos décadas, marcadas por una fenomenal desmejora de los contextos urbanos aledaños a la traza del Sarmiento. Se instalaron obradores; se cerraron carriles de avenidas, se mantuvieron precarios los paso a nivel y se limitó la circulación durante 18 años.
En este largo tiempo, todos los actores del proceso y del proyecto sabían que no continuaría. De hecho, esos 7 kilómetros de túnel sólo representan el 25% de la obra de ese tramo. Hay que rellenar con piedra poco menos que la mitad, hacer la obra ferroviaria, las estaciones, que son una suerte de caja de cemento del tamaño de un edificio de 20 pisos acostado cada una, la obra de ventilación y la de salidas de emergencia. Nada, absolutamente nada, está ni siquiera empezado. Sólo el túnel.
Durante ese tiempo, además, se levantó el tufillo de la corrupción. Fue la brasileña Odebrecht, en el proceso que se le siguió en Brasil y en el que declararon muchos ejecutivos como arrepentidos, que reconoció haber pagado varios millones de dólares de coima a funcionarios kirchneristas. Pese a que fueron condenados decenas de funcionarios en todo el continente, en la Argentina la causa jamás avanzó. La impunidad convivió con la desidia.
La administración de Javier Milei fue la que decidió terminar con la ficción y romper la burbuja de la obra ferroviaria más polémica que inició el país en toda su historia. Sincerar una situación que jamás corrió sobre rieles.
El cierre volverá a poner la traza del ferrocarril Sarmiento sobre la mesa y, seguramente, al menos la Ciudad avanzará con otro tipo de obra menos ambiciosa, más barata pero realizable. Los municipios bonaerenses, seguramente, también harán lo mismo.
Debajo, quedará para siempre, una joya de la ingeniería de 125 metros de largo, que corona un túnel de 7 kilómetros. Quedarán, además, miles de millones de pesos enterrados para siempre a 20 metros de profundidad en una obra que se anunció en 2008 y debía terminarse en 36 meses.
Será un altar que debiera abrirse al público para que quienes lo visiten entiendan lo que es el engaño, la mentira y la ambición desmesurada. Y recorran un monumento a la desidia política, un engaño a la ilusión de usuarios, vecinos y crédulos, testigos de cómo se tiraron a la basura una enorme cantidad de recursos.