Hace muchísimos años me crucé en el diario con un por entonces veterano jefe de fotografía, que me preguntó, cortesía de rigor, cómo estaba. Le respondí:
–Acá, corriendo.
–Si corrés mucho, no vas a llegar al final del día –replicó.
Aparte de que era un consejo sabio y aparte de que tenía razón, era la primera vez que alguien le daba valor a la mesura y al vivir a la velocidad de la vida.
Había respondido “corriendo” porque era lo adecuado en ese contexto. Es un diario. Vivimos corriendo, ¿no? El hombre podría haber dejado pasar ese intercambio insustancial, y sin embargo lo aprovechó para dejarme una pequeña lección y, a la vez, darle la bendición a uno de los rasgos más marcados de mi personalidad. Un rasgo que, no obstante, hasta ese día al menos, había reprimido con tenacidad. Lo confieso sin más preámbulo: me gusta hacer las cosas despacio.
Me dirán, y en un punto hay algo de verdad en tal observación, que elegí el oficio equivocado. Sí y no. Primero, amo mi oficio, sobre todo cuando las papas queman y el cierre lo obliga a uno a sacar algo de primera categoría en tiempo récord. Me dirán que es una contradicción. Por supuesto que lo es. Porque así somos las personas. No cambiaría todos mis años de diario por nada, pero a la vez me gusta tomarme mi tiempo. Para escribir, para cocinar o para seleccionar semillas. Para conversar, para leer, para decidir.
No parece ser ninguna novedad que hoy reverenciamos la velocidad. Más aún, la morosidad exacerba o promueve la burla. Nos hemos acostumbrado a despachar, sin una segunda lectura, sin revisar y sin meditar, en nombre de la productividad o de alguna otra divinidad efímera o apócrifa. Así, supongo que sin darnos cuenta, extraviamos ese don que teníamos de chicos, cuando lo que importaba era el proceso y no el resultado. ¿Cuándo, me pregunto, dejamos de jugar?
No lo sé, pero excepto para el velocista, no hay nada lúdico en el apuro y la urgencia. Por supuesto, somos adultos y en la sala de guardia o en el cierre de una edición nadie espera que nos tomemos todo el tiempo del mundo para hacer nuestro trabajo. ¿Pero en todo lo demás? ¿Cuándo dejamos de jugar, me pregunto?
Tampoco es noticia que una parte sustancial de la civilización enfrenta una crisis de sentido monumental. Corremos y no sabemos muy bien por qué corremos.
Ese día, luego de la réplica aguda de este jefe de fotografía en un intercambio casual en una pasillo perdido en las décadas, decidí recuperar esa forma de felicidad que habita en el hacer. En tejer o en sembrar. No en expedir y resolver. Aunque todos los días nos enfrenten a problemas que debemos intentar desactivar, es insano transformar la existencia en una industria.
Uno siente verdadera admiración cuando ve el volumen de la obra de, por ejemplo, un Mozart; que, además, vivió tan solo 35 años. Pero no importa la cantidad. Importa que es Mozart. Uno se admira cuando ve, silencioso y atónito en medio de la muchedumbre, los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Esa obra colosal, que marcó una divisoria de aguas en la historia del arte occidental, y que está compuesta por dos sectores, el cielorraso, con escenas del Génesis, y el Juicio Final, detrás del altar, fue compuesta en dos períodos de poco más de cuatro años (1508-512 y 1536 a 1541, respectivamente). Este es posiblemente el dato más insignificante de todos. Es cierto que para nosotros, para siglos de visitantes deslumbrados, la Sixtina es el resultado de un proceso. Pero para Miguel Ángel fue el proceso. Para él, como nos ocurre a cualquiera de nosotros, no importa cuán humilde sea la tarea, el tiempo desaparecía y el hacer, el solo hecho de hacer se convertía en el centro de su mundo. De nuestro mundo.
El zen lo descubrió hace mucho, y uno de sus mandatos más concisos y significativos es el de concentrarse en la tarea y solo en la tarea. “Cuando como, como. Y cuando duermo, duermo”, decía mi maestro, citando a otro, cuyo nombre he olvidado.