Lo de la felicidad llegó justo al final. 43 minutos después. Primero, ese 4 de febrero de 2004, el escritor estadounidense Kurt Vonnegut se subió al escenario de una universidad en Ohio para dar una charla sobre las formas de las historias y eso hizo. Vestido como si no hubiera estado al tanto del plan que tenía, un saco que le quedaba grande en los hombros, un suéter desalineado, una camisa puesta a las apuradas y un pantalón, se paró detrás del estrado que habían montado especialmente para él, las plantas al ras, y cumplió. El día era un miércoles y Vonnegut, (autor de Matadero Cinco, Desayuno de campeones, Las sirenas de Titán, once novelas más, varios libros de relatos) habló de cosas propias, de las ajenas, recordó anécdotas, hizo chistes astutos, ácidos, sin revuelos, se paró frente a un pizarrón, dibujó el garabato que bien podría haber hecho un niño, líneas hacia arriba, hacia el costado, curvas para abajo, escaloncitos, dijo algo así como esta es la forma del éxito en ventas, esta es la forma de La metamorfosis de Kafka, esta es la forma de La cenicienta, esta la de Hamlet de Shakespeare y luego se detuvo.
Lo de la felicidad llegó en esos minutos, los últimos. Con el mismo tono en que había desgranado la obra de teatro del escritor inglés, Vonnegut (los ojos claros, la voz por culpa de décadas de cigarrillos, los rulos del frente amarillentos por la misma razón) se puso a hablar del tío. Así mezclaba él (antropólogo, soldado en la Segunda Guerra Mundial, prisionero de los nazis) quizá para subirle el tono a todo o bajárselo por completo. El autor más reversionado del mundo con la historia de amor más taquillera del mundo con el hermano más chico de su madre que había vivido en Indianápolis como él y vendía seguros. Sin ambo de maestro de escuela primaria aunque con la misma idea, dijo que su tío repetía que la mayoría de la gente rara vez se daba cuenta de cuando estaba feliz y que se había puesto como una especie de meta mostrárselo. Identificar la felicidad en cuanto apareciera, una tarde cálida debajo de un árbol, una charla entre limonadas, detener el ritmo y decir “paren y escuchen; si esto no es bonito, ¿entonces qué es bonito?”.
Vonnegut (padre de tres hijos biológicos, de cuatro adoptados, dos veces esposo) lo contó y lo repartió. El escritor, que además dibujaba, usó a un pariente para ponerle el punto final a su discurso. Pero hizo más. Vonnegut, (varios premios literarios a lo largo de su carrera, medalla al mérito por su actuación militar), le pidió al público que respondiera una pregunta, que recordara si alguna vez algún profesor lo había hecho sentir más orgulloso de estar vivo, más feliz de estar vivo, pidió que si la respuesta era afirmativa levantaran la manos, pidió que dijeran el nombre de esa persona en voz alta a quien tuvieran al lado, y no se cambió de ropa pero fue director de orquesta y tampoco movió los brazos pero dio inicio a un murmullo de nombres desconocidos que después fue bullicio y al final una armonía que podría haber estado escrita. Luego, se quedó en silencio unos segundos para que lo que pasaba se escuchara y dijo: “Si esto no es bonito, ¿entonces qué es bonito?”.
Eso hizo Vonnegut (muerto en 2007 a los 84 años tras caerse en su departamento de Manhattan y golpearse la cabeza, 81 cuando dio la charla) en el gesto obvio del hombre que vivió hacia quienes están empezando a vivir: creó felicidad. Mostró que es algo que se puede hacer. Fue rey en el reino. Caminó por encima de siglos de interpretaciones académicas y se burló del mundo, por qué no, él arriba, los demás abajo. Vonnegut, la carraspera que nunca se va porque el daño es permanente, dijo sin palabras que la felicidad es también una decisión o una orden y llenó de aire el lugar, de gracia el lugar, de fuerza el lugar. Por último pidió que sonara la música y lo que sonó fue un vals.