“Éramos dos contra el mundo”: Carla y su hermano con síndrome de Down sobrevivieron al abandono y al horror

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“Yo sentí que comencé a vivir el día que nos escapamos”. Carla Antonela Corbatta tenía 12 años. Su hermano menor, Andrés, pegado a ella como siempre. Él, con síndrome de Down; ella, su protectora desde que tenía uso de razón. Aquel día su madre le dijo que subiera al auto, que venía su madrina. Su padre estaba en la ducha. Era la primera vez que huían para no volver.

Vivían en Bahía Blanca. “Mi padre era alcohólico, golpeador y más. Me abusaba. A mi mamá también. A Andrés… quiero creer que no. Hasta donde yo sé, no”, evoca. Fueron años de infierno. Carla no habla con odio. Su voz es serena y firme. Dice que lo perdonó.

“No quiero hablar mal de él, porque ya no está. Creo que también fue víctima de alguien o de algo. Y en sus momentos de lucidez, intentaba darme amor. A su manera. Pero cuando se apoderaba la bestia… era otra cosa”, diferencia.

Carla y Andrés, dos contra el mundo.

Entre lágrimas contenidas y recuerdos crudos, Carla relata cómo se convirtieron en “dos contra el mundo”. Desde muy pequeña, Andrés era su sombra. Iba con ella a los cumpleaños, a la escuela, a todas partes. “Mis compañeras me preguntaban por qué venía con mi hermano. En esa época no se entendía mucho. Nadie hablaba de inclusión, ni de síndrome de Down, ni de derechos”, recuerda. Pero Carla nunca lo cuestionó. Era su responsabilidad, su prioridad.

Y también su alegría.

Una infancia triste y difícil pero con un ángel: “Literal”

Carla, profesora de yoga, hoy de 42 años (tres más que su hermano), repasa su vida junto a Andrés, a quien define como un ángel. “Literal”, advierte. Y remata: “Ilumina tu día aunque sea una m…”.

Y vuelve a una de las escenas más graves del pasado, cuando su padre, semidesnudo y borracho, golpeaba a su mamá con un cuchillo en la mano. Yo me interpuse con una silla, con mi cuerpito, para que no la matara. Mi mamá logró sacarle el cuchillo y lo revoleó. Yo tendría… no sé, siete años”.

En otro momento, su tío materno —que vivía en Sierra de la Ventana— se enteró de la situación. Le ofreció a su hermana que se mudara con los niños. “Mi mamá, manipulada por mi padre, se negó. Así que nos fuimos Andrés y yo solos. Vivimos un tiempo allá con mi tío, pero después mi mamá fue a buscarnos. Le gritó, lo insultó, le dijo que nunca más se metiera. Y así también perdimos el vínculo con él”, señala.

La violencia era el pan de cada día. Pero lo que más duele al recordar es la soledad. “Mi mamá limpiaba casas. Teníamos muchas necesidades. Nunca fue una infancia feliz. Era sobrevivir”.

“Hay una anécdota que tengo muy marcada y que, aunque no le guardo rencor a mi mamá, todavía no he podido entender del todo. La trabajé en terapia, pero siento que aún me duele. Durante una de las peleas más fuertes entre mis padres —mi papá muy alcoholizado—, mi mamá lo metió debajo de la ducha fría para calmarlo. Pero a mí me dejó llorando, sola, mientras se llevaba a mi hermano. No sé qué pasó conmigo esos días, porque era muy chiquita, tal vez entre tres o cuatro años, una edad en la que es casi imposible recordar con claridad”, rememora.

“Me dejó con él, y volvió varios días después. Una terapeuta me explicó que tal vez mi mamá me dejó sola porque no podía llevar a los dos niños, o porque no creía que yo fuera víctima de violencia. Pero no fue así. En mi adolescencia, por ejemplo, dormía vestida con un cinturón porque mi papá se metía a mi habitación por las noches y me tocaba. Esa experiencia me marcó mucho”, confiesa.

Aún así, nunca pudo preguntarle a su mamá por qué la dejó sola esa vez. Esa pregunta quedó flotando, sin respuesta. “Solo me quedó el recuerdo y ese vacío”, dice.

La huida: una iglesia como refugio y un comienzo

Tras la última y definitiva huida, se instalaron en una iglesia. “Ahí vivíamos con dos curas y la señora que limpiaba. Yo empezaba el secundario. Fue todo muy traumático, pero al mismo tiempo sentí que por fin estaba a salvo. Que ahí sí comenzaba mi vida”, sostiene Carla.

Vivimos un tiempo con mi tío, pero mi mamá fue a buscarnos. Le gritó, lo insultó, le dijo que nunca más se metiera. Y así también perdimos el vínculo con él”, señala Clara.

Mientras otros adolescentes descubrían la vida, Carla lloraba por las noches al pie de la cama de su madre. “Una vez le descubrí un bulto en el pecho. Estábamos en la cocina, hizo un movimiento y se quejó. Le pregunté qué le pasaba. Me dijo que tenía algo en el pecho. Esa noche no dormí. Sabía que se iba a morir”, continuó.

Y así fue. Su madre falleció tiempo después de acompañarla, como pudo, a la fiesta de egresados. “Estaba empastillada, con un vestido negro que le habían comprado sus amigas. Pero estuvo. Pudo estar. Y yo la necesitaba tanto…”, dice.

“Sabía que quería algo más para mí”

A los 17 años, Carla se fue a vivir sola a un monoambiente prestado. Al principio no le cobraban. Luego, le pedían que limpiara el patio y la casa. “No me dejaban prender las luces. Me daban un plato de comida a las 7 de la tarde. Era como una cárcel”, define. Aun así, resistió.

Trabajó como niñera, en una pizzería, en comercios. “Siempre mal remunerada, pero siempre con la idea fija de que no quería repetir la historia de mi mamá. Yo quería algo más. Así que estudié. Analista en Marketing. Siempre supe que tenía capacidad”.

Hoy vive con dignidad. Sabe lo que vale. “Recibí propuestas de todo tipo. Pero siempre me mantuve firme. Sabía lo que estaba bien y lo que no. Supe poner límites. Y eso me salvó”, explica.

Cuando Carla estudiaba y trabajaba doble turno lo dejaba solo con un celular, lo llamaba desde el instituto: “Si no me atendía, salía corriendo a casa. A veces estaba dormido, pero yo me moría del susto”, recuerda ella.

El amor incondicional de toda una vida

Andrés, su hermano, estuvo un tiempo viviendo con ella. Pero se volvió insostenible. Carla estudiaba y trabajaba doble turno. Lo dejaba solo con un celular, lo llamaba desde el instituto. “Si no me atendía, salía corriendo a casa. A veces estaba dormido, pero yo me moría del susto”, recuerda.

Finalmente, Andrés consiguió un lugar como pupilo en un instituto en Punta Alta, a escasos kilómetros de Bahía Blanca. “De lunes a viernes está allá. Los fines de semana, vacaciones, feriados, está conmigo. Siempre”, advierte.

“Me siento una sobreviviente. Y también una hermana que hizo lo mejor que pudo”, asegura.

Cómo es la vida de Carla y Andrés

La vida de Carla y su hermano Andrés, que tiene Síndrome de Down, es una mezcla constante de cuidado, cariño y desafíos. Carla se ha convertido en el mundo entero de Andrés; ella es su hermana, su compañera y su mayor apoyo.

“Él está en el centro integral de discapacitados en Punta Alta, de lunes a viernes”, cuenta Carla. “Lo recojo a la tarde y lo traigo a casa. Trato de ofrecerle un entorno familiar, un espacio tranquilo donde no se grita, no se insulta, donde todo se habla bajito, con respeto”, señala.

En su casa, cada día sigue una rutina simple pero llena de amor. Desayunan juntos, cocinan, y realizan actividades que a Andrés le encantan: cortar, pegar, dibujar. Por la noche, ven películas, casi siempre comedias románticas suaves, que él disfruta. “Le gusta que lo acompañe a mi cuarto a ver Spiderman. Siempre la misma película”, dice con una sonrisa.

El vínculo entre ellos es profundo y sutil.

“Él me llama ‘Tamana’, una mezcla de `Ita’, por Carlita y `Mana’, por hermana, entonces quedó ese apodo que ahora no quiere cambiar”, repasa.

El vínculo entre ellos es profundo y sutil. Carla no necesita retarlo; con solo mirarlo cuando hace algo que no está bien, Andrés entiende y se disculpa de inmediato. “Es como si tuviera miedo de defraudarme, de desilusionarme”, reflexiona.

“Cuando está en el centro, los profes le dicen: ‘¿Qué le vamos a contar a tu hermana?’ y él siempre responde ‘¡No, no, no, no!’ Es evidente que me extraña todo el tiempo”, afirma.

Pero la historia no solo habla de afecto. Carla atraviesa una crisis personal y económica que la pone al límite. “Soy profesora de yoga y, aunque me iba bien, con lo que gano no llego ni siquiera a pagar el alquiler”, confiesa.

“Me duplicaron el alquiler y me siento en un momento fatal. Tengo que buscar otro trabajo porque no me alcanza para mantenernos. Es como ser madre soltera”, compara.

A pesar de todas las dificultades, el aumento del alquiler, y la dificultad de mantenerse, Carla sigue firme.

A pesar de todas las dificultades, sigue firme. Su prioridad es Andrés y su bienestar, y busca maneras de seguir adelante para no dejarlo solo. La lucha de esta hermana no es solo por un sustento económico, sino por darle a Andrés un hogar lleno de amor, respeto y cuidado.

Un posteo que concientiza y enternece

“Por momentos siento tanto miedo y mi lugar seguro es tu abrazo. Tu mirada inocente, una caricia en mi pelo. Tantas maneras de decirme ‘Itamana, todo va a estar bien, yo estoy con vos, estamos juntos en esto y si no sale como esperamos podemos volver a empezar’”.

Así reflexiona sobre el vínculo Carla Corbatta con una foto que lo dice todo: abrazados, sonrientes.

Carla y Andrés y una relación que se ve en las redes.

“Sos la razón por la que mi mundo gira, por quien elegí la vida; quien me enseña que teniendo poco, mucho o nada, soy alguien y valgo mucho. Que tengo la obligación de ser feliz todos los días. No me sueltes nunca. Te amo infinito y más”, concluye el posteo.

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